La luz de la tarde se colaba dorada por la ventana, iluminando la partitura. Pocos momentos hay más mágicos en el día. Tras haber pasado la mañana entre mil asuntos y sintiendo que me faltaba algo, me senté al piano para comenzar a desmenuzar nuevamente una obra hace mucho aprendida: el opus 118 de Brahms.
Sin darme cuenta, perdí la noción del tiempo, incluso la del espacio. Las notas me iban atrapando y mi cabeza se iba cerrando al mundo exterior para abrirse a otro universo. No sé si puedo describir con palabras esta especie de traslación.
A la vez iban acudiendo toda esa cantidad de recuerdos de tantos años (comencé a estudiarla a los catorce años, en 1975). Desde las clases a los conciertos, desde las audiciones a los concursos. Y presidiendo mi estudio, el magnífico retrato del compositor amado. Cada una de las seis piezas con su carácter, con su historia, con su dificultad, con su pasado. Y las manos a lo suyo, intentando limpiar las telarañas.
Pero había algo más. Sin apenas esperarla, apareció como un enorme regalo: era la felicidad. Desaparecieron todos los ruidos mundanos. Sólo tenía ojos y oídos para Brahms. Y consciencia plena. Su música iba llenándome cada vez más. Lo que yo pienso que él imaginó estaba ahí, al menos eso creo. Es la explicación que encuentro.
Realmente, si existe un paraíso, ésta debe ser la sensación que produce. No quería parar, no quería salir de ese estado. Notaba cómo una fuerza, que no siempre acude cuando la queremos, me invadía reluciente. Más que fuerza era energía, la que necesitamos a diario para seguir con nuestro camino.
Todo cobró sentido, una vez más. Nos cuentan una y otra vez que hay que estar muy loco para vivir por y para la Música, pero eso lo dicen quienes no han conocido esta emoción. La cordura en su máxima expresión es la que tienes al constatar que tu vida es plena, que has acertado. Ni nos prepararon para los momentos difíciles, para los largos desiertos, ni tampoco lo hicieron para los buenos, los mágicos, los sublimes.
Hoy escribo la entrada número doscientos. En todas y cada una de ellas quiero buscar y mostrar el sentido de nuestra existencia como pianistas. Tocar el piano no es una exhibición circense, no es un trabajo más, no es un castigo (al menos no debería). Pero si no nos paramos en seco a poner en pie este todo en el que nos movemos y logramos que el esfuerzo casi infinito que realizamos tenga un claro fruto, será muy difícil que salgamos indemnes. No sólo es posible sino que es mucho más fácil de lo que creemos. Y nosotros mismos tenemos la llave. Nadie más. Por eso no debemos pasar la mitad de nuestra existencia esperando que alguien ajeno nos conceda algo que ni tiene ni le pertenece.
Vuelvo a citar a Almudena Grandes: "La alegría hace fuerte. No existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar cuando la meta, al fin, es la alegría".
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miércoles, 4 de diciembre de 2013
Paraíso
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miércoles, 14 de agosto de 2013
Belleza
Hay siempre un momento, en la playa, en el que me quedo extasiado contemplando cómo rompen suavemente las olas en la orilla. Ayer estaba bajo la sombrilla, con el libro de Thomas Mann entre las manos, cuando al levantar un poco la vista me atrapó la espuma blanca. Seguí leyendo. Más tarde, cuando los rayos del sol ya no queman y la luz va llenándose de matices dorados, tras esa breve siesta de la tarde, abrí los ojos desde la toalla para volver a disfrutar de ese sencillo pero mágico espectáculo.
En esa niebla mental, y no me preguntéis por qué, me planteé si la belleza de este momento necesitaba de mi contemplación.
Recordé la sopa primigenia, donde se piensa que tuvo lugar el origen de la vida en la Tierra hará poco más de 3.500 millones de años, con todo su verdor. Y de ahí pasé al constante batir de olas que simultáneamente se producen en todas las costas del planeta. Me quedé visualmente con el que muestran los documentales en la tele de las zonas polares, con el agua color de acero chocando con el hielo o con las rocas negras (he dicho que me estaba despertando de la siesta).
