Echo la vista atrás y tengo la sensación de haber realizado un viaje maravilloso. Durante dos años y medio, dos veces a la semana, me he sentado a contar y compartir muchas de las vivencias que he tenido en mi carrera de concertista. Como no podía ser de otra manera, era necesario tratar el tema más delicado y, quizás, el más importante, como es el de la enseñanza. De ahí emana todo y su huella perdura siempre.
Son muchas entradas y, modestia aparte, creo que algunas me han quedado redondas. Yo mismo, tras escribirlas, las he releído pasado algún tiempo y me he dado cuenta de que he sido el primer beneficiario. Sí, he aprendido ordenando ideas, recordando y analizando hechos trascendentes, reviviendo tantos buenos momentos... A menudo dejamos que todo pase sin más, sin darle su verdadero valor, y olvidamos que en esta vida cada detalle cuenta. Somos el resultado de una suma continua e ilimitada.
El día que comencé a escribir dejé claro que todo aquel que estudie piano puede tocar, y ahí entran el concertismo de altura y tantas variantes de actuaciones en directo como podamos imaginar. Siempre tuve un leitmotiv: se puede. Todo el mundo puede. Los problemas surgen desde muy temprano, cuando las ilusiones que llevamos se empiezan a truncar durante el periodo de estudiantes, tan largo por cierto, ya que se crea la sensación de meta inalcanzable. De ahí tantos abandonos y tantas frustraciones.
Por eso he dirigido mi discurso hacia la fortaleza que debemos crear, a tener las ideas muy claras y a luchar por lo que es nuestra vida (la única, que sepamos) y que nada ni nadie tiene el más mínimo derecho a estropear. Estos conceptos, aparentemente tan sencillos, son muy difíciles de mantener y de llevar a la práctica. Hay demasiados vicios heredados y muy poca voluntad de eliminarlos.
Cada uno es dueño de sí mismo y tiene el derecho y el deber de vivir según sus creencias, deseos y principios. Tocar el piano es una ocupación maravillosa y puede compaginar la devoción y la obligación. Sólo tenemos que marcar los límites para que nos haga feliz.
Creo que he cubierto una etapa que es necesario terminar. Lo que quería decir escrito está. Igual podría empezar a repetirme o, lo que sería peor, a aburrir a los que me habéis seguido y leído paciente y cariñosamente. En definitiva, es como si hubiese escrito un libro, que siempre necesita un final.
Ojalá este blog haya aliviado alguna carga, evitado algún tropiezo y curado algún dolor. Eso me haría sentir dichoso.
Muchas gracias a todos y hasta siempre.
Feliz viaje, feliz aventura.
Alberto.
Ser Concertista de Piano
Blog de Alberto González Calderón
domingo, 13 de julio de 2014
Feliz viaje
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miércoles, 9 de julio de 2014
Abandono
Mi hija, siempre atenta para enviarme enlaces y curiosidades que me puedan servir para escribir una entrada, me ha hecho llegar uno que contiene un recopilatorio de fotografías de pianos abandonados (http://www.entre88teclas.es/fdp/pianos-abandonados-galeria-fotografica/).
No deja de ser desoladora la contemplación de estos pianos destrozados que en su día, suponemos, cumplieron con su función dignamente. Sucede como con los cementerios de coches, que sólo parecen un montón de chatarra, cuando también tuvieron su vida y sus historias que contar.
Las he guardado y las he visto en modo presentación. Al principio sólo sentía curiosidad, como el que pasa las páginas de una revista, pero paulatinamente me fui tensando: no me gustaba lo que estaba viendo, por muy artísticas que fuesen las fotografías. Siempre me ha atraído lo decadente, los pueblos abandonados, los edificios cerrados a cal y canto, las iglesias sin techo..., pero ver tanto piano en estas condiciones, duele. Quizás sea que no todos parecen estar olvidados de manera voluntaria, sino que ha sido por fuerza mayor, guerras incluidas, y así no es lo mismo.
En la época que estuve dando clases en el conservatorio de Cádiz, recuerdo que, en un pasillo, permanecía desmontado e inservible el Steinway gran cola, como si estuviese esperando que un chamarilero pasase en cualquier momento a llevárselo. Mientras, el centro sufría la carencia de un instrumento digno para su modesto, pero lleno de encanto e historia, salón de actos. Cómo olvidar el cortinaje de terciopelo rojo y los sillones enormes de la sala, que lo mismo servía para conciertos y audiciones que para exámenes y oposiciones. Al fin, un buen día, se decidió que merecía la pena y el esfuerzo recuperarlo pues, en esencia, sólo estaba desmontado y acumulaba, además de polvo, un buen número de años. Así fue, como si de una antigua locomotora de vapor se tratara, como empezó a traquetear de nuevo para asombro de propios y extraños.
He tenido ocasión de tocarlo muchas veces, aunque ya no trabajase allí. Obviamente no quedó como salido de fábrica, pero la calidad de los materiales originales aún se notaba. La pulsación quedó algo pesada tras el arreglo, aunque ya sabemos que eso no depende del todo del instrumento sino de las manos que lo ponen a punto, y produjo algunas anécdotas, algunas graciosas y otras para no mencionar.
Pero me gustaba su sonido, antiguo, profundo, lento de elegancia. Los muchos pianistas que pasaron ante él daban su opinión, lo que me servía para conocerlos un poco más. Todos tenemos en mente las mismas escenas repetidas de quejas sobre los pianos, culpables de ciertos tropiezos, cuando también es por todos sabido que por profesionalidad tenemos que adaptarnos, sí o sí, a lo que nos caiga.
También me ha venido a la memoria mi antigua pianola, en la que tantas horas fatigué, y cuya sonoridad no he vuelto a encontrar en ningún piano de pared. Las mudanzas familiares y la falta de espacio habituales en nuestro tiempo obligaron a su marcha forzosa. Es verdad que el teclado no estaba para muchas exquisiteces, pero un arreglo adecuado la hubiese dejado con marcha para muchos años. Qué tristeza cuando supe que la habían vaciado y reducido su tamaño al de un vertical convencional. Con lo bonito que era el mecanismo interior. En fin, será cuestión de sensibilidades.
Por eso no puedo evitar acariciar levemente cada antiguo piano que me encuentro en tantos sitios, arrinconados, amarrados, cara a la pared. Son pianos y nacieron para dar felicidad, para la música y no para el silencio obligado y absurdo.
No deja de ser desoladora la contemplación de estos pianos destrozados que en su día, suponemos, cumplieron con su función dignamente. Sucede como con los cementerios de coches, que sólo parecen un montón de chatarra, cuando también tuvieron su vida y sus historias que contar.
Las he guardado y las he visto en modo presentación. Al principio sólo sentía curiosidad, como el que pasa las páginas de una revista, pero paulatinamente me fui tensando: no me gustaba lo que estaba viendo, por muy artísticas que fuesen las fotografías. Siempre me ha atraído lo decadente, los pueblos abandonados, los edificios cerrados a cal y canto, las iglesias sin techo..., pero ver tanto piano en estas condiciones, duele. Quizás sea que no todos parecen estar olvidados de manera voluntaria, sino que ha sido por fuerza mayor, guerras incluidas, y así no es lo mismo.
En la época que estuve dando clases en el conservatorio de Cádiz, recuerdo que, en un pasillo, permanecía desmontado e inservible el Steinway gran cola, como si estuviese esperando que un chamarilero pasase en cualquier momento a llevárselo. Mientras, el centro sufría la carencia de un instrumento digno para su modesto, pero lleno de encanto e historia, salón de actos. Cómo olvidar el cortinaje de terciopelo rojo y los sillones enormes de la sala, que lo mismo servía para conciertos y audiciones que para exámenes y oposiciones. Al fin, un buen día, se decidió que merecía la pena y el esfuerzo recuperarlo pues, en esencia, sólo estaba desmontado y acumulaba, además de polvo, un buen número de años. Así fue, como si de una antigua locomotora de vapor se tratara, como empezó a traquetear de nuevo para asombro de propios y extraños.
He tenido ocasión de tocarlo muchas veces, aunque ya no trabajase allí. Obviamente no quedó como salido de fábrica, pero la calidad de los materiales originales aún se notaba. La pulsación quedó algo pesada tras el arreglo, aunque ya sabemos que eso no depende del todo del instrumento sino de las manos que lo ponen a punto, y produjo algunas anécdotas, algunas graciosas y otras para no mencionar.
Pero me gustaba su sonido, antiguo, profundo, lento de elegancia. Los muchos pianistas que pasaron ante él daban su opinión, lo que me servía para conocerlos un poco más. Todos tenemos en mente las mismas escenas repetidas de quejas sobre los pianos, culpables de ciertos tropiezos, cuando también es por todos sabido que por profesionalidad tenemos que adaptarnos, sí o sí, a lo que nos caiga.
También me ha venido a la memoria mi antigua pianola, en la que tantas horas fatigué, y cuya sonoridad no he vuelto a encontrar en ningún piano de pared. Las mudanzas familiares y la falta de espacio habituales en nuestro tiempo obligaron a su marcha forzosa. Es verdad que el teclado no estaba para muchas exquisiteces, pero un arreglo adecuado la hubiese dejado con marcha para muchos años. Qué tristeza cuando supe que la habían vaciado y reducido su tamaño al de un vertical convencional. Con lo bonito que era el mecanismo interior. En fin, será cuestión de sensibilidades.
Por eso no puedo evitar acariciar levemente cada antiguo piano que me encuentro en tantos sitios, arrinconados, amarrados, cara a la pared. Son pianos y nacieron para dar felicidad, para la música y no para el silencio obligado y absurdo.
domingo, 6 de julio de 2014
Iluminados
Andaba echando un vistazo a la Wikipedia sobre los Illuminati, cuando me sorprendí al leer los ideales que los impulsó a crear su orden en el año 1776: se oponían a la superstición, los prejuicios, la influencia religiosa sobre el ser humano, los abusos de poder del Estado, y apoyaban la educación de la mujer y la igualdad de sexos, junto con la ruptura de las barreras políticas, todo ello con el fin de crear un nuevo orden mundial. Después de escasos veinte años prohibieron la Orden, y hasta nuestros días, a través de la literatura de ficción y de las películas, nos hemos hecho una idea general en la que los vemos, principalmente, como conspiradores que todos imaginamos que gobiernan el mundo en la sombra por medio de sus sociedades secretas.
