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domingo, 3 de noviembre de 2013

Otro concurso

Treinta y tres participantes es un número nada despreciable para un concurso. De una manera fortuita, casi por casualidad, fui nombrado miembro del jurado que tendría que elegir al ganador. En estos casos no puedo evitar nunca recordar los varios certámenes a los que me presenté, con bastante buena fortuna en todos ellos.
Me llamó mucho la atención el buen ambiente reinante, no sólo entre los chavales, muy jóvenes, niños todavía, sino también entre los padres y demás familiares. Todo era jovialidad, despreocupación, ilusión, ganas de pasarlo bien, en definitiva.
Los organizadores nos dieron el visto bueno para comenzar y lo hicimos llamando a cada concursante por riguroso orden de inscripción. Quedaba por delante una tarea importante. Por mi parte no quería que nadie pudiera pensar o sentir que no se le había prestado la debida atención, así que, todos los sentidos en alerta amarilla (tampoco hay que pasarse que la tensión acumulada siempre se paga).
Previamente, los miembros del jurado mantuvimos una breve reunión en la que perfilamos los aspectos en los que deberíamos centrarnos, ya que son muchos y variados los criterios para una prueba de estas características. A la calidad, decidimos sumar la concentración y el estar metido en situación, es decir, la actitud ante el público. Por cierto que, hablando del público, hay que reconocerle su saber estar en todo momento, mostrándose ecuánime y animoso con propios y extraños.
Se iban a disputar dos etapas, es decir, semifinal y final. La primera la harían más de cara al jurado, casi dando la espalda al respetable, para que pudiésemos evaluar con la vista y el oído (además de con el alma, por supuesto). Uno tras otro, con tres o cuatro ausencias, no recuerdo bien, fueron pasando durante un corto espacio de tiempo, y casi todos dieron lo mejor de sí mismos con una tranquilidad envidiable. Muy pocos se pusieron algo nerviosos, sin dejar de buscar con la mirada el apoyo familiar, lo que hizo que, al desconcentrarse, no tuvieran una buena actuación.
En general, un nivel altísimo. Sorprendente.
Pasada esta ronda, nos reunimos intentando ser breves por aquello de los nervios, y decidimos que pasaran a la final nueve. Ni que decir tiene que fuimos objetivos al máximo y que nadie protestó, al contrario, vimos caras de deber bien cumplido.
De inmediato continuamos con la final. Nos colocamos entre el público para que la actuación fuese más real. Ahora si estaban los seleccionados con el rostro algo más grave, con la sonrisa un poco tensa, como con la responsabilidad del que se sabe elegido y no quiere defraudar. Sólo uno de ellos bajó su nivel. El resto lo igualó e incluso lo superó. Fue una final rápida. Claramente destacaron tres. Para mí, de ellos, dos estaban igualados precisamente por ser distintos, por tener características individuales. Los votos del jurado deshicieron el empate y, sin apenas pausa, comunicamos el veredicto a todos los presentes quienes, con cada nombre, rompían en fuertes aplausos.
Fue una velada estupenda. Nada enturbió el concurso. Ninguna sombra de las muchas que recordaba de ocasiones anteriores. Qué gozada.
¡Ah!, por cierto, se me ha olvidado mencionar que el concurso del que estoy hablando se celebró el pasado jueves 31 de octubre, durante el transcurso del Mercado de Artesanos de Bellavista, en Huelva, y era un concurso para niños de gritos de terror con motivo de la noche de Halloween.
¡Espeluznante! Y caramelos para todos...