Y de ahí la pregunta: si no contemplamos ese hecho tan repetitivo aunque único cada vez (un amigo biólogo marino especialista en mareas me contó que no hay dos olas iguales), si no estamos delante para apreciar su belleza, ¿deja de ser bello? Las continuas muestras de belleza de la Naturaleza ¿sólo lo son cuando son contempladas? (Esto me huele a Estética pura y dura y con este calor mis sesos no dan para más).
De mirar la orilla a pensar en la Música sólo pasaron dos segundos. ¿Cuándo es bella una obra musical? ¿La Novena Sinfonía de Beethoven sigue siendo una obra sublime a pesar de estar colocada en la estantería en modo partitura? ¿Hasta que no suenan las trompas y los seisillos de semicorcheas en los violines segundos y los violonchelos no podemos dar fe de su belleza? Si la leo en vez de tocarla y la oigo en mi cabeza, ¿es bella? ¿Se necesita de un público que la admire y valore, que la sienta y la disfrute para completar el círculo? (¿es necesario todo esto cuando uno está tumbado en la arena plácidamente?).
La discusión tan antigua de si el pianista (el músico) es el recreador de la obra musical compuesta, o sólo el estricto lector, o más importante que el mismo compositor, es algo que nunca me ha quitado el sueño. Bastante tenía con estudiar para encima plantearme cuál era mi papel. A esto se dedican los que no tocan, los teóricos.
Yo sólo sé que la belleza nos asalta en cualquier momento, inesperadamente. Da igual qué velo la cubra, ya sea Pintura, Música, Literatura, Naturaleza... Entonces tenemos que activar la burbuja que nos aísla del ruido para no perder detalle, para zambullirnos sin miramientos, para perder el control y llegar al éxtasis, para sentirnos personas vivas y plenas.
Si nos perdemos con todos los males que a diario llevan este mundo hacia un destino que no nos gusta, nos quedaremos sin ese balón de oxígeno que nos hace recobrar el sentido de la vida. No estamos en situación de despreciar todos los destellos que continuamente se nos ofrecen al alcance de la mano, pues necesitamos energía estética.
Anoche acabé el día tumbado en la azotea viendo la lluvia de estrellas de las Perseidas. Un auténtico placer.
En esa niebla mental, y no me preguntéis por qué, me planteé si la belleza de este momento necesitaba de mi contemplación.
Recordé la sopa primigenia, donde se piensa que tuvo lugar el origen de la vida en la Tierra hará poco más de 3.500 millones de años, con todo su verdor. Y de ahí pasé al constante batir de olas que simultáneamente se producen en todas las costas del planeta. Me quedé visualmente con el que muestran los documentales en la tele de las zonas polares, con el agua color de acero chocando con el hielo o con las rocas negras (he dicho que me estaba despertando de la siesta).
Y de ahí la pregunta: si no contemplamos ese hecho tan repetitivo aunque único cada vez (un amigo biólogo marino especialista en mareas me contó que no hay dos olas iguales), si no estamos delante para apreciar su belleza, ¿deja de ser bello? Las continuas muestras de belleza de la Naturaleza ¿sólo lo son cuando son contempladas? (Esto me huele a Estética pura y dura y con este calor mis sesos no dan para más).
De mirar la orilla a pensar en la Música sólo pasaron dos segundos. ¿Cuándo es bella una obra musical? ¿La Novena Sinfonía de Beethoven sigue siendo una obra sublime a pesar de estar colocada en la estantería en modo partitura? ¿Hasta que no suenan las trompas y los seisillos de semicorcheas en los violines segundos y los violonchelos no podemos dar fe de su belleza? Si la leo en vez de tocarla y la oigo en mi cabeza, ¿es bella? ¿Se necesita de un público que la admire y valore, que la sienta y la disfrute para completar el círculo? (¿es necesario todo esto cuando uno está tumbado en la arena plácidamente?).