Bueno, no deja de ser curioso y digno de admiración que siempre haya gente idealista, que crea en la utopía y que arriesgue bastante en su lucha. Al menos ellos lo intentan y no se quedan en la barrera, ese deporte tan nuestro.
Pero también quería mencionar a los iluminados que a diario nos cruzamos por nuestras vidas y que nos afectan por razones varias. Cada día es más fácil encontrarlos porque, gracias a las comunicaciones y a la globalización (es un eufemismo), cualquiera que se sube a una mínima tarima cree que puede manejar los designios de las personas que tiene a su alcance. Claro, según el puesto de responsabilidad que ocupe, su radio de acción será proporcional.
Realmente habría una lista muy grande, demasiado grande, de gente como nosotros, mortalitos de a pie, que desde el más mínimo cargo, incluyendo el de presidente de la comunidad de vecinos, sólo buscan imponer su opinión y su autoridad. Y esto también nos alcanza a nosotros, cuando ilusionados con nuestros estudios pianísticos, nos topamos con un iluminado que decide que él es Dios (sí, con mayúsculas). Sólo hay una opinión, sólo hay que obedecer, sólo hay que dejarse guiar y, por supuesto, sólo hay un dios verdadero. Así que, hemos de sentirnos dichosos y privilegiados por haber sido conducidos por la gracia divina (la suya) hasta su clase. El problema viene al cabo de algunos años con los efectos de su iluminación.
Intento no ser demagogo y no generalizar, que todo hay que aclararlo, pero creo que sabemos de lo que hablo sin entrar en demasiados detalles, que son siempre dolorosos. Por eso creo que, si de verdad viviésemos en una sociedad avanzada, democrática y culta, estos personajillos de medio pelo (y de media talla) serían fácilmente identificables e, inmediatamente, neutralizados, sin mayor importancia ni dilación.
A ver cuándo somos capaces realmente de creer en la libertad del individuo, en su grandeza, sin que nadie venga a aguarnos la fiesta y sin que nosotros tampoco se la agüemos, claro está.
Bueno, no deja de ser curioso y digno de admiración que siempre haya gente idealista, que crea en la utopía y que arriesgue bastante en su lucha. Al menos ellos lo intentan y no se quedan en la barrera, ese deporte tan nuestro.
Pero también quería mencionar a los iluminados que a diario nos cruzamos por nuestras vidas y que nos afectan por razones varias. Cada día es más fácil encontrarlos porque, gracias a las comunicaciones y a la globalización (es un eufemismo), cualquiera que se sube a una mínima tarima cree que puede manejar los designios de las personas que tiene a su alcance. Claro, según el puesto de responsabilidad que ocupe, su radio de acción será proporcional.
Realmente habría una lista muy grande, demasiado grande, de gente como nosotros, mortalitos de a pie, que desde el más mínimo cargo, incluyendo el de presidente de la comunidad de vecinos, sólo buscan imponer su opinión y su autoridad. Y esto también nos alcanza a nosotros, cuando ilusionados con nuestros estudios pianísticos, nos topamos con un iluminado que decide que él es Dios (sí, con mayúsculas). Sólo hay una opinión, sólo hay que obedecer, sólo hay que dejarse guiar y, por supuesto, sólo hay un dios verdadero. Así que, hemos de sentirnos dichosos y privilegiados por haber sido conducidos por la gracia divina (la suya) hasta su clase. El problema viene al cabo de algunos años con los efectos de su iluminación.
Intento no ser demagogo y no generalizar, que todo hay que aclararlo, pero creo que sabemos de lo que hablo sin entrar en demasiados detalles, que son siempre dolorosos. Por eso creo que, si de verdad viviésemos en una sociedad avanzada, democrática y culta, estos personajillos de medio pelo (y de media talla) serían fácilmente identificables e, inmediatamente, neutralizados, sin mayor importancia ni dilación.
A ver cuándo somos capaces realmente de creer en la libertad del individuo, en su grandeza, sin que nadie venga a aguarnos la fiesta y sin que nosotros tampoco se la agüemos, claro está.
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miércoles, 2 de julio de 2014
Verano (II)
Cada vez que leía la biografía de un compositor o de un intérprete que merecieron que quedara por escrito y que se publicara, e incluso que se tradujera al castellano, lo que no deja de ser un regalo de los dioses a día de hoy, me gustaban en especial los capítulos dedicados a la época estival.
La idea que tenemos es que el verano es para descansar, obviamente, tras un curso apretado. Pero esta gente no paraba. No sé si era por obligación, el precio de la fama, o porque tenían tanto que decir en su interior que aprovechaban justamente esos parones de actividad frenética para retomar ideas antiguas y rematar el trabajo pendiente.
Lo que más me atraía era, por decirlo llanamente, lo bien que se lo montaban. Casi todos tenían amigos influyentes y de posición económica muy elevada, cuando no eran miembros de la aristocracia. Así, las invitaciones al personaje famoso, que siempre emanaban de una profunda admiración, eran habituales y consistían en pasar una buena temporada en las villas de verano, que para eso se construyeron. Allí, las veladas musicales se alargaban hasta altas horas de la madrugada, quedando el resto del día reservado para el descanso y el trabajo creativo.
¿Estáis pensando en Chopin y sus estancias en Nohant junto a George Sand? ¿O en los destinos tan hermosos que Brahms eligió en Suiza, Austria e Italia para trabajar en sus obras a la vez que realizaba grandes excursiones? ¿O la residencia en Echarvines, Francia, de Stravinsky, cerca de los Alpes y junto al lago D'Annecy? ¿O, por qué no, el más cercano pero no por ello menos placentero retiro Sanluqueño de Joaquín Turina?
Podría enumerar muchos más y sólo conseguiría que la envidia me hiciera daño. Un lugar idílico, buena compañía, todas las comodidades, nada que hacer..., y, sin embargo, ahí estaban todos y cada uno de ellos dando vida a tantas obras monumentales que han pasado a formar parte de la historia de la humanidad, es decir, trabajando. Supongo que esto sólo quiere decir que no es incompatible el descanso y el aire puro con la actividad mental. Muchos de ellos ni siquiera habrían tenido necesidad de hacerlo ya que alcanzaron en vida una magnífica posición, pero estoy seguro que no se trataba de eso.
El artista verdadero lo es siempre a pesar de las circunstancias, favorables o desfavorables. Igual también podemos aprender de sus vidas algo que aplicar a la nuestra, a ver si se nos pega algo.
La idea que tenemos es que el verano es para descansar, obviamente, tras un curso apretado. Pero esta gente no paraba. No sé si era por obligación, el precio de la fama, o porque tenían tanto que decir en su interior que aprovechaban justamente esos parones de actividad frenética para retomar ideas antiguas y rematar el trabajo pendiente.
Lo que más me atraía era, por decirlo llanamente, lo bien que se lo montaban. Casi todos tenían amigos influyentes y de posición económica muy elevada, cuando no eran miembros de la aristocracia. Así, las invitaciones al personaje famoso, que siempre emanaban de una profunda admiración, eran habituales y consistían en pasar una buena temporada en las villas de verano, que para eso se construyeron. Allí, las veladas musicales se alargaban hasta altas horas de la madrugada, quedando el resto del día reservado para el descanso y el trabajo creativo.
¿Estáis pensando en Chopin y sus estancias en Nohant junto a George Sand? ¿O en los destinos tan hermosos que Brahms eligió en Suiza, Austria e Italia para trabajar en sus obras a la vez que realizaba grandes excursiones? ¿O la residencia en Echarvines, Francia, de Stravinsky, cerca de los Alpes y junto al lago D'Annecy? ¿O, por qué no, el más cercano pero no por ello menos placentero retiro Sanluqueño de Joaquín Turina?
Podría enumerar muchos más y sólo conseguiría que la envidia me hiciera daño. Un lugar idílico, buena compañía, todas las comodidades, nada que hacer..., y, sin embargo, ahí estaban todos y cada uno de ellos dando vida a tantas obras monumentales que han pasado a formar parte de la historia de la humanidad, es decir, trabajando. Supongo que esto sólo quiere decir que no es incompatible el descanso y el aire puro con la actividad mental. Muchos de ellos ni siquiera habrían tenido necesidad de hacerlo ya que alcanzaron en vida una magnífica posición, pero estoy seguro que no se trataba de eso.
El artista verdadero lo es siempre a pesar de las circunstancias, favorables o desfavorables. Igual también podemos aprender de sus vidas algo que aplicar a la nuestra, a ver si se nos pega algo.
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domingo, 29 de junio de 2014
Verano
Parecía que no iba a llegar porque, aunque tuvimos un breve anticipo de calores, la lluvia recordó al otoño con demasiada antelación (ahora bien, qué maravilla de olores y de colores, tan limpios y vivos en el campo). Pero, como todo en esta vida, aquí está, como todos los años..., el verano.
Y ahora, ¿qué hacer? Cada uno debe valorar primero su situación personal, ya que no creo que todos estemos igual de desgastados o cansados. Muchos estarán igual de frescos que el primer día de curso, y lo digo por la energía de la edad, no porque piense que no han dado ni golpe. Vamos, que cada uno tiene que medir su batería para saber si hay que recargarla o todavía aguanta lo que le echen.
Ya sé que no hay nada tan imprescindible o tan transcendente que no pueda esperar o que sea ahora o nunca. No hay que ser tremendos. Lo que sí pienso es que, si tenemos unos planes y proyectos a medio y largo plazo (con el piano el corto plazo se queda eso, corto), podríamos aprovechar para no dilapidar estos meses que pueden llegar a ser tediosos por vacíos.
