Mostrando entradas con la etiqueta relaciones. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta relaciones. Mostrar todas las entradas

miércoles, 18 de junio de 2014

Celos

La vida artística es compleja, a veces, incluso, agotadora. El artista, en un porcentaje muy alto, también es complejo y, al cien por cien, agotador. No tenemos una ocupación mecánica o despreocupada, y a diario ponemos en el tapete los sentimientos y las sensaciones, lo que, de alguna manera, nos diferencia del resto de los mortales.
Por eso tenemos una sensibilidad especial y nos afectan más de la cuenta los hechos cotidianos, desde unas noticias leídas en el periódico u oídas en el Telediario, al comportamiento que con nosotros tienen los que nos rodean.
Pero hay algo que nunca he entendido y me cuesta todavía concebir: los celos. Supongo que es porque ni he sido celoso ni lo soy, ni un ápice. Esto no quita para que los haya notado hacia mí y me hayan hecho mucho daño por inesperados.
En nuestra etapa de crecimiento musical, tan terriblemente larga, nos relacionamos transversalmente, o mejor dicho, en todas direcciones: profesores, compañeros, familia, amigos y alumnos. Entiendo que cada uno es como es y que no todos vivimos la película de la misma manera. De ahí las susceptibilidades y malentendidos que acaban con tantos vínculos. Sólo hay que volver un poco la vista atrás para que comiencen a llegar esos recuerdos y esas personas que pasaron de la intensidad más viva al olvido más absoluto (y también doloroso).
Lo peor de todo es que uno no sabe qué es lo que está haciendo mal porque simplemente se está comportando tal y como es. Y lo que hasta un día, hora, minuto y segundo concretos era estupendo y divertido, cual hilo invisible que se cortara, pasa a oscurecerse sin remedio. Y, peor aún, es que el roce va a seguir, que la convivencia va a continuar como si nada mientras en el interior del celoso va a crecer una visión tergiversada siempre en aumento.
Como todo esto ocurre dentro de un ámbito social, es decir, no hay dos individuos aislados en una remota isla desierta, lo que comienza a salir por la boquita del celoso, que sólo debería tener como destino el inodoro, poco a poco va calando en las mentes perezosas y ávidas de entretenimiento cual romanos en el circo.
Lo que más triste me parece es la destrucción de amistades largas, de posibles parejas y de compañeros para una vida. Es una batalla perdida. Los celos no te dejan pensar con claridad y, aunque se diga que el que más pierde es el celoso, lo cierto es que perdemos todos.
Lo recomendable es mantener la cabeza serena, no buscar ni sentir culpabilidad y, llegado un límite prudente, cortar por lo sano, que a partir de ahí comienza lo peligroso.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Gente corriente

La escena la tengo grabada como si hubiese sido ayer mismo. Juventudes Musicales había organizado un concierto en el Auditorio Nacional de Madrid para los ganadores de los concursos en sus distintas modalidades. Yo estaba presente, pero acompañando a una buena amiga, soprano, que se lució de lo lindo (es lo bueno que tienen las dificultades, que te creces). A la vez que nuestro recital se iba a desarrollar en la sala de cámara, en la sala sinfónica iba a actuar el pianista Bruno Leonardo Gelber, a quien reconozco haber oído poco.
En la zona común a las dos salas, oculta al público, había un par de pianos y, como no conozco a ningún pianista que se resista, allí fui a posar mis dedos para ver qué tal pulsación tenían, lo que me acarreó una reprimenda por parte de alguien del teatro porque se podía oír en las salas, ya abarrotadas. En esto, oigo un revuelo, levanto la vista, y veo venir hacia mí una comitiva encabezada por el susodicho concertista. La cabeza alta, muy seguro de sí mismo y un abrigo de pieles que para sí quisieran los osos polares. Le rodeaban asistentes, gestores, secretarias y no sé quién más, todos en actitud servicial y atentos a la menor señal. Era la imagen de un divo.
Durante muchos años he revivido esa imagen sin llegar a entenderla del todo. Además, no es la única porque se suele dar con bastante frecuencia. ¡Ha llegado el maestro! ¡Dejen paso, que viene! ¡Todos atentos!...
Nunca he sentido la necesidad de ligar a nuestra profesión ese plus de vanagloria, de superioridad, de tontería al fin y al cabo. Soy capaz de rendir pleitesía ante el arte pianístico y de derramar lágrimas sin vergüenza ninguna. Puedo reconocer la altura de quien sea en cuestión de segundos. Pero no soporto el servilismo que algunos necesitan a su alrededor, que van como levitando.
Cada vez que me han hecho una entrevista para un medio de comunicación o he tenido que mantener una conversación de cualquier tipo con las personas que gestionan un concierto, al final siempre me han comentado que daba gusto tratar con normalidad con un músico, hacerlo de manera natural. Y digo yo, ¿acaso hay otra manera de hacerlo? ¿No somos personas como todas las demás? Lo único que nos diferencia es nuestra profesión y, aun así, nos queda siempre camino por delante que recorrer.
Sé que cuanto más grande es un pianista más sencillo es su trato, y no entiendo que pueda ser de otra manera. Lo que ocurre es que, a menudo, los organizadores y sus invitados selectos quieren que la velada se revista de un halo de exclusividad y a mayor tontería mayor envidia para los que no han podido estar presentes.
O, peor aún, que el músico camufla entre tanta teatralidad sus deficiencias, que serán perdonadas más fácilmente o incluso negadas por venir de quien vienen, del 'maestro'.
Hasta que no se demuestre lo contrario, si todos somos iguales vamos a tratarnos como tales. La magia, en el escenario.