miércoles, 31 de julio de 2013

Fantasía Baetica

Hace años que no he vuelto a tocar esta obra pues los programas a los que me he dedicado han ido por otros derroteros. Sin temor a exagerar, afirmo categóricamente que es una de las mejores obras que se han escrito jamás para el piano.
Si no se profundiza, si no se toca muchísimo, si no la haces tuya, es difícil que pase de ser una muestra de virtuosismo, o, peor aún, una prueba insufrible para vecinos y público que sólo verán a un pianista golpeando el teclado. Claro, si digo esto, me estoy tirando piedras al comentario del primer párrafo. Me explico.
Tiene un comienzo rítmico, apelmazado y disonante, que si se tiene en cuenta como declaración de intenciones, es capaz de ahuyentar a los oídos menos preparados. Si nos pasamos en el aporreo, ampliamos el abanico a todos los tímpanos, y podremos usarlo como ahuyentador de insectos, pequeños roedores y perros. (Voy a dejar las bromas, que nunca sé si se llegan a entender como tales).
Para mi orgullo personal, la estudié y trabajé solito, recién terminada la carrera. No sé todavía por qué, pero cuando salimos del conservatorio nuestro repertorio español es bastante escaso. Con la cantidad de obras que habría que tocar debería existir un apartado exclusivo en los programas de cada curso. Al final dependerá de si te toca un profesor que lo tenga claro o de la propia visión.
El caso es que el público y los organizadores reclaman casi por compasión que se interpreten obras clásicas españolas, algo que no creo que suceda en otros países con sus compatriotas (Alemania, Austria, Rusia, Francia...).
La primera salida que le di fue en el concurso internacional Pilar Bayona de Zaragoza, cuyo jurado presidía Ernesto Halffter, ya sabéis, el alumno predilecto del propio Falla. Me felicitó efusivamente por la visión que supe sacar y que se separaba de la manera típica y académica, a saber, muy limpita, muy de deditos y poco vigorosa (hoy diríamos light). A mí me gusta entregarme, meterme, disfrutarla y, por supuesto, controlarla.
Otro comentario positivo que guardaré hasta mi último paseo en barca con Caronte es el que me dirigió Alicia de Larrocha. Vino a tocar a Cádiz (para los que no hayan caído, la ciudad natal de Manuel de Falla y por entonces la de mi residencia) y logré a través del gerente del teatro entrevistarme con ella (otro día comentaré más extensamente el contenido de nuestra charla). Yo acababa de grabar un programa de televisión con las obras pianísticas del petit espagnol tout noir, que además presentaba, como si estuviésemos charlando, Rafael Alberti. Así que, sin vergüenza ninguna, le pasé una cinta de cassette que, para mi sorpresa, cuando fui a felicitarla tras el concierto, ya había escuchado. El manantial de elogios todavía me refresca cuando me entran las dudas.
A partir de ahí he recibido muchos elogios, y son merecidos... (ya está bien de falsas modestias, que mi trabajo me costó). Desde Esteban Sánchez hasta críticos y escritores como José Ramón Ripoll han valorado que supiera ver el contenido profundo de esta obra más allá de las notas.
Y durante el año 1996, cincuentenario del fallecimiento de don Manuel, llegué a experimentar la sensación de control absoluto, de tantas veces que la toqué sin desfallecer en el estudio.
Es una obra muy grande que encierra la esencia del Cante Jondo, y entiendo que hay que acercarse a ella desde ese punto de vista. La sección central hay que cantarla, susurrarla, como un gitano de los de antes, como los que conoció y trató en Granada junto a García Lorca.
Y una vez que nos hayamos hecho con este monumento, no tendremos más remedio que atacar las Cuatro piezas españolas, para seguir disfrutando de una escritura de una calidad superior. Que el muchacho sabía lo que hacía. 

miércoles, 15 de agosto de 2012

¡I love Zarzuela!