Creo que no hay nada peor que afrontar unas vacaciones de verano sin el más mínimo objetivo. Incluso para no hacer absolutamente nada hay que servir. Estamos en nuestro derecho de querer notar el paso lento de los segundos, oyendo el monótono sonido del reloj de pared colgado en el pasillo, disfrutando de la vagancia más absoluta, sintiéndonos dueños de nuestra vida, que es nuestra y de nadie más, posponiendo la más mínima obligación, viendo crecer la mugre a nuestro alrededor, arrastrando los pies para que ningún músculo trabaje más de lo necesario, dando cuenta de la provisión de cervezas y tintos de verano que colapsan la nevera... No sé cuánto se puede aguantar así, pero no sé si eso es descansar.
El cambio de actividad, la realización de algún proyecto, el contacto con viejos amigos, el reencuentro con el instrumento (no voy a descubrir nada nuevo si digo que igual el curso no nos ha dejado demasiado tiempo para tocar), la inmersión en las buenas lecturas, un poco de ejercicio físico... A veces da pereza hasta pensar en rellenar el verano porque llegamos cansados, pero hay que proponérselo porque comienzan entonces a correr los días y cuando comience la cuenta atrás nadie nos va a librar del mal humor y de la depresión.
No hay que realizar grandes hazañas, que yo creo más en los pequeños logros y siempre tenemos algo pendiente. ¿Por qué no un buen refresco de tanta música que llevamos oída durante años y que permanece casi olvidada? De escuchar sin prisas y disfrutando a que nos entren ganas de tocar sólo hay un instante.
En fin, que no quiero dar instrucciones de cómo hay que veranear, que cada uno es dueño de su tiempo, pero sí insinuar que se retoman mejor las obligaciones si tenemos algo agradable que recordar o de lo que sentirnos satisfechos.
¡Feliz verano!
Y ahora, ¿qué hacer? Cada uno debe valorar primero su situación personal, ya que no creo que todos estemos igual de desgastados o cansados. Muchos estarán igual de frescos que el primer día de curso, y lo digo por la energía de la edad, no porque piense que no han dado ni golpe. Vamos, que cada uno tiene que medir su batería para saber si hay que recargarla o todavía aguanta lo que le echen.
Ya sé que no hay nada tan imprescindible o tan transcendente que no pueda esperar o que sea ahora o nunca. No hay que ser tremendos. Lo que sí pienso es que, si tenemos unos planes y proyectos a medio y largo plazo (con el piano el corto plazo se queda eso, corto), podríamos aprovechar para no dilapidar estos meses que pueden llegar a ser tediosos por vacíos.
Creo que no hay nada peor que afrontar unas vacaciones de verano sin el más mínimo objetivo. Incluso para no hacer absolutamente nada hay que servir. Estamos en nuestro derecho de querer notar el paso lento de los segundos, oyendo el monótono sonido del reloj de pared colgado en el pasillo, disfrutando de la vagancia más absoluta, sintiéndonos dueños de nuestra vida, que es nuestra y de nadie más, posponiendo la más mínima obligación, viendo crecer la mugre a nuestro alrededor, arrastrando los pies para que ningún músculo trabaje más de lo necesario, dando cuenta de la provisión de cervezas y tintos de verano que colapsan la nevera... No sé cuánto se puede aguantar así, pero no sé si eso es descansar.
El cambio de actividad, la realización de algún proyecto, el contacto con viejos amigos, el reencuentro con el instrumento (no voy a descubrir nada nuevo si digo que igual el curso no nos ha dejado demasiado tiempo para tocar), la inmersión en las buenas lecturas, un poco de ejercicio físico... A veces da pereza hasta pensar en rellenar el verano porque llegamos cansados, pero hay que proponérselo porque comienzan entonces a correr los días y cuando comience la cuenta atrás nadie nos va a librar del mal humor y de la depresión.
No hay que realizar grandes hazañas, que yo creo más en los pequeños logros y siempre tenemos algo pendiente. ¿Por qué no un buen refresco de tanta música que llevamos oída durante años y que permanece casi olvidada? De escuchar sin prisas y disfrutando a que nos entren ganas de tocar sólo hay un instante.
En fin, que no quiero dar instrucciones de cómo hay que veranear, que cada uno es dueño de su tiempo, pero sí insinuar que se retoman mejor las obligaciones si tenemos algo agradable que recordar o de lo que sentirnos satisfechos.
¡Feliz verano!
miércoles, 25 de junio de 2014
Sueños (II)
En la introducción que José Luis Cano hace de las Rimas de Bécquer para la edición de Cátedra, tiene un capítulo que titula En busca de la gloria. Madrid.
Voy a transcribir un extracto que me ha llamado la atención:
"En 1854, sin más armas que su pasión por la poesía y el arte, y un puñado de versos, deja su ciudad (Sevilla) y llega a la Villa y Corte con la ilusión de un joven de dieciocho años que aspira a triunfar en las letras. (...) La gloria que ambicionaba se trocó pronto en el más cruel de los desengaños: ni gloria, ni dinero, sino pobreza y enfermedad, sufrimientos y desgracias. No por ello, sin embargo, se hundió el espíritu de Bécquer, al verse pobre, enfermo y desconocido en la Corte. Él era poeta, y vivía de sus sueños y para sus sueños. (...) Sólo una pasión le sacaba de sus sueños literarios: la música. Por oír una sonata de Mozart, una sinfonía de Beethoven, una fuga de Bach o una romanza sin palabras de Mendelssohn, habría hecho todo género de sacrificios. Afortunadamente, esa pasión no le costaba dinero. Tenía un amigo pianista, Lorenzo Zamora, en cuya casa se pasaba noches enteras oyéndole tocar. Su espíritu se alimentaba así de arte y de ensueños, pero su débil cuerpo enfermaba de hambre. Son esos años 1855, 1856, de tremenda angustia económica para Bécquer. (...) Aquellos días sin pan, noches sin asilo y sin sueño, padecimientos físicos y congojas morales".
Nos gusta pensar que nuestra época es especial, distinta, que lo que nos ocurre no ha pasado nunca antes y que si es bueno es porque lo merecemos, y si viene torcido poco podremos hacer, ya que no está en nuestras manos la solución. La Historia del Arte nos recuerda constantemente que las dificultades que sufrieron los artistas para ver cumplidos sus sueños fueron infinitas, pero que todos tenían una fuerza interior que los mantenía firmes en su lucha y en su empeño.
Me impresiona leer que la música sirvió de refugio a Bécquer en sus peores momentos. Los músicos entonces, ¿qué tenemos para refugiarnos? Puede que la misma música sin que lo sepamos, ya que a menudo la vemos como un trabajo o una obligación, que también lo es, pero a la que, no lo olvidemos, llegamos cargados de ilusión, expectativas y, por supuesto, sueños.
Y también me hace gracia leer que pasaban las noches enteras ante el piano. No imagino eso posible hoy día, a menos que tengamos un estudio perfectamente insonorizado o vivamos en un iglú. Esa escena tan romántica por definición, a la luz tenue de las velas, creo que tocó techo en el siglo XIX y sobrevivió a duras penas en el XX. Hoy, te ponen una demanda en menos que canta un gallo (igual al gallo también) a no ser que toquemos en un piano electrónico con los auriculares puestos, que algo es algo.
Ahora, a por una Sinfonía de Beethoven, a toda caña, que no cuesta nada.
Voy a transcribir un extracto que me ha llamado la atención:
"En 1854, sin más armas que su pasión por la poesía y el arte, y un puñado de versos, deja su ciudad (Sevilla) y llega a la Villa y Corte con la ilusión de un joven de dieciocho años que aspira a triunfar en las letras. (...) La gloria que ambicionaba se trocó pronto en el más cruel de los desengaños: ni gloria, ni dinero, sino pobreza y enfermedad, sufrimientos y desgracias. No por ello, sin embargo, se hundió el espíritu de Bécquer, al verse pobre, enfermo y desconocido en la Corte. Él era poeta, y vivía de sus sueños y para sus sueños. (...) Sólo una pasión le sacaba de sus sueños literarios: la música. Por oír una sonata de Mozart, una sinfonía de Beethoven, una fuga de Bach o una romanza sin palabras de Mendelssohn, habría hecho todo género de sacrificios. Afortunadamente, esa pasión no le costaba dinero. Tenía un amigo pianista, Lorenzo Zamora, en cuya casa se pasaba noches enteras oyéndole tocar. Su espíritu se alimentaba así de arte y de ensueños, pero su débil cuerpo enfermaba de hambre. Son esos años 1855, 1856, de tremenda angustia económica para Bécquer. (...) Aquellos días sin pan, noches sin asilo y sin sueño, padecimientos físicos y congojas morales".
Nos gusta pensar que nuestra época es especial, distinta, que lo que nos ocurre no ha pasado nunca antes y que si es bueno es porque lo merecemos, y si viene torcido poco podremos hacer, ya que no está en nuestras manos la solución. La Historia del Arte nos recuerda constantemente que las dificultades que sufrieron los artistas para ver cumplidos sus sueños fueron infinitas, pero que todos tenían una fuerza interior que los mantenía firmes en su lucha y en su empeño.
Me impresiona leer que la música sirvió de refugio a Bécquer en sus peores momentos. Los músicos entonces, ¿qué tenemos para refugiarnos? Puede que la misma música sin que lo sepamos, ya que a menudo la vemos como un trabajo o una obligación, que también lo es, pero a la que, no lo olvidemos, llegamos cargados de ilusión, expectativas y, por supuesto, sueños.