La discusión tan antigua de si el pianista (el músico) es el recreador de la obra musical compuesta, o sólo el estricto lector, o más importante que el mismo compositor, es algo que nunca me ha quitado el sueño. Bastante tenía con estudiar para encima plantearme cuál era mi papel. A esto se dedican los que no tocan, los teóricos.
Yo sólo sé que la belleza nos asalta en cualquier momento, inesperadamente. Da igual qué velo la cubra, ya sea Pintura, Música, Literatura, Naturaleza... Entonces tenemos que activar la burbuja que nos aísla del ruido para no perder detalle, para zambullirnos sin miramientos, para perder el control y llegar al éxtasis, para sentirnos personas vivas y plenas.
Si nos perdemos con todos los males que a diario llevan este mundo hacia un destino que no nos gusta, nos quedaremos sin ese balón de oxígeno que nos hace recobrar el sentido de la vida. No estamos en situación de despreciar todos los destellos que continuamente se nos ofrecen al alcance de la mano, pues necesitamos energía estética.
Anoche acabé el día tumbado en la azotea viendo la lluvia de estrellas de las Perseidas. Un auténtico placer.
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domingo, 4 de agosto de 2013
Sensibilidad
Continuamente, en cualquier momento y circunstancia, Beatriz me lanza, cual arma arrojadiza, una frase, un pensamiento, un cuadro, un libro, una película, un artículo, una entrevista, una noticia, una canción, un paisaje, un recuerdo, una biografía, una ópera... No dejo de aprender y de sorprenderme porque, afortunadamente, mis sencillas neuronas decidieron fiarse de ella plenamente.
Los pianistas podríamos pensar que, como nos dedicamos al arte, y el arte es cosa de seres sensibles, la conclusión de este claro silogismo, dadas las premisas anteriores, sería obvia: los pianistas somos personas sensibles... Me gustaría poner la mano en el fuego para defender este argumento, pero igual tendría que dedicarme al silbo gomero a partir de ahora.
Tengo que reconocer que para poder disfrutar de cada propuesta he tenido que ir cediendo tiempo desde la parcela del estudio. Por mucho que quiera, el día tiene también para mí veinticuatro horas. Pero ahí está el regalo, el descubrimiento: cada minuto invertido en otra disciplina, con otra materia, relacionada o no con el piano evidentemente, ha ido en beneficio de mi resultado musical. Nos obsesionamos con bajar la cabeza para mirar las teclas y levantarla, como mucho, hacia la partitura, ciñendo cada vez más nuestro mundo espiritual e intelectual al universo musical que, en cuanto universo, es infinito, pero monotemático al fin y al cabo.
Muchas entradas de este blog han estado dedicadas a exposiciones, obras de teatro, conciertos, viajes, paisajes, libros y tantas otras parcelas que no son exclusivamente pianísticas. Creo que es mucho mejor así.
La sensibilidad se puede desarrollar y trabajar. Seguro que traemos una buena dosis de entrada pero no es suficiente, sobre todo si tenemos en cuenta lo fácil que es embrutecerse hoy día, a menos que acabemos viviendo como un anacoreta (lo que también podría acabar teniendo el mismo resultado). No nos queda otra que luchar a brazo partido, aunque parezca una contradicción, por buscar la belleza en todas sus manifestaciones e intentar retenerla con nosotros el máximo tiempo posible. E ir rotando, haciendo girar todos los estímulos que tenemos al alcance y que están esperando a que nos fijemos en ellos.
Suele creerse que la persona amante del Arte ha de ser un bicho raro, apocado, huidizo, celoso de su intimidad, y puede que algo haya, pero me gusta creer, dado el ejemplo diario que tengo delante, que una persona sensible es explosiva, vitalista, entusiasta, incansable e inagotable. Doy fe. Y, por encima de todas las cosas, generosa, pues no hay nada más placentero que tener a alguien con quien compartir un momento estético extraordinario. Os contaré como anécdota y ejemplo que la visita guiada que se realiza en la Acrópolis de Atenas dura una media hora y nosotros permanecimos más de cinco, a nuestro aire, como transportados en espacio y tiempo.
