Hay una frase
de Mozart que dice así: “Vivir bien y
vivir felices son dos cosas distintas. Y la segunda, sin algo de magia,
seguramente no me ocurrirá”.
Estaba a punto
de escribir una nueva entrada, desperezándome de una breve siesta, cuando un
ángel me la sopló al oído (más bien me la introdujo hasta depositarla en el
epicentro de la cabeza). A bote pronto pensé en otra de las frases que más me
impactó de este genio, que sólo quería que le quisiesen (no es poco pedir),
pero vi el potencial atemporal que encerraba la primera.
Traslademos a
nuestros días esas palabras y veremos que la globalización nos ha hecho
instalarnos en el primer objetivo, vivir bien. Todo, absolutamente todo, se
traduce en dinero. Vivir bien implica una buena casa (o, mejor, varias), coches
de gama alta, ropas de diseño, joyas, relojes deslumbrantes (o pelucos)… (no
sigo porque me aburre esta enumeración propia de horteras televisivos).
Parece que
éste y no otro ha de ser el principal objetivo de nuestras vidas, cuando no el
único.
Añadamos los
tiempos convulsos que parecen eternos y esta crisis cuyos beneficiarios no
están dispuestos a ponerle fin. Con estos ingredientes, lo de la buena vida
está un poco más lejos de nuestro alcance. Pero ya nos está diciendo Mozart que
no tiene nada que ver con ser felices, que esto necesita de algo de magia para
que suceda.
Junto con la
frase inicial, el ángel me sopló un añadido en forma de cuento escrito por
Milena Agus en el que la felicidad había llegado a los miembros de una familia
en forma de pérdida de bienes materiales junto con su mudanza a una parcela de
tierra en medio de unos montes que daban al mar. La subsistencia primaria
obtenida de la tierra y unas pocas gallinas, la relación pacífica con los
vecinos y el alejamiento de la gran ciudad habían significado para estas
personas, antes acomodadas y con buen nivel intelectual, el regreso a su camino
adecuado.
Hace unos años
que me trasladé a vivir a un pequeño pueblo. El mayor inconveniente es
justamente el alejarse de todo lo que ofrece una urbe desarrollada, pero nada
más. El jardín que disfruto no está en mi casa, sino que son cientos de
hectáreas llenas de olivos, girasoles, trigales, flores silvestres, naranjos,
eucaliptos, pinos, vides e innumerables hortalizas. Los animales de compañía
son los pájaros, las ovejas, los caballos, los perros, las hormigas, las
abejas, las mariposas, los grillos, los gatos y todo lo que podáis imaginar.
Si a este
escenario le añadimos una ocupación como la nuestra, la música, y si somos
receptivos y estamos alertas ante la aparición de algún hecho mágico, es muy
probable que sintamos frecuentes momentos de destello luminoso. Pero estoy
seguro de que la magia no necesita siquiera de un decorado. Es verdad que ayuda
pero no es imprescindible. La magia nos puede llegar cuando menos la esperamos
al abrir un libro, al ver una película, en torno a una buena mesa o sentados al
piano. La cabeza que tanto nos cuesta dominar es la que tiene que dejarnos disfrutar
con total plenitud esos momentos cotidianos que, sumados y acumulados,
escribirán nuestra vida.
La magia, la
felicidad, suelen llegar de manera inesperada, sin previo aviso. Tenemos que
intentar que nuestro espíritu se calme, lograr un estado más o menos estable de
serenidad e hilar una sucesión de vivencias, pasadas y presentes, para que el
materialismo de este mundo no empañe nuestra sensibilidad y nos haga estar
ciegos ante los dones que nos han sido concedidos y que nos rodean.
El ángel
siempre me recuerda que el dinero no es más que ‘papelitos de colores’, que nos
permiten comprar cosas, pero nada más. Lo importante es lo que hagamos con
nuestra vida, cómo la rellenemos y con quién la compartamos. Entonces veremos
que la magia existe y nos rodea. Entonces, igual comenzamos a vislumbrar la
felicidad.