Esta frase, en boca de un surcoreano y de un neoyorkino, me dejó patidifuso. Les pregunté si tenían alguna favorita, cómo la conocían, si se estudiaba en la Manhattan, si habían leído algo al respecto... Se miraban muertos de risa y yo no entendía nada.
Como ya era la hora de comer nos dirigimos al restaurante habitual, de excelente relación calidad/precio. Cuando llegó nuestro camarero me preguntó sólo a mí qué quería comer. Cuando le demandé por la comida de ellos me respondió con rotundidad: para estos dos lo de siempre, Zarzuela..., ¡Zarzuela de marisco!
Con su langosta, sus cigalas, sus gambas, sus mejillones, su mero, su rape y sus calamares. ¡Qué cara de felicidad tenían! Llevaban toda la semana comiendo lo mismo. Además, les salía baratísima con sus dólares de entonces (1988). Pues que sean tres.
Eran los momentos de distensión entre las pruebas del concurso, el Jaén. O estábamos estudiando o estábamos concursando. Fue agotador, pues había que añadir la preparación previa de varios meses. Aún recuerdo mi segunda prueba como una de las ocasiones en las que he tocado impecablemente (tuvo que ser así para pasar a la final). En vez de los cuatro concursantes previstos llegamos a la última tanda siete pianistas. Y, claro, ahí salieron las navajas, que no había para todos.
La maldición de la Zarzuela se cumplió: todos aquellos que la hubieran probado se quedarían sin premio. No era justo. Recuerdo, como si hubiera sido hace media hora, que el que me quitó el segundo premio (de todo se tiene uno que enterar, para mayor cabreo) no dio la talla en la semifinal y tenía que haber sido eliminado. Pero no, los dioses estaban de su lado. Aún sigo sin entender el premio de música española a una japonesa cuando mi Fantasía Baetica fue insuperable y, sin duda, más Baetica (de todo se tiene uno que enterar, insisto).
Me dio pena por los trabajadores de mi hotel (en el que me alojaba, no es que fuera el propietario), que ya hacían sus apuestas y me veían subido al podio. Y me dio pena por mí, que ya hacía mis planes, no sólo económicos, sino profesionales por la repercusión del premio.
Yo siempre he sido un ingenuo y me resisto a dejar de serlo, aunque ya no soy tan tonto. Pero es verdad que duele competir en buena lid y sentir las injusticias y los manejos subrepticios. El colmo fue la justificación por uno de los gloriosos y reiterados miembros del jurado de algo que no tenía sustento. Mejor hubiera estado calladito. En vez de comprender la situación logró aumentar mi malestar, compartido con mis compañeros de mesa, que tampoco entendían nada (teníais que verlos tocar, dos genios, cada uno a su estilo).
Por eso, siempre que me llaman para formar parte de un jurado, me esfuerzo por estar del lado de los concursantes, enfrentándome a quien haga falta. A veces me duele el desprecio que algunas personas vierten sobre jóvenes ilusionados y con talento. No puedo desligar mi experiencia de concursante de la de jurado. Es un todo.
Hay cosas que sigo sin entender. De nuevo un primer premio desierto en Santander... (algún día me gustaría opinar abiertamente sobre este concurso; ¿merecerá siquiera la pena?)
De todas formas, fue mi amigo Young-Ho Kim, más rodado que yo, quien me aconsejó sobre la actitud a tomar. No había que poner todas las expectativas en una sola competición, ya que la repetición exacta de las pruebas con otro jurado y en otra ciudad daba siempre un resultado diferente. Era mejor quitar hierro, por mucho coraje que diera (él también se llevó un disgusto, que no somos de piedra). Si sale bien, estupendo; si no, a reciclar y a por el siguiente.
Un concurso no es un concierto. Esto de comparar pianistas no sé yo si es sano ni si es posible, pero es lo que hay. Así que, a reírnos (aunque sea a toro pasado), a disfrutar y a no desfallecer, que el camino es muy largo.
Y si lo hacemos, si flaqueamos, ¡a por la Zarzuela! 
 