Estoy convencido que de aquí sale la diferencia entre esos pianistas sublimes que perdurarán siempre y los miles y miles que sólo están preocupados por dar todas las notas lo más rápidamente posible, cual archivos Midi.
Así que, a pesar de las circunstancias que nos rodean, del ruido constante que sufrimos, de la eterna inercia de la masa, del manejo insoportable de los gobernantes, de la alienante chabacanería televisiva, de los ídolos abochornantes actuales y de la pérdida de todos los valores en función del dinero, mi humilde opinión es que es posible rebuscar y encontrar con facilidad inagotables muestras de belleza, de inteligencia, de respeto, de humanidad, de sabiduría, de alegría, de solidaridad y de valentía. Para esto sólo se necesita tomar la determinación de mantener viva nuestra sensibilidad, cuidarla y hacerla crecer.
Entonces, la vida cobrará todo su sentido.
Los pianistas podríamos pensar que, como nos dedicamos al arte, y el arte es cosa de seres sensibles, la conclusión de este claro silogismo, dadas las premisas anteriores, sería obvia: los pianistas somos personas sensibles... Me gustaría poner la mano en el fuego para defender este argumento, pero igual tendría que dedicarme al silbo gomero a partir de ahora.
Tengo que reconocer que para poder disfrutar de cada propuesta he tenido que ir cediendo tiempo desde la parcela del estudio. Por mucho que quiera, el día tiene también para mí veinticuatro horas. Pero ahí está el regalo, el descubrimiento: cada minuto invertido en otra disciplina, con otra materia, relacionada o no con el piano evidentemente, ha ido en beneficio de mi resultado musical. Nos obsesionamos con bajar la cabeza para mirar las teclas y levantarla, como mucho, hacia la partitura, ciñendo cada vez más nuestro mundo espiritual e intelectual al universo musical que, en cuanto universo, es infinito, pero monotemático al fin y al cabo.
Muchas entradas de este blog han estado dedicadas a exposiciones, obras de teatro, conciertos, viajes, paisajes, libros y tantas otras parcelas que no son exclusivamente pianísticas. Creo que es mucho mejor así.
La sensibilidad se puede desarrollar y trabajar. Seguro que traemos una buena dosis de entrada pero no es suficiente, sobre todo si tenemos en cuenta lo fácil que es embrutecerse hoy día, a menos que acabemos viviendo como un anacoreta (lo que también podría acabar teniendo el mismo resultado). No nos queda otra que luchar a brazo partido, aunque parezca una contradicción, por buscar la belleza en todas sus manifestaciones e intentar retenerla con nosotros el máximo tiempo posible. E ir rotando, haciendo girar todos los estímulos que tenemos al alcance y que están esperando a que nos fijemos en ellos.
Suele creerse que la persona amante del Arte ha de ser un bicho raro, apocado, huidizo, celoso de su intimidad, y puede que algo haya, pero me gusta creer, dado el ejemplo diario que tengo delante, que una persona sensible es explosiva, vitalista, entusiasta, incansable e inagotable. Doy fe. Y, por encima de todas las cosas, generosa, pues no hay nada más placentero que tener a alguien con quien compartir un momento estético extraordinario. Os contaré como anécdota y ejemplo que la visita guiada que se realiza en la Acrópolis de Atenas dura una media hora y nosotros permanecimos más de cinco, a nuestro aire, como transportados en espacio y tiempo.
Estoy convencido que de aquí sale la diferencia entre esos pianistas sublimes que perdurarán siempre y los miles y miles que sólo están preocupados por dar todas las notas lo más rápidamente posible, cual archivos Midi.
Así que, a pesar de las circunstancias que nos rodean, del ruido constante que sufrimos, de la eterna inercia de la masa, del manejo insoportable de los gobernantes, de la alienante chabacanería televisiva, de los ídolos abochornantes actuales y de la pérdida de todos los valores en función del dinero, mi humilde opinión es que es posible rebuscar y encontrar con facilidad inagotables muestras de belleza, de inteligencia, de respeto, de humanidad, de sabiduría, de alegría, de solidaridad y de valentía. Para esto sólo se necesita tomar la determinación de mantener viva nuestra sensibilidad, cuidarla y hacerla crecer.