Y también me hace gracia leer que pasaban las noches enteras ante el piano. No imagino eso posible hoy día, a menos que tengamos un estudio perfectamente insonorizado o vivamos en un iglú. Esa escena tan romántica por definición, a la luz tenue de las velas, creo que tocó techo en el siglo XIX y sobrevivió a duras penas en el XX. Hoy, te ponen una demanda en menos que canta un gallo (igual al gallo también) a no ser que toquemos en un piano electrónico con los auriculares puestos, que algo es algo.
Ahora, a por una Sinfonía de Beethoven, a toda caña, que no cuesta nada.
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domingo, 22 de junio de 2014
La edad
Durante mucho tiempo escuchaba a mis mayores decir que la vida pasaba volando, en un santiamén. Yo, incrédulo, me limitaba a constatar que los días, meses y años iban transcurriendo a su debida velocidad, que daban para mucho y que no había que agobiarse, que se podía uno hasta aburrir.
Claro que era así, porque cuando uno es joven cree que lo será para siempre. Y seguían cayendo los años y pensaba para mis adentros que aquello eran exageraciones de adultos, a cuyo mundo me iba incorporando.
Pero, ¡oh dioses!, todo llega en esta vida y, muy a mi pesar, cada vez que tengo que hacer cálculos para recordar la edad que tengo, no doy crédito. Y no hablo de hoy en concreto, sino de hace ya bastante. Lo primero que te empieza a abrumar es el número de años en sí. Las décadas han ido cumpliéndose y, aun cuando la cabeza no esté de acuerdo, con el D.N.I. delante, hay que aceptarlo. Cuando era pequeño o joven, miraba a la gente de mi edad como casi ancianos. Los tiempos han cambiado, y se viste y se piensa de otra manera, pero el número coincide, sin paliativos. Y ya son cincuenta y tres, por si os pica la curiosidad o no lo recordabais, que en alguna entrada lo he mencionado.
Aquí empiezan los picores y los escozores. No se puede vivir comparando, porque entonces te sientes menos que un mosquito, pero uno aspira a hacer las cosas lo mejor posible, aun sin grandes alardes ni soberbia, como algo de justicia: a tanto esfuerzo, tanto resultado. Estos pensamientos me vienen con frecuencia a causa del repertorio. Sé que todos pensamos que nunca es suficiente pues el del piano es infinito e inabarcable. Por muchas obras que toquemos, son más las que no y aquí sí he llegado a la conclusión (la sabiduría de la edad) de que es muy importante elegir pronto y bien el grueso de autores y partituras que queremos estudiar. Además de que la cabeza se va endureciendo imperceptiblemente para estos menesteres del estudio, la vida misma, con sus obligaciones, ocupaciones y distracciones, nos va restando tiempo y energía, modificando las reglas del juego, es decir, que no podemos pensar que siempre tendremos las mismas condiciones óptimas que cuando éramos indocumentados.
La manera más fácil de realizar la comprobación es comparar cualquier año de estudiante con cualquiera de adulto. Por muchas horas de obligado cumplimiento que tuviésemos años ha, nada comparable con la abrumadora densidad que la responsabilidad acarrea, incluso habiendo sido juicioso en exceso desde la pubertad.
Ahora tengo la certeza de que habrá obras que nunca tocaré. Muchas no me pesan porque, por un motivo o por otro, no acabaron de convencerme o de motivarme. Pero aquellas que se han quedado en la lista de espera, que de vez en cuando intento que pasen de la estantería al piano, y que una y otra vez requieren de un aplazamiento forzoso, comienzan a dolerme. Porque los años, que pensé que no pasarían tan rápidamente, lo han hecho y, mucho me temo, lo seguirán haciendo. Con un simple cálculo es fácil conocer el futuro.
O no. Que eso es lo mágico de seguir viviendo, que nunca sabes lo que te depara el destino y que igual, cuando parece que todo es declive, te regalan un paréntesis, una prórroga tan larga como uno sea capaz de estirar, y se encuentra el oasis del que disfrutar por pleno derecho.
Claro que era así, porque cuando uno es joven cree que lo será para siempre. Y seguían cayendo los años y pensaba para mis adentros que aquello eran exageraciones de adultos, a cuyo mundo me iba incorporando.
Pero, ¡oh dioses!, todo llega en esta vida y, muy a mi pesar, cada vez que tengo que hacer cálculos para recordar la edad que tengo, no doy crédito. Y no hablo de hoy en concreto, sino de hace ya bastante. Lo primero que te empieza a abrumar es el número de años en sí. Las décadas han ido cumpliéndose y, aun cuando la cabeza no esté de acuerdo, con el D.N.I. delante, hay que aceptarlo. Cuando era pequeño o joven, miraba a la gente de mi edad como casi ancianos. Los tiempos han cambiado, y se viste y se piensa de otra manera, pero el número coincide, sin paliativos. Y ya son cincuenta y tres, por si os pica la curiosidad o no lo recordabais, que en alguna entrada lo he mencionado.
Aquí empiezan los picores y los escozores. No se puede vivir comparando, porque entonces te sientes menos que un mosquito, pero uno aspira a hacer las cosas lo mejor posible, aun sin grandes alardes ni soberbia, como algo de justicia: a tanto esfuerzo, tanto resultado. Estos pensamientos me vienen con frecuencia a causa del repertorio. Sé que todos pensamos que nunca es suficiente pues el del piano es infinito e inabarcable. Por muchas obras que toquemos, son más las que no y aquí sí he llegado a la conclusión (la sabiduría de la edad) de que es muy importante elegir pronto y bien el grueso de autores y partituras que queremos estudiar. Además de que la cabeza se va endureciendo imperceptiblemente para estos menesteres del estudio, la vida misma, con sus obligaciones, ocupaciones y distracciones, nos va restando tiempo y energía, modificando las reglas del juego, es decir, que no podemos pensar que siempre tendremos las mismas condiciones óptimas que cuando éramos indocumentados.
La manera más fácil de realizar la comprobación es comparar cualquier año de estudiante con cualquiera de adulto. Por muchas horas de obligado cumplimiento que tuviésemos años ha, nada comparable con la abrumadora densidad que la responsabilidad acarrea, incluso habiendo sido juicioso en exceso desde la pubertad.
Ahora tengo la certeza de que habrá obras que nunca tocaré. Muchas no me pesan porque, por un motivo o por otro, no acabaron de convencerme o de motivarme. Pero aquellas que se han quedado en la lista de espera, que de vez en cuando intento que pasen de la estantería al piano, y que una y otra vez requieren de un aplazamiento forzoso, comienzan a dolerme. Porque los años, que pensé que no pasarían tan rápidamente, lo han hecho y, mucho me temo, lo seguirán haciendo. Con un simple cálculo es fácil conocer el futuro.
O no. Que eso es lo mágico de seguir viviendo, que nunca sabes lo que te depara el destino y que igual, cuando parece que todo es declive, te regalan un paréntesis, una prórroga tan larga como uno sea capaz de estirar, y se encuentra el oasis del que disfrutar por pleno derecho.
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miércoles, 18 de junio de 2014
Celos
La vida artística es compleja, a veces, incluso, agotadora. El artista, en un porcentaje muy alto, también es complejo y, al cien por cien, agotador. No tenemos una ocupación mecánica o despreocupada, y a diario ponemos en el tapete los sentimientos y las sensaciones, lo que, de alguna manera, nos diferencia del resto de los mortales.
Por eso tenemos una sensibilidad especial y nos afectan más de la cuenta los hechos cotidianos, desde unas noticias leídas en el periódico u oídas en el Telediario, al comportamiento que con nosotros tienen los que nos rodean.
Pero hay algo que nunca he entendido y me cuesta todavía concebir: los celos. Supongo que es porque ni he sido celoso ni lo soy, ni un ápice. Esto no quita para que los haya notado hacia mí y me hayan hecho mucho daño por inesperados.
En nuestra etapa de crecimiento musical, tan terriblemente larga, nos relacionamos transversalmente, o mejor dicho, en todas direcciones: profesores, compañeros, familia, amigos y alumnos. Entiendo que cada uno es como es y que no todos vivimos la película de la misma manera. De ahí las susceptibilidades y malentendidos que acaban con tantos vínculos. Sólo hay que volver un poco la vista atrás para que comiencen a llegar esos recuerdos y esas personas que pasaron de la intensidad más viva al olvido más absoluto (y también doloroso).
Lo peor de todo es que uno no sabe qué es lo que está haciendo mal porque simplemente se está comportando tal y como es. Y lo que hasta un día, hora, minuto y segundo concretos era estupendo y divertido, cual hilo invisible que se cortara, pasa a oscurecerse sin remedio. Y, peor aún, es que el roce va a seguir, que la convivencia va a continuar como si nada mientras en el interior del celoso va a crecer una visión tergiversada siempre en aumento.
Como todo esto ocurre dentro de un ámbito social, es decir, no hay dos individuos aislados en una remota isla desierta, lo que comienza a salir por la boquita del celoso, que sólo debería tener como destino el inodoro, poco a poco va calando en las mentes perezosas y ávidas de entretenimiento cual romanos en el circo.
Lo que más triste me parece es la destrucción de amistades largas, de posibles parejas y de compañeros para una vida. Es una batalla perdida. Los celos no te dejan pensar con claridad y, aunque se diga que el que más pierde es el celoso, lo cierto es que perdemos todos.
Lo recomendable es mantener la cabeza serena, no buscar ni sentir culpabilidad y, llegado un límite prudente, cortar por lo sano, que a partir de ahí comienza lo peligroso.
Por eso tenemos una sensibilidad especial y nos afectan más de la cuenta los hechos cotidianos, desde unas noticias leídas en el periódico u oídas en el Telediario, al comportamiento que con nosotros tienen los que nos rodean.
Pero hay algo que nunca he entendido y me cuesta todavía concebir: los celos. Supongo que es porque ni he sido celoso ni lo soy, ni un ápice. Esto no quita para que los haya notado hacia mí y me hayan hecho mucho daño por inesperados.
