Andaba echando un vistazo a la Wikipedia sobre los Illuminati, cuando me sorprendí al leer los ideales que los impulsó a crear su orden en el año 1776: se oponían a la superstición, los prejuicios, la influencia religiosa sobre el ser humano, los abusos de poder del Estado, y apoyaban la educación de la mujer y la igualdad de sexos, junto con la ruptura de las barreras políticas, todo ello con el fin de crear un nuevo orden mundial. Después de escasos veinte años prohibieron la Orden, y hasta nuestros días, a través de la literatura de ficción y de las películas, nos hemos hecho una idea general en la que los vemos, principalmente, como conspiradores que todos imaginamos que gobiernan el mundo en la sombra por medio de sus sociedades secretas.
Bueno, no deja de ser curioso y digno de admiración que siempre haya gente idealista, que crea en la utopía y que arriesgue bastante en su lucha. Al menos ellos lo intentan y no se quedan en la barrera, ese deporte tan nuestro.
Pero también quería mencionar a los iluminados que a diario nos cruzamos por nuestras vidas y que nos afectan por razones varias. Cada día es más fácil encontrarlos porque, gracias a las comunicaciones y a la globalización (es un eufemismo), cualquiera que se sube a una mínima tarima cree que puede manejar los designios de las personas que tiene a su alcance. Claro, según el puesto de responsabilidad que ocupe, su radio de acción será proporcional.
Realmente habría una lista muy grande, demasiado grande, de gente como nosotros, mortalitos de a pie, que desde el más mínimo cargo, incluyendo el de presidente de la comunidad de vecinos, sólo buscan imponer su opinión y su autoridad. Y esto también nos alcanza a nosotros, cuando ilusionados con nuestros estudios pianísticos, nos topamos con un iluminado que decide que él es Dios (sí, con mayúsculas). Sólo hay una opinión, sólo hay que obedecer, sólo hay que dejarse guiar y, por supuesto, sólo hay un dios verdadero. Así que, hemos de sentirnos dichosos y privilegiados por haber sido conducidos por la gracia divina (la suya) hasta su clase. El problema viene al cabo de algunos años con los efectos de su iluminación.
Intento no ser demagogo y no generalizar, que todo hay que aclararlo, pero creo que sabemos de lo que hablo sin entrar en demasiados detalles, que son siempre dolorosos. Por eso creo que, si de verdad viviésemos en una sociedad avanzada, democrática y culta, estos personajillos de medio pelo (y de media talla) serían fácilmente identificables e, inmediatamente, neutralizados, sin mayor importancia ni dilación.
A ver cuándo somos capaces realmente de creer en la libertad del individuo, en su grandeza, sin que nadie venga a aguarnos la fiesta y sin que nosotros tampoco se la agüemos, claro está.
Mostrando entradas con la etiqueta comportamiento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta comportamiento. Mostrar todas las entradas
domingo, 6 de julio de 2014
Iluminados
Etiquetas:
autoridades,
carrera,
comportamiento,
dolor,
errores,
iluminados,
libertad,
ministro,
nosotros mismos,
obediencia,
pesadilla,
profesor,
sufrimiento,
vivir
domingo, 15 de junio de 2014
Suite Francesa
"La anciana caminaba rápida y silenciosamente por la habitación. 'De nada sirve cerrar los ojos -murmuraba-. Lucile está a punto de arrojarse a los brazos de ese alemán'. (...) Cuando por fin todo dormía en la casa, hacía lo que ella llamaba 'su ronda'. En esas ocasiones no se le escapaba nada. (...) A menudo, oía las notas del piano y la voz, muy baja y muy suave, del alemán, que canturreaba o acompañaba una frase musical. Ese piano... ¿Cómo puede gustarles la música? Cada nota le martilleaba los nervios y le arrancaba un gemido. Antes que eso, prefería sus largas conversaciones, cuyo débil eco conseguía captar asomándose a la ventana, justo encima de la del despacho, que dejaban abierta durante esas hermosas noches de verano. Prefería incluso los silencios que se hacían entre ellos o la risa de Lucile (¡reír, teniendo al marido prisionero! ¡Desvergonzada, mujerzuela, alma vil!). Cualquier cosa era preferible a la música, porque sólo la música es capaz de abolir las diferencias de idioma o costumbres de dos seres humanos y tocar algo indestructible en su interior".
(Suite francesa. Irène Némirovsky. Ediciones Salamandra).
Cada vez que descubro en un libro un pasaje dedicado a la música y al piano, no dejo de sorprenderme por la variedad de definiciones y de los efectos que son capaces de llegar a producir. En este caso, me gusta la idea de pecado, no tan lejana ni ajena.
La escritora demuestra una cultura musical exquisita pues, en unas notas también publicadas, esboza la música de Beethoven que elegiría para el movimiento Adagio de esta Suite, que sería el de la Sonata opus 106, la variación XX de las Diabelli y el Benedictus de la Missa Solemnis.
Además, he descubierto a una mujer de una inteligencia absoluta. La claridad de pensamiento y la precisión con la que describe al género humano, en este caso, durante la invasión alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial, me ha quitado el sueño en no pocas ocasiones. A menudo he sonreído con admiración al leer sus soluciones a situaciones trágicas concretas, como si un Deus ex Machina un poco particular se encargara de repartir justicia. Ése que fue injusto e implacable con ella al no impedir su muerte a los treinta y nueve años de edad en el campo de exterminio nazi de Auschwitz.