Entonces, la vida cobrará todo su sentido.
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miércoles, 19 de junio de 2013
Perfeccionismo
Ayer volví a tener otra sensación cercana al éxtasis. Visité la exposición dedicada a las 'Santas' de Zurbarán, en el Convento de Santa Clara de Sevilla. Realmente, la contemplación de una verdadera obra de arte no se puede explicar con palabras: te quedas mudo, hipnotizado.
No eran muchos cuadros, pero sí suficientes para apreciar el cuidado del detalle. El perfeccionismo. El movimiento, el dibujo y la textura de las telas con las que cubrió a estas Santas, o la minuciosidad con que se sucedían las piedras preciosas me dejaron boquiabierto, casi en trance.
A todo esto he de sumar que estoy devorando un libro dedicado a William Petty, una mezcla de agente, buscador y ladrón de obras de arte de principios del siglo XVII. Todo su saber se basaba en la observación, en el 'ojo' para apreciar la belleza que podía emanar de cualquier objeto antiguo o lienzo más o menos contemporáneo.
Pero de todo esto, además, me quedé con dos ideas: la concepción del tiempo y del trabajo bien hecho. No dudo que, a su manera, los artistas, al trabajar para los potentados, pudieran sufrir un cierto estrés. Los resultados tenían que ser siempre satisfactorios para el ojo de quien pagaba, entendiera o no de arte. Y los plazos de entrega a menudo obedecían al capricho de una fiesta o de un regalo con fecha. Con el paso de los siglos hemos contemplado cómo el trazo de los pintores ha evolucionado. Sin que suene a dogma de fe, podríamos decir que el gusto por el detalle, que requiere no sólo paciencia, sino tiempo puro y duro, ha ido pasando a segundo plano en favor de la mancha, de la ilusión. Que trabaje el cerebro. Y de ahí a la segunda idea, al trabajo bien hecho, sólo queda un pequeño paso.
(Acaban de tocar el timbre, así que, cambiamos de clase y de asignatura. Ahora toca música.)
Qué placer disfrutar cualquier obra en la que el compositor no ha escatimado en recursos. Ya sea en la duración, al estilo de las Sinfonías de Mahler, en color, como la Iberia de Albéniz, en imaginación, como unas buenas Variaciones del tipo Goldberg o Diabelli, o en ideas, como esas Sonatas de nuestro bien amado Beethoven, tenemos multitud de ejemplos en los que el Arte ha estado por encima de cualquier débito o circunstancia. Por muy presionados que pudiesen estar los compositores, siempre supieron dedicarse en cuerpo y alma a su pasión.
También podemos apreciar estos matices en los pianistas. Cuando tenemos la suerte de acudir a un recital y contemplamos el trabajo largo y pausado detrás de cada obra interpretada, sólo podemos descubrirnos ante un verdadero artista, alguien que ha entendido su profesión como una pasión y no ha limitado la duración del estudio a un 'salir del paso'.
El recrearse en una misma obra a lo largo de los años sólo causa placer. Las pequeñas pinceladas que rellenan la partitura van emergiendo como si fuesen veladuras. A través de ellas llegaremos también a lo más profundo del autor, a su esencia, a su alma, y llegaremos a quererlo como a quien hizo posible que nuestra existencia fuera más elevada. Sólo a base de un sano perfeccionismo.
Nuestra misión tiene algo de sagrado pues debemos ser transmisores fieles de lo que en su día fue creado.
Y ahí es donde el intérprete se da la mano con el compositor.
Y toma sentido.

A todo esto he de sumar que estoy devorando un libro dedicado a William Petty, una mezcla de agente, buscador y ladrón de obras de arte de principios del siglo XVII. Todo su saber se basaba en la observación, en el 'ojo' para apreciar la belleza que podía emanar de cualquier objeto antiguo o lienzo más o menos contemporáneo.