En nuestra etapa de crecimiento musical, tan terriblemente larga, nos relacionamos transversalmente, o mejor dicho, en todas direcciones: profesores, compañeros, familia, amigos y alumnos. Entiendo que cada uno es como es y que no todos vivimos la película de la misma manera. De ahí las susceptibilidades y malentendidos que acaban con tantos vínculos. Sólo hay que volver un poco la vista atrás para que comiencen a llegar esos recuerdos y esas personas que pasaron de la intensidad más viva al olvido más absoluto (y también doloroso).
Lo peor de todo es que uno no sabe qué es lo que está haciendo mal porque simplemente se está comportando tal y como es. Y lo que hasta un día, hora, minuto y segundo concretos era estupendo y divertido, cual hilo invisible que se cortara, pasa a oscurecerse sin remedio. Y, peor aún, es que el roce va a seguir, que la convivencia va a continuar como si nada mientras en el interior del celoso va a crecer una visión tergiversada siempre en aumento.
Como todo esto ocurre dentro de un ámbito social, es decir, no hay dos individuos aislados en una remota isla desierta, lo que comienza a salir por la boquita del celoso, que sólo debería tener como destino el inodoro, poco a poco va calando en las mentes perezosas y ávidas de entretenimiento cual romanos en el circo.
Lo que más triste me parece es la destrucción de amistades largas, de posibles parejas y de compañeros para una vida. Es una batalla perdida. Los celos no te dejan pensar con claridad y, aunque se diga que el que más pierde es el celoso, lo cierto es que perdemos todos.
Lo recomendable es mantener la cabeza serena, no buscar ni sentir culpabilidad y, llegado un límite prudente, cortar por lo sano, que a partir de ahí comienza lo peligroso.
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domingo, 15 de junio de 2014
Suite Francesa
"La anciana caminaba rápida y silenciosamente por la habitación. 'De nada sirve cerrar los ojos -murmuraba-. Lucile está a punto de arrojarse a los brazos de ese alemán'. (...) Cuando por fin todo dormía en la casa, hacía lo que ella llamaba 'su ronda'. En esas ocasiones no se le escapaba nada. (...) A menudo, oía las notas del piano y la voz, muy baja y muy suave, del alemán, que canturreaba o acompañaba una frase musical. Ese piano... ¿Cómo puede gustarles la música? Cada nota le martilleaba los nervios y le arrancaba un gemido. Antes que eso, prefería sus largas conversaciones, cuyo débil eco conseguía captar asomándose a la ventana, justo encima de la del despacho, que dejaban abierta durante esas hermosas noches de verano. Prefería incluso los silencios que se hacían entre ellos o la risa de Lucile (¡reír, teniendo al marido prisionero! ¡Desvergonzada, mujerzuela, alma vil!). Cualquier cosa era preferible a la música, porque sólo la música es capaz de abolir las diferencias de idioma o costumbres de dos seres humanos y tocar algo indestructible en su interior".
(Suite francesa. Irène Némirovsky. Ediciones Salamandra).
Cada vez que descubro en un libro un pasaje dedicado a la música y al piano, no dejo de sorprenderme por la variedad de definiciones y de los efectos que son capaces de llegar a producir. En este caso, me gusta la idea de pecado, no tan lejana ni ajena.
La escritora demuestra una cultura musical exquisita pues, en unas notas también publicadas, esboza la música de Beethoven que elegiría para el movimiento Adagio de esta Suite, que sería el de la Sonata opus 106, la variación XX de las Diabelli y el Benedictus de la Missa Solemnis.
Además, he descubierto a una mujer de una inteligencia absoluta. La claridad de pensamiento y la precisión con la que describe al género humano, en este caso, durante la invasión alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial, me ha quitado el sueño en no pocas ocasiones. A menudo he sonreído con admiración al leer sus soluciones a situaciones trágicas concretas, como si un Deus ex Machina un poco particular se encargara de repartir justicia. Ése que fue injusto e implacable con ella al no impedir su muerte a los treinta y nueve años de edad en el campo de exterminio nazi de Auschwitz.
"Todos sabemos que el ser humano es complejo, múltiple, contradictorio, que está lleno de sorpresas, pero hace falta una época de guerra o de grandes transformaciones para verlo. Es el espectáculo más apasionante y el más terrible del mundo. El más terrible porque es el más auténtico. Nadie puede presumir de conocer el mar sin haberlo visto en la calma y en la tempestad. Sólo conoce a los hombres y a las mujeres quien los ha visto en una época como ésta. Sólo ése se conoce a sí mismo".
Sin comentarios.
(Suite francesa. Irène Némirovsky. Ediciones Salamandra).
Cada vez que descubro en un libro un pasaje dedicado a la música y al piano, no dejo de sorprenderme por la variedad de definiciones y de los efectos que son capaces de llegar a producir. En este caso, me gusta la idea de pecado, no tan lejana ni ajena.
La escritora demuestra una cultura musical exquisita pues, en unas notas también publicadas, esboza la música de Beethoven que elegiría para el movimiento Adagio de esta Suite, que sería el de la Sonata opus 106, la variación XX de las Diabelli y el Benedictus de la Missa Solemnis.
Además, he descubierto a una mujer de una inteligencia absoluta. La claridad de pensamiento y la precisión con la que describe al género humano, en este caso, durante la invasión alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial, me ha quitado el sueño en no pocas ocasiones. A menudo he sonreído con admiración al leer sus soluciones a situaciones trágicas concretas, como si un Deus ex Machina un poco particular se encargara de repartir justicia. Ése que fue injusto e implacable con ella al no impedir su muerte a los treinta y nueve años de edad en el campo de exterminio nazi de Auschwitz.
"Todos sabemos que el ser humano es complejo, múltiple, contradictorio, que está lleno de sorpresas, pero hace falta una época de guerra o de grandes transformaciones para verlo. Es el espectáculo más apasionante y el más terrible del mundo. El más terrible porque es el más auténtico. Nadie puede presumir de conocer el mar sin haberlo visto en la calma y en la tempestad. Sólo conoce a los hombres y a las mujeres quien los ha visto en una época como ésta. Sólo ése se conoce a sí mismo".
Sin comentarios.
miércoles, 11 de junio de 2014
Notas
Creo que estaremos de acuerdo en que el uso de las calificaciones sirve para estimular al alumno, como premio si son buenas, y como revulsivo si son flojas. Al menos, eso es lo que se defiende en la pedagogía tradicional. Hace ya mucho tiempo que no califico a nadie, por lo que tengo oxidada la percepción a la hora de medir.
Me conformo con el me gusta o no, y no necesito más.
Pero sí tengo frescos en la memoria muchos recuerdos al respecto. Durante mi paso por los grado profesional y superior, se me hizo creer que la nota era lo de menos, que lo importante era tocar. Y yo me lo creí porque, en efecto, el piano al final hay que tocarlo. Eso estaría bien cuando todos los baremos del mundo funcionaran de esa manera, es decir, obviando las calificaciones, algo que todos sabemos que no ocurrirá en la vida.
Pongamos por ejemplo las famosas oposiciones, que parecen pertenecer a una era pasada como el Pleistoceno. A la hora de baremar, una milésima puede decidir que vivas junto a las praderas donde pastan las vacas lecheras o rodeado de dióxido de carbono y ruido las veinticuatro horas del día. Ahí echamos de menos no haber protestado en su día aquella nota injusta o haber pasado de puntillas por alguna asignatura teórica. Lo mismo ocurre a la hora de calcular la nota media, que queremos rascar décimas de donde ya no hay. Y todo debido a una general laxitud, ya que lo importante era ir tirando como fuera hacia delante.
Aún conservo las espinas clavadas (en un frasquito, no en el alma) de lo que yo consideraba injusticias, y es que ciertos profesores se permitían manejar su juicio con total ausencia del mismo. De ahí los números inflados si les caías bien o la rigurosidad más improcedente sin venir a cuento. Todos sabemos de lo que hablo aunque no sea políticamente correcto y absolutamente todos los docentes lo negarán ante un tribunal de la Santa Inquisición a punto de condenarlos a la hoguera.
La pena de todo este asunto, que podría no tener mayor trascendencia, es que, en la práctica, la tiene y mucha. Un compañero de fatigas, al que admiraba mucho, dejó la carrera en octavo curso al sentir todo el desprecio de un tribunal al que le fastidiaba trabajar en septiembre. Un simple aprobado para alguien sobresaliente fue demasiado difícil de asumir y digerir. Y, al revés, he visto el enfado del beneficiario por una nota demasiado alta para compensar una situación familiar difícil.
Visto desde fuera, un porcentaje altísimo de universitarios se conforma y alegra con poder aprobar sus asignaturas e ir promocionando año tras año. Nosotros no. Los pianistas somos tan soberbios que no aceptamos ni siquiera un notable. Como poco, matrícula de honor. Aunque también todos conocemos cátedras de las que emanaban dieces a mansalva frente a las que los escatimaban aun cuando el resultado objetivo era superior.
En fin, este tema da para otras entradas y para muchos comentarios. Lo que sí me gustaría concluir es que la música tiene difícil calificación e igual sería razonable ser algo más permisivos y generosos para probar si un estímulo inculcado desde la niñez funciona en positivo mejor que castigando a las distintas generaciones con el latiguillo de 'no hay nivel'.
Me conformo con el me gusta o no, y no necesito más.
Pero sí tengo frescos en la memoria muchos recuerdos al respecto. Durante mi paso por los grado profesional y superior, se me hizo creer que la nota era lo de menos, que lo importante era tocar. Y yo me lo creí porque, en efecto, el piano al final hay que tocarlo. Eso estaría bien cuando todos los baremos del mundo funcionaran de esa manera, es decir, obviando las calificaciones, algo que todos sabemos que no ocurrirá en la vida.
