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domingo, 26 de mayo de 2013

Ritual

Que tocar el piano es difícil no hace falta que lo repita, lo sabemos todos. Y que tocarlo en público lo es bastante más está demostrado ante notario. Me consuela pensar que hasta los más grandes pianistas tienen su 'momento' antes de cada actuación, ese ratito en el que la suerte está echada y se disparan los mecanismos cerebrales dando paso a determinados fantasmas y temores.
Pienso que no todos los pensamientos surgen de la negatividad. Al contrario, estando seguros de lo que se va a hacer, surge la responsabilidad, inherente a cualquier profesional serio que tiene que actuar en directo y sólo desea ser capaz de dar lo mejor de sí mismo. O sea, gustar y gustarse.
Para rellenar esos largos minutos de espera y lograr mantener el control cada uno desarrolla su rutina, la mayoría de las veces inconscientemente, convirtiendo determinados gestos y actos en lo que podríamos llamar ritual.
Yo he tenido distintas costumbres que no han llegado a condicionarme, desde repasar las partituras, caminar arriba y abajo tras el telón para aclimatarme, observar la llegada del público o colocarme una y otra vez la pajarita. Lo que sí advertí que me convenía más era una charla intranscendente que acortara la espera de manera agradable (tampoco quería una discusión para arreglar el mundo). También, durante muchos años, llevé en un bolsillo interior un pequeño 'chinito de la suerte' que mi hija me regaló advirtiéndome de mi fracaso si llegaba a extraviarlo. Como no creo en supersticiones, me servía para acordarme de ella si hacía el viaje solo. Y me reía cada vez que lo hacía pensando en la figurada maldición. Aunque ya no lo llevo encima, sigue acompañándome dentro de la bolsa de viaje (nunca se sabe).
Me puse a repasar curiosidades que había visto y oído, y concluí que soy de los más cuerdos que conozco. De Lazar Berman contaban que necesitaba hablar por teléfono con su madre antes de salir al escenario para animarse a hacerlo. Martha Argerich, según dicen las malas lenguas, situaba a su amante entre bastidores para tenerlo al alcance de la vista y así inspirarse (no creo que fuera por temor, sino más bien para no aburrirse). Richter ya vimos que tenía sus necesidades escénicas del tipo lámpara de pie como toda iluminación o medir exactamente la altura y distancia de la banqueta con respecto al piano. Zimerman gasta el tiempo preparando y retocando el teclado hasta dejarlo a su gusto. De Rubinstein circulan infinidad de anécdotas, incluidas las de hacer el amor para relajarse, aunque parece que el que se lleva la palma en este asunto es, sin ser pianista, Frank Sinatra (vaya pandilla tenía).
Alguno que otro realizaba su ritual con unos cuantos cubitos de hielo tintineando en el vaso. O degustando un banquete para coger fuerzas antes de gastarlas. O, por el contrario, ayunando para que nada pusiese en peligro el aparato digestivo (imagino los gruñidos del estómago vacío).
No quiero hacer burla sobre la preparación de las manos: desde el uso de calentadores, el lavado reiterado, el secado continuo en toallas de felpa, el estricto corte de uñas y el estiramiento cual piernas de bailarín, hasta el frotamiento con un plátano para conseguir que los dedos no se resbalaran en el teclado (!!!).
También está el camino corto para relajarse en forma de pastilla, o cigarrito de la risa (hay que ser correctos). Incluso un buen amigo me contaba que necesitaba establecer un circuito de energía en su cuerpo a base de imanes colocados estratégicamente tras permanecer sumergido en la bañera casi dos horas. Muy frecuente también es realizar ejercicios de respiración para favorecer el autocontrol.
En fin, muchas maneras de acumular el valor suficiente o, más sencillo, de no pensar demasiado antes del concierto (una buena siesta tiene pros y contras, pero no es mala idea para desconectar). Lo importante es confiar en nosotros mismos y no pensar que por nuestra actuación se puede acabar el mundo o cualquier tipo de vida conocida.
Mejor disfrutar. 