Pero de todo esto, además, me quedé con dos ideas: la concepción del tiempo y del trabajo bien hecho. No dudo que, a su manera, los artistas, al trabajar para los potentados, pudieran sufrir un cierto estrés. Los resultados tenían que ser siempre satisfactorios para el ojo de quien pagaba, entendiera o no de arte. Y los plazos de entrega a menudo obedecían al capricho de una fiesta o de un regalo con fecha. Con el paso de los siglos hemos contemplado cómo el trazo de los pintores ha evolucionado. Sin que suene a dogma de fe, podríamos decir que el gusto por el detalle, que requiere no sólo paciencia, sino tiempo puro y duro, ha ido pasando a segundo plano en favor de la mancha, de la ilusión. Que trabaje el cerebro. Y de ahí a la segunda idea, al trabajo bien hecho, sólo queda un pequeño paso.

Qué placer disfrutar cualquier obra en la que el compositor no ha escatimado en recursos. Ya sea en la duración, al estilo de las Sinfonías de Mahler, en color, como la Iberia de Albéniz, en imaginación, como unas buenas Variaciones del tipo Goldberg o Diabelli, o en ideas, como esas Sonatas de nuestro bien amado Beethoven, tenemos multitud de ejemplos en los que el Arte ha estado por encima de cualquier débito o circunstancia. Por muy presionados que pudiesen estar los compositores, siempre supieron dedicarse en cuerpo y alma a su pasión.
También podemos apreciar estos matices en los pianistas. Cuando tenemos la suerte de acudir a un recital y contemplamos el trabajo largo y pausado detrás de cada obra interpretada, sólo podemos descubrirnos ante un verdadero artista, alguien que ha entendido su profesión como una pasión y no ha limitado la duración del estudio a un 'salir del paso'.
El recrearse en una misma obra a lo largo de los años sólo causa placer. Las pequeñas pinceladas que rellenan la partitura van emergiendo como si fuesen veladuras. A través de ellas llegaremos también a lo más profundo del autor, a su esencia, a su alma, y llegaremos a quererlo como a quien hizo posible que nuestra existencia fuera más elevada. Sólo a base de un sano perfeccionismo.
Nuestra misión tiene algo de sagrado pues debemos ser transmisores fieles de lo que en su día fue creado.
Y ahí es donde el intérprete se da la mano con el compositor.
Y toma sentido.
domingo, 13 de enero de 2013
Éxtasis
"Estado del alma enteramente embargada por un intenso sentimiento de admiración, alegría, etc."
Las calles del centro de Sevilla estaban en plena efervescencia debido a las famosas rebajas tras el periodo navideño. A descambiar que se ha dicho. Mi intención era pasear entre el bullicio para, a base de ruido, entretenerme sin más y dejar de pensar. Pero los empujones y la observación del ansia consumista dan para un rato, así que mi otro yo propuso una visita al Museo de Bellas Artes. Gloria bendita.
En total podría haber unos diez visitantes, repartidos por las distintas salas. Nosotros íbamos a tiro hecho, aunque nos desviamos para conocer la exposición temporal dedicada al sevillano José García Ramos, pintor, dibujante, ilustrador y cartelista, de raíz romántica y plenamente costumbrista. Otro desconocido (para mí) de tantos, con una calidad elevadísima.
Decir que conozco de sobra el museo sería un poco osado, entre otras cosas porque se renuevan las obras tirando de los fondos. Esa tarde nos apetecía volver a contemplar los Murillo, que llenan la antigua iglesia de lo que fue el Convento de la Merced Calzada y que pintó para los Capuchinos. Aún tengo fresco en la memoria el concierto que escuché en directo en esta sala a la Academy of St-Martin in the Fields, dirigidos por Iona Brown (que, por cierto, acabo de descubrir que falleció en 2004).
Sólo estaba el vigilante, con su móvil conectado al auricular (los 'oficiales de gestión y servicios comunes' ya no leen, ahora todo lo tienen en su teléfono).