Pongamos por ejemplo las famosas oposiciones, que parecen pertenecer a una era pasada como el Pleistoceno. A la hora de baremar, una milésima puede decidir que vivas junto a las praderas donde pastan las vacas lecheras o rodeado de dióxido de carbono y ruido las veinticuatro horas del día. Ahí echamos de menos no haber protestado en su día aquella nota injusta o haber pasado de puntillas por alguna asignatura teórica. Lo mismo ocurre a la hora de calcular la nota media, que queremos rascar décimas de donde ya no hay. Y todo debido a una general laxitud, ya que lo importante era ir tirando como fuera hacia delante.
Aún conservo las espinas clavadas (en un frasquito, no en el alma) de lo que yo consideraba injusticias, y es que ciertos profesores se permitían manejar su juicio con total ausencia del mismo. De ahí los números inflados si les caías bien o la rigurosidad más improcedente sin venir a cuento. Todos sabemos de lo que hablo aunque no sea políticamente correcto y absolutamente todos los docentes lo negarán ante un tribunal de la Santa Inquisición a punto de condenarlos a la hoguera.
La pena de todo este asunto, que podría no tener mayor trascendencia, es que, en la práctica, la tiene y mucha. Un compañero de fatigas, al que admiraba mucho, dejó la carrera en octavo curso al sentir todo el desprecio de un tribunal al que le fastidiaba trabajar en septiembre. Un simple aprobado para alguien sobresaliente fue demasiado difícil de asumir y digerir. Y, al revés, he visto el enfado del beneficiario por una nota demasiado alta para compensar una situación familiar difícil.
Visto desde fuera, un porcentaje altísimo de universitarios se conforma y alegra con poder aprobar sus asignaturas e ir promocionando año tras año. Nosotros no. Los pianistas somos tan soberbios que no aceptamos ni siquiera un notable. Como poco, matrícula de honor. Aunque también todos conocemos cátedras de las que emanaban dieces a mansalva frente a las que los escatimaban aun cuando el resultado objetivo era superior.
En fin, este tema da para otras entradas y para muchos comentarios. Lo que sí me gustaría concluir es que la música tiene difícil calificación e igual sería razonable ser algo más permisivos y generosos para probar si un estímulo inculcado desde la niñez funciona en positivo mejor que castigando a las distintas generaciones con el latiguillo de 'no hay nivel'.
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domingo, 8 de junio de 2014
Estricto
Riguroso, ajustado exactamente a la norma o a la ley, sin admitir excepciones ni concesiones. (Diccionario de la lengua española. Espasa Calpe).
Que no digo yo que no haya que ser estrictos a la hora de afrontar los retos, resolver problemas o comportarnos en cualquier momento. Lo que ocurre es que, si no aflojamos alguna vez, aunque sea un poquito, y admitimos alguna excepción o realizamos alguna concesión, igual creamos una tensión que aumentará exponencialmente hasta que se produzca un estallido superior en magnitud a la fisión nuclear, que ya es decir.
Llevo un tiempo observando una actitud demasiado estricta en una niña de ocho o nueve años, que acata inmediatamente y de forma literal cualquier orden, consejo o sugerencia que se le da al grupo, en este caso, un coro infantil. Mientras los compañeros van llegando y hasta que comienza el ensayo, ella adopta su posición de inicio y se queda clavada cual estatua, que es lo que deberían hacer todos una vez que se les requiere la atención.
Yo la observo en su rigidez e intento imaginar lo que pasa por su cabecita. Supongo que será una mezcla de satisfacción por cumplir estrictamente con su obligación y una turbación cercana al enfado porque sus compañeros ríen y chillan antes de que suene la campana.
El problema que comienzo a ver es que la incomodidad va ganando al disfrute, en esa batalla interior en la que el prisma quizás esté excesivamente enfocado y no admita ni una milésima de dioptría.
Y es posible, quizás un futurible demasiado pesimista, que teniendo cualidades y ganas de superación, abandone el grupo por llegar a sentirse aislada e incomprendida. Ojalá me equivoque.
En demasiadas ocasiones los pianistas, alumnos, profesores, aficionados y profesionales, usamos una vara de medir demasiado rígida, lo que, imperceptiblemente, va creando una pátina de desánimo y de frustración que debería ser incompatible con el esfuerzo realizado, pero que va calando y haciendo mella. En vez de mirar adelante con cierto optimismo, cada mota de polvo se convierte en roca, lo que hace que el camino sea impracticable.
Como siempre, hago hincapié en la educación. Si esta niña no recibe la información adecuada y es informada de que por relajarse de vez en cuando, o incluso siempre, no va a perder calidad, ni la opinión que de ella se tenga (que de eso hay mucho) va a verse mermada, es muy posible que, habiendo logrado cumplir sus objetivos gracias a su constancia y esfuerzo, nunca llegue a disfrutarlos.
Por eso, cuando los jóvenes pianistas que muestran este comportamiento no reciben los consejos precisos, ya que gracias a ser extremos son dignos de ser mostrados cual reclamo publicitario, van de cabeza sin remisión a la soledad y a la tristeza. Cuando el tiempo haya pasado y comprueben que en su infancia y en su juventud no tuvieron la parte divertida e inconsciente, con la ausencia de responsabilidad que es lo que nos hace añorarlas ya adultos, comenzarán las preguntas sin respuesta que tanto daño hacen.
Creo que esto también es educar.
P.S.: No puedo dejar de enlazar a la página de EDUCO. Ni a la entrada que escribí a principios de curso. Ojalá los malditos bastardos que gobiernan se pareciesen un poco a los de Tarantino.
Que no digo yo que no haya que ser estrictos a la hora de afrontar los retos, resolver problemas o comportarnos en cualquier momento. Lo que ocurre es que, si no aflojamos alguna vez, aunque sea un poquito, y admitimos alguna excepción o realizamos alguna concesión, igual creamos una tensión que aumentará exponencialmente hasta que se produzca un estallido superior en magnitud a la fisión nuclear, que ya es decir.
Llevo un tiempo observando una actitud demasiado estricta en una niña de ocho o nueve años, que acata inmediatamente y de forma literal cualquier orden, consejo o sugerencia que se le da al grupo, en este caso, un coro infantil. Mientras los compañeros van llegando y hasta que comienza el ensayo, ella adopta su posición de inicio y se queda clavada cual estatua, que es lo que deberían hacer todos una vez que se les requiere la atención.
Yo la observo en su rigidez e intento imaginar lo que pasa por su cabecita. Supongo que será una mezcla de satisfacción por cumplir estrictamente con su obligación y una turbación cercana al enfado porque sus compañeros ríen y chillan antes de que suene la campana.
El problema que comienzo a ver es que la incomodidad va ganando al disfrute, en esa batalla interior en la que el prisma quizás esté excesivamente enfocado y no admita ni una milésima de dioptría.
Y es posible, quizás un futurible demasiado pesimista, que teniendo cualidades y ganas de superación, abandone el grupo por llegar a sentirse aislada e incomprendida. Ojalá me equivoque.
En demasiadas ocasiones los pianistas, alumnos, profesores, aficionados y profesionales, usamos una vara de medir demasiado rígida, lo que, imperceptiblemente, va creando una pátina de desánimo y de frustración que debería ser incompatible con el esfuerzo realizado, pero que va calando y haciendo mella. En vez de mirar adelante con cierto optimismo, cada mota de polvo se convierte en roca, lo que hace que el camino sea impracticable.
Como siempre, hago hincapié en la educación. Si esta niña no recibe la información adecuada y es informada de que por relajarse de vez en cuando, o incluso siempre, no va a perder calidad, ni la opinión que de ella se tenga (que de eso hay mucho) va a verse mermada, es muy posible que, habiendo logrado cumplir sus objetivos gracias a su constancia y esfuerzo, nunca llegue a disfrutarlos.
Por eso, cuando los jóvenes pianistas que muestran este comportamiento no reciben los consejos precisos, ya que gracias a ser extremos son dignos de ser mostrados cual reclamo publicitario, van de cabeza sin remisión a la soledad y a la tristeza. Cuando el tiempo haya pasado y comprueben que en su infancia y en su juventud no tuvieron la parte divertida e inconsciente, con la ausencia de responsabilidad que es lo que nos hace añorarlas ya adultos, comenzarán las preguntas sin respuesta que tanto daño hacen.
Creo que esto también es educar.
P.S.: No puedo dejar de enlazar a la página de EDUCO. Ni a la entrada que escribí a principios de curso. Ojalá los malditos bastardos que gobiernan se pareciesen un poco a los de Tarantino.
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miércoles, 4 de junio de 2014
Esperanza
A pesar de la velocidad con la que pasan los días y los meses, no digo ya los años, no dejará de asombrarme la comprobación del ciclo de la vida. Ahora lo tengo muy fácil por vivir en el campo, que en las ciudades a lo más que podemos aspirar es a esperar el fin de unas obras o a la remodelación por enésima vez de las aceras.
En plan humilde, puedo mirar cómo cada año las macetas que conviven con nosotros pasan de una absoluta aridez (no me atrevo a decir muerte) al esplendor y frondosidad de sus verdes. Da igual que yo pierda la esperanza porque, el día que menos lo espero, brota tímida una hojita, avanzadilla de las cientos de hermanas que se irán sucediendo.
Así que, no sé si podré describir lo que ocurre en las cientos de hectáreas que me rodean. Año tras año, he paseado por los caminos que separan las fincas y he comprobado, antes que nada, lo que supone el trabajo de la tierra. Cuando nos ponemos muy pesados en la frutería eligiendo cada pieza por su presencia, nos olvidamos que los céntimos que pagamos no cubren tanto sudor, incomodidad e inseguridad. Si nuestra cómoda banqueta de estudio nos produce leves molestias en la espalda, pensad en la postura de recolección de hombres y mujeres de todas las edades.
Cada vez me es más fácil reconocer los sembrados, de amplios surcos en la tierra arcillosa. Tengo que adivinar lo que ha pensado el agricultor pues las semillas van cambiando para no agotar el suelo. Lo que antes fueron girasoles, pueden ser trigales y más tarde algodonales. Cuando tras el verano, que ya prácticamente está todo recogido, contemplo las vastas extensiones en aparente barbecho, pasan las estaciones acostumbrando mi vista a un paisaje concreto, liso y sin explicación.