domingo, 23 de febrero de 2014

Padrinos

Estaba leyendo la biografía de Jacqueline du Pré y no daba crédito: en un momento dado, tras un exitoso concierto, se le acerca una señora (según leo en una página, sería su madrina, Ismena Holland) y le ofrece como regalo un violonchelo, así, por las buenas, pero no un chelo cualquiera, sino el Davidov, que no es otro que el Stradivarius que ahora toca Yo-Yo Ma. Ciencia ficción.
Es lo que me da coraje de las vidas contadas con una buena dosis de edulcorante en sus líneas. Todo parece ocurrir de manera espontánea, por las buenas, y a los demás sólo se nos queda la cara de tontos y la boca abierta. No puedo transcribir el párrafo porque presté el libro a una violonchelista, hará como quince años, y hasta hoy.
Cada vez que me he acercado a cualquier músico de primera fila de esta manera, he intentado aprender de sus pasos. Evidentemente, siempre hay un trabajo descomunal y un tesón sin límites, pero que no me cuenten que por la noche baja de donde sea el hada madrina, le toca con su varita mágica y al día siguiente todo es de color rosa (o dorado). Por supuesto que es gente dotada, músicos excepcionales, pero que desde muy pronto han tenido una senda marcada y han sido llevados de la mano hasta el sitio adecuado.
Tampoco significa que todos lo logren, que seguro que no, pero te cuentan que un buen día estaban fregando el desayuno (por ejemplo) cuando sonó el teléfono y tuvieron que acudir de inmediato al Carnegie Hall porque fulanito se había roto una uña y tenía que cancelar su actuación. Y, factor común a todos, la crítica no sólo los encumbró en una noche sino que descubrieron que le daban mil vueltas al sustituido. Aquí entran pianistas, violinistas, cantantes y todo lo que se os ocurra.
La verdad es que esto pasa en primera división y también en regional en su justa proporción. Yo siempre he pretendido ir por libre porque sé que cualquier prestación reclama, antes o después, su contraprestación. Además, quería saber que si me contrataban era porque gustaba mi manera de tocar y por nada más. Es cierto que circulan muchas leyendas urbanas acerca de la vida detrás del escenario, unas verdaderas y otras no tanto. Si añadimos la costumbre tan arraigada de pensar mal para acertar, ya tenemos el cóctel listo.
De cualquier manera, veo muy bien que, sobre todo al arrancar, alguien pueda venir a echarnos una mano. Es un mundo muy desconocido para cualquier recién licenciado que casi nunca sabe por dónde empezar. A veces, el padrinazgo se limita a orientar, a aconsejar desinteresadamente. Otras, a frenar alguna energía negativa, como puede ser esas ocasiones que en un concurso algún miembro del jurado pretende acaparar para sus alumnos toda la gloria y hay que ponerle freno.
Lo normal es que nosotros estemos estudiando sin parar, preparándonos para darlo todo. Entonces, paso a paso, peldaño a peldaño, iremos ampliando el círculo de actuaciones, sin mirar qué hacen los demás, a nuestro ritmo, según nuestras facultades. Si cumplimos con nuestro trabajo adecuadamente, nuestro nombre irá sonando, nos iremos haciendo un hueco y, un buen día, al volver la vista atrás, 'veremos' la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante no hay camino, sino estelas en la mar. (Machado siempre tan preclaro. Ayer se cumplieron 75 años de su triste y dolorosa muerte).
(Y, por qué no, un abrazo enorme a mi ahijado, que siempre me lee en los pocos segundos que tiene libres). 