Ni un ruido, ningún grupo con prisas, cero turistas... Ahí delante, para nosotros dos, las paredes repletas de las pinturas de Bartolomé Esteban Murillo. Las he contemplado muchas veces pero debió ser la atmósfera de una tranquila y soleada tarde de invierno la que produjo el milagro. De repente me fue embargando una sensación extraña, difícil de definir. La sola contemplación de tanta obra de arte, el ser consciente de un estado superior, el rendirme ante la grandiosidad de lo creado por un artista. El propio Stendhal lo describió mucho mejor tras su visita a Florencia: "Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme".
En ese instante entendí, comprendí, que cuando hablamos de Arte como un estado superior del espíritu es verdad. El éxtasis. Pude sentir y visualizar la emoción, casi hipnótica, que produce la presencia de una obra insuperable, y automáticamente lo trasladé a la música, que tantas veces me ha hecho gozar de los mismos sentimientos.
Qué afortunados somos por tener tan cerca y a diario, y como modo de vida, la música. Tenemos que abandonarnos más a menudo al disfrute y al placer de la audición de esas obras imperecederas. Y abandonarnos al tocar e interpretar dichas obras. Muy a menudo, con las prisas, el estrés y la productividad nos olvidamos que nuestro trabajo es a la vez una misión artística. Si despojamos al piano de su vertiente espiritual y lo ceñimos al trabajo mecánico, es probable que algún día nos encontremos buscándole el sentido a pasar horas y horas ante unas teclas que, como digo, únicamente están para servir al Arte. Y nada más.
Las calles del centro de Sevilla estaban en plena efervescencia debido a las famosas rebajas tras el periodo navideño. A descambiar que se ha dicho. Mi intención era pasear entre el bullicio para, a base de ruido, entretenerme sin más y dejar de pensar. Pero los empujones y la observación del ansia consumista dan para un rato, así que mi otro yo propuso una visita al Museo de Bellas Artes. Gloria bendita.

Decir que conozco de sobra el museo sería un poco osado, entre otras cosas porque se renuevan las obras tirando de los fondos. Esa tarde nos apetecía volver a contemplar los Murillo, que llenan la antigua iglesia de lo que fue el Convento de la Merced Calzada y que pintó para los Capuchinos. Aún tengo fresco en la memoria el concierto que escuché en directo en esta sala a la Academy of St-Martin in the Fields, dirigidos por Iona Brown (que, por cierto, acabo de descubrir que falleció en 2004).
Sólo estaba el vigilante, con su móvil conectado al auricular (los 'oficiales de gestión y servicios comunes' ya no leen, ahora todo lo tienen en su teléfono).
Ni un ruido, ningún grupo con prisas, cero turistas... Ahí delante, para nosotros dos, las paredes repletas de las pinturas de Bartolomé Esteban Murillo. Las he contemplado muchas veces pero debió ser la atmósfera de una tranquila y soleada tarde de invierno la que produjo el milagro. De repente me fue embargando una sensación extraña, difícil de definir. La sola contemplación de tanta obra de arte, el ser consciente de un estado superior, el rendirme ante la grandiosidad de lo creado por un artista. El propio Stendhal lo describió mucho mejor tras su visita a Florencia: "Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme".
En ese instante entendí, comprendí, que cuando hablamos de Arte como un estado superior del espíritu es verdad. El éxtasis. Pude sentir y visualizar la emoción, casi hipnótica, que produce la presencia de una obra insuperable, y automáticamente lo trasladé a la música, que tantas veces me ha hecho gozar de los mismos sentimientos.
Qué afortunados somos por tener tan cerca y a diario, y como modo de vida, la música. Tenemos que abandonarnos más a menudo al disfrute y al placer de la audición de esas obras imperecederas. Y abandonarnos al tocar e interpretar dichas obras. Muy a menudo, con las prisas, el estrés y la productividad nos olvidamos que nuestro trabajo es a la vez una misión artística. Si despojamos al piano de su vertiente espiritual y lo ceñimos al trabajo mecánico, es probable que algún día nos encontremos buscándole el sentido a pasar horas y horas ante unas teclas que, como digo, únicamente están para servir al Arte. Y nada más.
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