Entonces, igual que sucedía en las macetas, minúsculos brotes comienzan a colorear los marrones, cual alfombra de verde prometedor. Día a día las manchas crecen, modificando el paisaje lunar. Aunque sea a distintas velocidades, los caminos se van poblando de hierbas y flores silvestres, mientras el campo define cada parcela según el fruto que vaya a dar.
Hace ya unas semanas que el trigo verde (tan lorquiano) amarillea y ha dado paso a los girasoles, que gritan y giran hacia el sol. Me gusta contemplar aquellos que son aventajados y, en medio de millones de hojas, despliegan sus pétalos que destacan en solitario. A los pocos días, van entreabriéndose hasta formar un paisaje tan hipnótico como bello.
Y así con las vides llenas de hojas y racimos de pequeños frutos, que necesitarán del verano para engordar hasta la vendimia de septiembre.
Y no sé por qué, siempre comparo estos ciclos con el estudio del piano. Será porque, cada vez que comenzamos una obra nueva, no tenemos la certeza de qué engendrará nuestro constante y callado esfuerzo. Pero tengo la seguridad de que, cada uno a su ritmo, podrá contemplar el florecimiento de la nueva música y disfrutará contemplando la recogida del fruto.
Y así, una y otra vez, toda la vida vivida.
En plan humilde, puedo mirar cómo cada año las macetas que conviven con nosotros pasan de una absoluta aridez (no me atrevo a decir muerte) al esplendor y frondosidad de sus verdes. Da igual que yo pierda la esperanza porque, el día que menos lo espero, brota tímida una hojita, avanzadilla de las cientos de hermanas que se irán sucediendo.
Así que, no sé si podré describir lo que ocurre en las cientos de hectáreas que me rodean. Año tras año, he paseado por los caminos que separan las fincas y he comprobado, antes que nada, lo que supone el trabajo de la tierra. Cuando nos ponemos muy pesados en la frutería eligiendo cada pieza por su presencia, nos olvidamos que los céntimos que pagamos no cubren tanto sudor, incomodidad e inseguridad. Si nuestra cómoda banqueta de estudio nos produce leves molestias en la espalda, pensad en la postura de recolección de hombres y mujeres de todas las edades.
Cada vez me es más fácil reconocer los sembrados, de amplios surcos en la tierra arcillosa. Tengo que adivinar lo que ha pensado el agricultor pues las semillas van cambiando para no agotar el suelo. Lo que antes fueron girasoles, pueden ser trigales y más tarde algodonales. Cuando tras el verano, que ya prácticamente está todo recogido, contemplo las vastas extensiones en aparente barbecho, pasan las estaciones acostumbrando mi vista a un paisaje concreto, liso y sin explicación.
Entonces, igual que sucedía en las macetas, minúsculos brotes comienzan a colorear los marrones, cual alfombra de verde prometedor. Día a día las manchas crecen, modificando el paisaje lunar. Aunque sea a distintas velocidades, los caminos se van poblando de hierbas y flores silvestres, mientras el campo define cada parcela según el fruto que vaya a dar.
Hace ya unas semanas que el trigo verde (tan lorquiano) amarillea y ha dado paso a los girasoles, que gritan y giran hacia el sol. Me gusta contemplar aquellos que son aventajados y, en medio de millones de hojas, despliegan sus pétalos que destacan en solitario. A los pocos días, van entreabriéndose hasta formar un paisaje tan hipnótico como bello.
Y así con las vides llenas de hojas y racimos de pequeños frutos, que necesitarán del verano para engordar hasta la vendimia de septiembre.
Y no sé por qué, siempre comparo estos ciclos con el estudio del piano. Será porque, cada vez que comenzamos una obra nueva, no tenemos la certeza de qué engendrará nuestro constante y callado esfuerzo. Pero tengo la seguridad de que, cada uno a su ritmo, podrá contemplar el florecimiento de la nueva música y disfrutará contemplando la recogida del fruto.
Y así, una y otra vez, toda la vida vivida.
domingo, 1 de junio de 2014
Matrícula gratuita
A lo largo de mi larga carrera como estudiante, tanto mis padres como yo mismo pasamos por distintas etapas: primero el conservatorio de Jerez, que no era público y se mantenía con las tasas (ahora no recuerdo si eran mensuales o anuales, que era yo muy chico); y luego el de Sevilla, público pero con pago de matrícula de cada asignatura, excepto cuando mis calificaciones me eximían de ellas o eran cubiertas por la beca. Hasta ahí, poco que objetar ya que, en honor a la verdad, no eran exageradas.
El caso que quiero contar viene un poco después, cuando comencé a dar clases en este último conservatorio. Recuerdo nítidamente cómo el equipo directivo y varios catedráticos (los de antes sí que imponían), en un claustro especial, expusieron la necesidad de incrementar considerablemente la cuantía de las matrículas con un fin claro: frenar la avalancha de alumnos que se estaba acercando al centro. Tal como suena y tal como lo escribo.
Aquello rechinó en mis aún puros tímpanos, que estaba uno todavía rompiendo el cascarón, ya que yo siempre creí que los profesores querían que hubiera muchos alumnos para garantizar el futuro de la enseñanza y, cómo no, de la música. Nuestra profesión era tan minoritaria que había asignaturas que recibí de manera unitaria, y no quiero decir solo en la clase, sino que era el único alumno matriculado.
Recuerdo también la vehemencia de un profesor en concreto, quien se quejaba de que, si la cosa seguía en aumento, se corría el riesgo de convertir el conservatorio en guardería. Y yo, dale que te pego, seguía pensando que qué más daba, que sería cuestión de enseñarles música, que para eso estábamos allí, y que sería como en Rusia, que los niños por miles inundarían las casas de pianos, violines, flautas y voces, para disfrute de las familias y, en un plazo razonable, de una sociedad que llevaba con demasiado retraso este asunto con respecto a otros países.
Supongo que esto sólo se explica por mi ingenuidad. Casi el claustro al completo aplaudió la medida y, a partir del curso siguiente, el precio que había que pagar por matricularse en el conservatorio se disparó, lo que se tradujo en una desbandada masiva.
Ahora ya me estoy perdiendo porque me canso de leer noticias sobre el carterista de Educación y Cultura (o sea, el ministro que lleva las carteras, que dicho de la otra manera puede sonar un poco mal). De nuevo parece que se quieren desviar los dineros públicos para donde sea menos para un destino que, por ley, debería ser sagrado e intocable por nadie. Es muy fácil, desde su privilegiada posición, pregonar que, si de verdad se desea, las familias sacarán los medios de cualquier sitio, cuando todos sabemos que no es nada fácil cuando no imposible. Y estoy harto de oír que el que valga siempre tendrá garantizada la educación. Pero, qué pasa si el que no vale lo es de manera muy transitoria y sólo necesita un poco de adaptación. Lo digo no por nada, sino porque mis dos primeros años en Sevilla fueron de tortura continuada, de desánimo constante y de consejos de portera (o sea, vete por donde has venido), y mira tú a lo que me dedico.
Me da pena pensar que tantos años de bonanza y de avance en las ideas se están echando a perder a la velocidad de la luz, pero también me da mucha más, incluso rabia, recordar y concluir que la culpa, como casi siempre, no es de uno sólo y no es cuestión de clases, sino que 'entre todos la mataron y ella sola se murió'.
El caso que quiero contar viene un poco después, cuando comencé a dar clases en este último conservatorio. Recuerdo nítidamente cómo el equipo directivo y varios catedráticos (los de antes sí que imponían), en un claustro especial, expusieron la necesidad de incrementar considerablemente la cuantía de las matrículas con un fin claro: frenar la avalancha de alumnos que se estaba acercando al centro. Tal como suena y tal como lo escribo.
Aquello rechinó en mis aún puros tímpanos, que estaba uno todavía rompiendo el cascarón, ya que yo siempre creí que los profesores querían que hubiera muchos alumnos para garantizar el futuro de la enseñanza y, cómo no, de la música. Nuestra profesión era tan minoritaria que había asignaturas que recibí de manera unitaria, y no quiero decir solo en la clase, sino que era el único alumno matriculado.
Recuerdo también la vehemencia de un profesor en concreto, quien se quejaba de que, si la cosa seguía en aumento, se corría el riesgo de convertir el conservatorio en guardería. Y yo, dale que te pego, seguía pensando que qué más daba, que sería cuestión de enseñarles música, que para eso estábamos allí, y que sería como en Rusia, que los niños por miles inundarían las casas de pianos, violines, flautas y voces, para disfrute de las familias y, en un plazo razonable, de una sociedad que llevaba con demasiado retraso este asunto con respecto a otros países.
Supongo que esto sólo se explica por mi ingenuidad. Casi el claustro al completo aplaudió la medida y, a partir del curso siguiente, el precio que había que pagar por matricularse en el conservatorio se disparó, lo que se tradujo en una desbandada masiva.
Ahora ya me estoy perdiendo porque me canso de leer noticias sobre el carterista de Educación y Cultura (o sea, el ministro que lleva las carteras, que dicho de la otra manera puede sonar un poco mal). De nuevo parece que se quieren desviar los dineros públicos para donde sea menos para un destino que, por ley, debería ser sagrado e intocable por nadie. Es muy fácil, desde su privilegiada posición, pregonar que, si de verdad se desea, las familias sacarán los medios de cualquier sitio, cuando todos sabemos que no es nada fácil cuando no imposible. Y estoy harto de oír que el que valga siempre tendrá garantizada la educación. Pero, qué pasa si el que no vale lo es de manera muy transitoria y sólo necesita un poco de adaptación. Lo digo no por nada, sino porque mis dos primeros años en Sevilla fueron de tortura continuada, de desánimo constante y de consejos de portera (o sea, vete por donde has venido), y mira tú a lo que me dedico.