domingo, 28 de julio de 2013

Responsable

Es curioso pero, por más memoria que hago, sólo consigo recordarme, ya desde muy niño, como un ser absolutamente responsable. Las contadas ocasiones en las que conscientemente decidí dejar de serlo, siempre vinieron acompañadas de una sensación parecida a la alerta que provoca el peligro (excepto la primera que recuerdo: con cuatro años le solté una trola a la profesora del preescolar para correr a ver mi serie favorita de entonces, Daniel Boone; ni la reprimenda posterior de mi madre tras el chivatazo insolidario de mi hermano mayor, ni el castigo con 'orejas de burro' en el cole pudieron con mi íntima satisfacción).
Desde que tenemos uso de razón vamos configurando nuestra cabeza y en poco tiempo ya discurrimos de determinada manera y actuamos en consecuencia. No sé si se debe a que lo traemos de fábrica, a que nos lo inculcan por activa y por pasiva, o a la mezcla de un poco de todo. Ahora bien, pasados cincuenta años con esta actitud, he de reconocer que estoy un poco cansado.
Sé que esta cualidad (no sé si calificarla como virtud o defecto) es la que me ha hecho llegar a concertista. No hace falta que diga cuántos años de nuestra vida requieren una constancia y un esfuerzo grande para lograr que la cosa suene decentemente. Entonces ocurre que todo se va mimetizando. Parece como que hasta para elegir una barra de pan hubiese que cribar analíticamente. Claro, en este plan, resulta agotador.
Empiezas por ser responsable en casa, de muy pequeño, ante tus padres; luego en el colegio, intentando no desmerecer del manantial de sabiduría al que acudes a diario; sigues con las relaciones personales con compañeros y amigos, a los que jamás se te ocurriría defraudar; cuando tomas la decisión de volar solo y tomar las riendas, sientes como si mil pares de ojos vigilaran cada una de tus acciones; ni os cuento el día en que, junto a Beatriz, decidimos abandonar la senda adecuada, ya con una hija en el mundo, para vivir de la música; quieres que de cada concierto el público salga convencido de haber escuchado el programa de una manera auténtica; no regateas en esfuerzos aun sabiendo que las condiciones no van a ser las más adecuadas; intentas razonar las infinitas distintas situaciones según tu propio comportamiento... (podría seguir pero creo que se entiende el mensaje).
Resulta que cada mañana, no ahora, que no hay nada nuevo, sino desde siempre, te levantas y observas multitud de comportamientos totalmente contrarios al tuyo. No importa, te dices, es una decisión absolutamente propia y no me dejo influir por lo que hagan otros. Pero va en aumento y notas que, quieras o no, te va influyendo en tu círculo íntimo y privado, se va inmiscuyendo irremediablemente porque son acciones supra personales. Vas viendo cómo se va extendiendo una laxitud en el cumplimiento de cada misión (no digo obligación porque entiendo que es de libre elección), mires para donde mires, y crece la sensación de que sólo los tontos hacen lo que deben. Si no lo piensas ya se encargará algún voluntario de decírtelo con mucha sorna. Y esto en prácticamente todos los planos de la sociedad, por lo que, como ya he dicho, te acaba salpicando.
Pero ya no sabes ser de otra manera, no puedes, no quieres. Tan sencillo como que cada uno hiciera más o menos lo que tiene que hacer, sin pedir peras al olmo, sin esperar llegar a una situación límite o tener que recurrir a levantar el tono de voz. No es una misión imposible. Vivimos encadenados (en el sentido de concatenar) y las omisiones de los demás acaban notándose en tu diario.
Prefiero ser responsable de mis actos. Prefiero tener la culpa de mis errores, porque así podré enmendarlos y asumir las consecuencias. Prefiero que por mí no quede. Prefiero que en la sociedad en la que me muevo haya mucha gente que piense y actúe así. Y prefiero que la alternativa no sea la irresponsabilidad, que no se trata de contrarios.