P.S.: Me ha dejado impresionado la foto que ha usado CyberPax en su blog para anunciar las audiciones de Sexto curso. Sin comentarios.

domingo, 24 de febrero de 2013

Relatividad

No tengo la más mínima duda: el paso del tiempo convierte todo en relativo. Cambia la perspectiva y también puede cambiar nuestra actitud ante un mismo hecho. Por eso hablamos a menudo de cómo el fervor juvenil se va atenuando con la edad. De todo hay, también los que ni tienen energía siendo jóvenes y los que andan en busca del tiempo perdido, que nunca es tarde.
Cada vez que recojo una obra, o releo para pasar el rato, me vienen a la memoria todos y cada uno de los detalles del proceso de estudio y de la posterior puesta en escena, si llegué a tocarla en público (no todo lo que he estudiado ha acabado saliendo de mi coto privado). Y uno de los aspectos que más me hace sonreír, con una extraña mueca, es la velocidad, el tempo adecuado.
No sé si mi experiencia es común, pero seguro que hay algún tarado más por ahí suelto en busca de respuestas o de similitudes a las que agarrarse para no perderse. Ya 'todos sabemos' que el primer contacto con una obra debe ser inmaculado, sin influencias externas, sin audiciones deformantes... Sólo la partitura y una mente limpia. A continuación aclararé que, al contrario de lo que sucede en la justicia ordinaria, el conocimiento de la ley no impide que 'no' la cumplamos. Que dé un paso al frente el que disfrute sentándose en una mesa, lápiz en mano (negro o de dos colores, rojo y azul) y pueda pasar horas o días sin probar en el piano de qué va aquello.
A lo que voy: al principio, el tiempo con el que tocamos/leemos la obra en cuestión siempre nos parece lento, sobre todo en los pasajes más farragosos. Las partes más asequibles son asimiladas enseguida y omitidas en beneficio del machaqueo demoledor de saltos, acordes complejos, graves y agudos delatores, cadencias endiabladas, notas dobles, y toda esa cantidad de regalos envenenados que los compositores nos dejaron a los sufridos pianistas.
La paciencia con la que el santo Job nos bendice a diario nos lleva a 'coger con alfileres' la pieza que nos acapara. A partir de ahora, nos obcecamos en coger velocidad, cuanta más mejor. Casualmente nos ha llegado a las manos una versión de tal o cual pianista que reduce la duración de nuestro engendro a casi la mitad, porque él o ella (la nunca suficientemente admirada Martha Argerich, por ejemplo) sí pueden. Y ahí estamos nosotros, pobres diablos, entrando al trapo como pardillos.
Conforme vamos sustituyendo la bufanda por las camisetas, aquello que nos parecía una montaña se ha convertido en un valle. ¡Qué grandes somos! Ahora resulta que nadie sabe cómo tocar esta maravilla en condiciones, sólo nosotros. Si es que deberíamos estar por el mundo dando lecciones magistrales y llenando auditorios, a ver si se enteran.
Pero, ¿y la velocidad? ¿Cuál es? ¿Acaso ahora nos preocupa? Por obra y gracia del Creador nuestro cerebro y nuestros dedos están en posesión de la verdad absoluta y aquello fluye de la única manera posible. Hasta que un día, involuntariamente, nos escuchamos en una grabación en directo y percibimos una leve discrepancia entre lo que estamos oyendo y lo que creíamos haber hecho. Ya tenemos otra preocupación más que añadir al concierto, el control del tiempo. Sería el teclado, que era de mantequilla, serían los nervios, que todo lo distorsionan, sería el frío, que me dejó las manos agarrotadas... Excusas y más excusas.
Años después, al retomar, la visión ha tomado perspectiva. Ya no queremos impresionar a nadie con el más difícil todavía (aunque los hay que siguen empeñados). Sólo nos interesa la verdad, servir con honestidad al compositor y a su obra admirada, intentar situarnos en su época, en su circunstancia y, en última instancia, abandonarnos al más grande deleite en la interpretación, en la música pura. No hacía falta correr, era todo más sencillo, sólo hacía falta esperar el tiempo adecuado para que las turbulencias se aplacaran y las aguas recuperaran su transparencia. Ahora sí, ahora es sólo música... y de la buena.