Me da pena pensar que tantos años de bonanza y de avance en las ideas se están echando a perder a la velocidad de la luz, pero también me da mucha más, incluso rabia, recordar y concluir que la culpa, como casi siempre, no es de uno sólo y no es cuestión de clases, sino que 'entre todos la mataron y ella sola se murió'.
miércoles, 28 de mayo de 2014
Tesón
Desde muy pequeño entendí que, hiciera lo que hiciera, lo haría de manera constante, a base de empeño y, sobre todo, tesón. Parece que puede resultar fácil pero os puedo asegurar que no siempre se está a gusto teniendo que anteponer la obligación a todo lo demás.
Es muy probable que el carácter marque definitivamente la forma que tenemos de enfrentarnos a la vida, empeñada en ponernos a prueba constantemente. La suma cotidiana de nuestras reacciones son las que van a marcar el resultado o, si no, las que van a explicar el que nos encontremos en un punto o en otro.
Cuando comencé a escribir este blog no sabía a dónde me iba a llevar. Simplemente dejé que las ideas fuesen fluyendo sin ser especialmente cauto ni poner demasiadas trabas, es decir, sin autocensurarme salvo en un mínimo de sentido común. Es muy fácil que se nos caliente la lengua (o el teclado) y despellejar a todo ser vivo con el que no estemos de acuerdo. Yo he preferido moderarme en este aspecto para que las ideas que muestro estén claras y no contaminadas por el estado de ánimo enardecido que a veces no podemos remediar.
Así, tacita a tacita, me encuentro con que esta entrada supone la número 250 (doscientas cincuenta, una a una). Ni yo me lo creo, no porque dudara de mi cabezonería, sino por poder dar contenido a cada una de ellas.
En el fondo, el primer beneficiario he sido yo. Quizás, de manera inconsciente, he ido recordando y analizando distintas etapas de mi vida para que me reforzaran sólidamente de cara al futuro. Y digo inconsciente porque el compartirlo para que pudiera servir de estímulo, de salvaguarda o de prevención, sí lo he hecho totalmente consciente. Al final, las experiencias por las que tenemos que pasar son muy similares y, si puedo dejar alguna nota para el que venga detrás que le pueda ayudar, creo que no está mal en esta vorágine de sálvese quien pueda.
He de decir que me han ayudado mucho los comentarios y correos recibidos, tanto que en muchas ocasiones me he emocionado de verdad (y sobre todo, el modelo que a diario me demuestra lo que es tener una voluntad de hierro). No dudo que, si pudiésemos sentar unas bases claras en torno a la enseñanza y desarrollo de la carrera pianística, todo sería mucho más placentero y eliminaríamos tanto sufrimiento estéril. Igual algún día, quién sabe. Sobre todo, educar en la ausencia de miedo inculcando una absoluta seguridad.
En fin, a ver si en las próximas 250 entradas sacamos algunas cosillas más en claro y conseguimos que los pianistas seamos una plaga indestructible.
Gracias.
Es muy probable que el carácter marque definitivamente la forma que tenemos de enfrentarnos a la vida, empeñada en ponernos a prueba constantemente. La suma cotidiana de nuestras reacciones son las que van a marcar el resultado o, si no, las que van a explicar el que nos encontremos en un punto o en otro.
Cuando comencé a escribir este blog no sabía a dónde me iba a llevar. Simplemente dejé que las ideas fuesen fluyendo sin ser especialmente cauto ni poner demasiadas trabas, es decir, sin autocensurarme salvo en un mínimo de sentido común. Es muy fácil que se nos caliente la lengua (o el teclado) y despellejar a todo ser vivo con el que no estemos de acuerdo. Yo he preferido moderarme en este aspecto para que las ideas que muestro estén claras y no contaminadas por el estado de ánimo enardecido que a veces no podemos remediar.
Así, tacita a tacita, me encuentro con que esta entrada supone la número 250 (doscientas cincuenta, una a una). Ni yo me lo creo, no porque dudara de mi cabezonería, sino por poder dar contenido a cada una de ellas.
En el fondo, el primer beneficiario he sido yo. Quizás, de manera inconsciente, he ido recordando y analizando distintas etapas de mi vida para que me reforzaran sólidamente de cara al futuro. Y digo inconsciente porque el compartirlo para que pudiera servir de estímulo, de salvaguarda o de prevención, sí lo he hecho totalmente consciente. Al final, las experiencias por las que tenemos que pasar son muy similares y, si puedo dejar alguna nota para el que venga detrás que le pueda ayudar, creo que no está mal en esta vorágine de sálvese quien pueda.
He de decir que me han ayudado mucho los comentarios y correos recibidos, tanto que en muchas ocasiones me he emocionado de verdad (y sobre todo, el modelo que a diario me demuestra lo que es tener una voluntad de hierro). No dudo que, si pudiésemos sentar unas bases claras en torno a la enseñanza y desarrollo de la carrera pianística, todo sería mucho más placentero y eliminaríamos tanto sufrimiento estéril. Igual algún día, quién sabe. Sobre todo, educar en la ausencia de miedo inculcando una absoluta seguridad.
En fin, a ver si en las próximas 250 entradas sacamos algunas cosillas más en claro y conseguimos que los pianistas seamos una plaga indestructible.
Gracias.
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domingo, 25 de mayo de 2014
Errores
Las musas me han vuelto a soplar una frase que puede aplicarse a buena parte de nuestra vida. Pertenece al modisto y diseñador Charles James y la tenía colgada en lugar bien visible en su taller de costura: No me importa que cometáis errores pero, por favor, que sean errores nuevos.
Me parece una frase espectacular viniendo de un creador considerado por muchos el más sobresaliente del siglo XX y que hizo de la perfección su bandera. Es toda una declaración de principios porque está dispuesto a admitir que somos falibles. Lo que quizás ya no sea de recibo es una actitud más bien pasota, que considere el 'qué más da' como algo positivo en detrimento del esfuerzo y la consecución del objetivo.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue la queja sempiterna de muchos profesores, por no decir todos, con respecto a los alumnos a los que hay que repetir las mismas correcciones una y mil veces. Todos sabemos de lo que hablo: que si el pedal se usa así, que si las manos no deben caer hacia los lados, que no hundas los nudillos, que no aporrees las teclas, que estudies..., y muchos latiguillos más que retumbarán de por vida en los conservatorios del mundo.
Evidentemente, buena parte del cansancio de los docentes viene de esta práctica repetitiva que hace imposible el más mínimo avance. Si no se encuentra en el alumno un interés, demostrado en la corrección más o menos inmediata de dichos errores advertidos, a base de trabajo y estudio, que no hay otro sistema, es lógico que la vez número veintisiete que haya que repetirlo te entren ganas de mandarlo a hacer puñetas (incluso en la veintiséis). De ahí lo estimulantes que son aquellos que vienen a cada clase con el programa mejorado y corregido.
En el sentido inverso, también podríamos decir que hay profesores que, demostrada su incapacidad de sacar alumnos medianamente preparados, y que se dedican a suspender a diestro y siniestro como única táctica pedagógica, igual deberían pararse en seco y admitir su error. Si el sistema usado en clase no llega (dando por hecho que exista ese sistema), habría que reconducir los consejos y los hábitos para que los alumnos se sintiesen estimulados y tuviesen ganas de trabajar. Creo que me explico y que no necesito extenderme más.
En los dos casos tenemos que añadir que hablamos de una enseñanza y una profesión elegidas voluntariamente y, casi siempre, vocacionales, por lo que no parece tener cabida la indolencia sin afán de superación.
Así que, para no ser reiterativo, os recomiendo releer la frase y analizarla brevemente. Seguro que sacamos algo positivo.
P.S.: De paso, echad un vistazo a los diseños creados por Charles James. Puro arte.
Me parece una frase espectacular viniendo de un creador considerado por muchos el más sobresaliente del siglo XX y que hizo de la perfección su bandera. Es toda una declaración de principios porque está dispuesto a admitir que somos falibles. Lo que quizás ya no sea de recibo es una actitud más bien pasota, que considere el 'qué más da' como algo positivo en detrimento del esfuerzo y la consecución del objetivo.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue la queja sempiterna de muchos profesores, por no decir todos, con respecto a los alumnos a los que hay que repetir las mismas correcciones una y mil veces. Todos sabemos de lo que hablo: que si el pedal se usa así, que si las manos no deben caer hacia los lados, que no hundas los nudillos, que no aporrees las teclas, que estudies..., y muchos latiguillos más que retumbarán de por vida en los conservatorios del mundo.
Evidentemente, buena parte del cansancio de los docentes viene de esta práctica repetitiva que hace imposible el más mínimo avance. Si no se encuentra en el alumno un interés, demostrado en la corrección más o menos inmediata de dichos errores advertidos, a base de trabajo y estudio, que no hay otro sistema, es lógico que la vez número veintisiete que haya que repetirlo te entren ganas de mandarlo a hacer puñetas (incluso en la veintiséis). De ahí lo estimulantes que son aquellos que vienen a cada clase con el programa mejorado y corregido.
En el sentido inverso, también podríamos decir que hay profesores que, demostrada su incapacidad de sacar alumnos medianamente preparados, y que se dedican a suspender a diestro y siniestro como única táctica pedagógica, igual deberían pararse en seco y admitir su error. Si el sistema usado en clase no llega (dando por hecho que exista ese sistema), habría que reconducir los consejos y los hábitos para que los alumnos se sintiesen estimulados y tuviesen ganas de trabajar. Creo que me explico y que no necesito extenderme más.
En los dos casos tenemos que añadir que hablamos de una enseñanza y una profesión elegidas voluntariamente y, casi siempre, vocacionales, por lo que no parece tener cabida la indolencia sin afán de superación.
Así que, para no ser reiterativo, os recomiendo releer la frase y analizarla brevemente. Seguro que sacamos algo positivo.
P.S.: De paso, echad un vistazo a los diseños creados por Charles James. Puro arte.
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