(Esta tarde realizaré mi último acto de responsabilidad no dejando ni una miga de la tarta de queso que está preparando Beatriz, y que irá recubierta con las moras que ayer tarde recogimos en nuestro paseo).

miércoles, 7 de marzo de 2012

Sonata de Otoño

Hay muchas películas sobre música y músicos, con biografías más o menos rigurosas. Y lo que me suele gustar más es poder oír las obras interpretadas en una sala de cine, a todo volumen. Pero hoy he recordado una del año 1978, Sonata de Otoño, con dos protagonistas femeninas de talla: Ingrid Bergman y Liv Ullmann. La recordaba vagamente de hace tiempo, pero tuve la ocasión de volverla a ver el año pasado. Básicamente trata de la relación de una concertista de piano con su hija.
Por supuesto, es de esas concertistas de largas giras mundiales que antepusieron todo a su profesión (ojo, lo mismo sirve si hubiera sido el padre, no es cuestión de sexos). Eso significa relaciones difíciles, ausencias y falta de cariño, entre otras carencias (para muestra, un botón). Se analiza el drama psicológico, intentando el acercamiento tras un largo periodo sin verse. Hay escenas de una fuerza impactante, de tremendo dolor. En cualquier momento puede estallar todo.
En el mundo artístico se ha justificado siempre el desencuentro familiar debido a los frecuentes viajes. Parece obvio. Y no digamos si el triunfo acompaña a dicho artista. Quizás sea más fácil compararlo con los cantantes modernos o los actores. También hoy los medios de comunicación facilitan que la distancia sea más llevadera. Pero el concertista de piano, para colmo, aún estando en su casa, suele estar aislado si los programas que debe preparar le desbordan. A los niños se les inculca que nunca deben interrumpir el estudio. La habitación del piano es sagrada e impenetrable. Puede parecer exagerado, pero es así.
Afortunadamente, yo pude sortear este obstáculo de la manera más sencilla: mi hija, en la cuna o en el parquecito, dormía como un lirón junto al piano. Llegamos a pensar que era sorda e ¡incluso se lo consultamos al pediatra! Y creció jugando al lado del piano sin problemas. Y cuando tenía algo que decirme me lo decía y yo le respondía. Estaba claro que esto iba a ser sólo una etapa y no toda la vida, así que tuve claro que era mejor no perdérmela.
Por desgracia, conozco casos en los que la relación ha sido mucho más distante, dejando ciertas secuelas en el comportamiento, por decirlo de una manera sencilla. Incluso conozco un caso extremo con final trágico del hijo. Pero es eso, extremo.
Retomando la película, esta vez me quedé de piedra con la escena final. Perdonad si lo cuento, pero no estoy desvelando el desenlace de una intriga sino un comportamiento. Después de hora y media de tensión, de discusiones, de encuentros y de soluciones, cuando parece que va a acabar bien (y, en efecto, lo parece) la concertista realiza una llamada a su representante que, a la vez, es su administrador. Es impresionante ver cómo se transforma cuando empieza a hablar de dinero, de cuánto tiene en la cuenta, de que el coche que le iba a regalar a su hija va a ser el viejo y el nuevo se lo compra para ella... En fin, tras el drama humano sólo había dinero. Ni siquiera música. Conciertos, más conciertos para ganar más dinero.
No deberíamos dejar que, en nombre del Arte o de la Música, las personas que nos rodean puedan sufrir. Es compatible la vida familiar con el concertismo. Incluso los viajes se pueden realizar acompañado, las fechas se pueden ajustar en bloques, se puede rechazar lo que no tengamos muy claro. ¿No os habéis preguntado alguna vez, viendo a las grandes glorias, qué se les había perdido por aquí? ¿Nunca tienen bastante?
Me gustaría pensar que, al menos en un principio, el motor de esta vida fue la música y su amor a ella, y no únicamente el de ver subir la cuenta corriente.