miércoles, 21 de marzo de 2012

Vamos de concurso

La idea de empezar a escribir este blog surgió con la coincidencia de varias circunstancias. Una de ellas fue la lectura de la excelente novela La hija del sepulturero de Joyce Carol Oates. La autora, que estudió piano, demuestra conocer el mundillo al comentar aspectos internos del concurso al que se presenta el prodigioso hijo de la protagonista, además de idolatrar la Sonata Appassionata, versión Schnabel. Me resultó inquietante comprobar la universalidad de los estados de ánimo de los pianistas y la transformación del carácter según se crece en edad y objetivos.
¿Es que no es posible disfrutar?, ¿es que un pianista tiene que estar continuamente malhumorado? A pesar de mis cincuenta añitos mi cabeza tiene frescas todas las sensaciones de los concursos a los que me presenté. Hubo de todo, pero, sobre todo, experiencias magníficas. A ellas me referiré pues para eso escribo.
En primer lugar es innegable la presión a la que nos sometemos, generalmente de manera voluntaria, al presentarnos a un concurso. Hay una diferencia notable con respecto a un concierto: no tocamos para el público sino para el jurado. Y, para colmo, por mucho que se empeñen en decirnos otra cosa, en el 99,98% de los casos, ganan la velocidad y la pulcritud. ¿La música...? La dejamos para otra ocasión (de ahí la expresión "es un pianista de concurso"). Entonces, ¿cómo nos planteamos la interpretación? Pues mi opinión es que como siempre, o sea, como si no fuera una competición. A ver si me aclaro y me explico: es un problema del jurado no de los concursantes. Tenemos que ir con nuestra mejor arma, que es la música. Si nos toca algún miembro (con perdón) capaz todavía de entusiasmarse con los jóvenes talentosos y que no lo flipe con las maquinitas, tendremos alguna oportunidad. Pero tenemos que ser nosotros mismos. Tenemos que mostrar nuestra preparación y nuestra capacidad. Es esa diferencia con los MIDI la que nos hará diferentes y merecedores de atención.
Otro aspecto interesante de presentarse a un concurso es el darse a conocer. Nos van a oír pero también nos van a 'ver'. Van a ponernos cara y nombre. Si la suerte nos acompaña, brotará la gota de aceite que lubricará el mecanismo invisible que empezará a difundir los comentarios a nuestro favor. Si los miembros del jurado son pianistas (¿acaso no es así?), tenemos que acercarnos a ellos para que nos justifiquen su veredicto. No en plan de pedir explicaciones, en absoluto, sino a que, ya que nos han juzgado, nos cuenten su opinión profesional. Se aprende mucho, de verdad, entre otras cosas, a que en muchos casos quienes nos han valorado no estaban cualificados para hacerlo. Pero cuando sí lo están, hay que sacarles una especie de clase particular.
Lo mejor que nos quedará de esta etapa será haber conocido a otros muchos concursantes. Ya he comentado lo importante que es relacionarse. Estamos todos en lo mismo y nos podemos ayudar. Una vez que hemos tocado y hay que esperar, viene la diversión. Es el momento de crear lazos, compartir, aprender, reírse de uno mismo, valorar la situación objetivamente y desfogar. Hablaba de la tensión: un concurso es eso, tensión, y si no la soltamos de alguna manera, estallamos (al libro de J.C. Oates me remito).
Un par de consideraciones más: el concurso nos sirve de manera muy personal para medirnos. Pone a prueba nuestro rendimiento y nos fuerza a alcanzar el límite de nuestras posibilidades. Ya sabéis, hay que contentar a demasiada gente por lo que tenemos que rozar la perfección. Y, por último, es posible conseguir contactos y futuros contratos si nuestro trabajo ha sido bueno. No pocos conciertos he dado en las ciudades en las que me presenté siendo un don nadie.

Resumiendo: la parte fastidiosa no nos la quita nadie, pero hay que superarla lo antes posible y no dejar que nadie nos cree ningún temor o incluso pretenda utilizarnos como tarjeta de visita. He conocido otra mentalidad, muy americana, de presentarse a cualquier concurso, grande o pequeño. Te acabas acostumbrando, te ruedas, te mueves, a veces incluso ganas, y no pasa nada, se le quita trascendencia. Es como una faceta más del estudio, como si nos pusiéramos una fecha tope para tener listo el encargo. Y eso es lo que hay que hacer, vivir los concursos con menos lastre y con más optimismo. Siempre ganaremos, aunque no nos toque (como el cupón).