"Todos sabemos que el ser humano es complejo, múltiple, contradictorio, que está lleno de sorpresas, pero hace falta una época de guerra o de grandes transformaciones para verlo. Es el espectáculo más apasionante y el más terrible del mundo. El más terrible porque es el más auténtico. Nadie puede presumir de conocer el mar sin haberlo visto en la calma y en la tempestad. Sólo conoce a los hombres y a las mujeres quien los ha visto en una época como ésta. Sólo ése se conoce a sí mismo".
Sin comentarios.
(Suite francesa. Irène Némirovsky. Ediciones Salamandra).
Cada vez que descubro en un libro un pasaje dedicado a la música y al piano, no dejo de sorprenderme por la variedad de definiciones y de los efectos que son capaces de llegar a producir. En este caso, me gusta la idea de pecado, no tan lejana ni ajena.
La escritora demuestra una cultura musical exquisita pues, en unas notas también publicadas, esboza la música de Beethoven que elegiría para el movimiento Adagio de esta Suite, que sería el de la Sonata opus 106, la variación XX de las Diabelli y el Benedictus de la Missa Solemnis.
Además, he descubierto a una mujer de una inteligencia absoluta. La claridad de pensamiento y la precisión con la que describe al género humano, en este caso, durante la invasión alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial, me ha quitado el sueño en no pocas ocasiones. A menudo he sonreído con admiración al leer sus soluciones a situaciones trágicas concretas, como si un Deus ex Machina un poco particular se encargara de repartir justicia. Ése que fue injusto e implacable con ella al no impedir su muerte a los treinta y nueve años de edad en el campo de exterminio nazi de Auschwitz.
"Todos sabemos que el ser humano es complejo, múltiple, contradictorio, que está lleno de sorpresas, pero hace falta una época de guerra o de grandes transformaciones para verlo. Es el espectáculo más apasionante y el más terrible del mundo. El más terrible porque es el más auténtico. Nadie puede presumir de conocer el mar sin haberlo visto en la calma y en la tempestad. Sólo conoce a los hombres y a las mujeres quien los ha visto en una época como ésta. Sólo ése se conoce a sí mismo".
Sin comentarios.
domingo, 8 de junio de 2014
Estricto
Riguroso, ajustado exactamente a la norma o a la ley, sin admitir excepciones ni concesiones. (Diccionario de la lengua española. Espasa Calpe).
Que no digo yo que no haya que ser estrictos a la hora de afrontar los retos, resolver problemas o comportarnos en cualquier momento. Lo que ocurre es que, si no aflojamos alguna vez, aunque sea un poquito, y admitimos alguna excepción o realizamos alguna concesión, igual creamos una tensión que aumentará exponencialmente hasta que se produzca un estallido superior en magnitud a la fisión nuclear, que ya es decir.
Llevo un tiempo observando una actitud demasiado estricta en una niña de ocho o nueve años, que acata inmediatamente y de forma literal cualquier orden, consejo o sugerencia que se le da al grupo, en este caso, un coro infantil. Mientras los compañeros van llegando y hasta que comienza el ensayo, ella adopta su posición de inicio y se queda clavada cual estatua, que es lo que deberían hacer todos una vez que se les requiere la atención.
Yo la observo en su rigidez e intento imaginar lo que pasa por su cabecita. Supongo que será una mezcla de satisfacción por cumplir estrictamente con su obligación y una turbación cercana al enfado porque sus compañeros ríen y chillan antes de que suene la campana.
El problema que comienzo a ver es que la incomodidad va ganando al disfrute, en esa batalla interior en la que el prisma quizás esté excesivamente enfocado y no admita ni una milésima de dioptría.
Y es posible, quizás un futurible demasiado pesimista, que teniendo cualidades y ganas de superación, abandone el grupo por llegar a sentirse aislada e incomprendida. Ojalá me equivoque.
En demasiadas ocasiones los pianistas, alumnos, profesores, aficionados y profesionales, usamos una vara de medir demasiado rígida, lo que, imperceptiblemente, va creando una pátina de desánimo y de frustración que debería ser incompatible con el esfuerzo realizado, pero que va calando y haciendo mella. En vez de mirar adelante con cierto optimismo, cada mota de polvo se convierte en roca, lo que hace que el camino sea impracticable.
Como siempre, hago hincapié en la educación. Si esta niña no recibe la información adecuada y es informada de que por relajarse de vez en cuando, o incluso siempre, no va a perder calidad, ni la opinión que de ella se tenga (que de eso hay mucho) va a verse mermada, es muy posible que, habiendo logrado cumplir sus objetivos gracias a su constancia y esfuerzo, nunca llegue a disfrutarlos.
Por eso, cuando los jóvenes pianistas que muestran este comportamiento no reciben los consejos precisos, ya que gracias a ser extremos son dignos de ser mostrados cual reclamo publicitario, van de cabeza sin remisión a la soledad y a la tristeza. Cuando el tiempo haya pasado y comprueben que en su infancia y en su juventud no tuvieron la parte divertida e inconsciente, con la ausencia de responsabilidad que es lo que nos hace añorarlas ya adultos, comenzarán las preguntas sin respuesta que tanto daño hacen.
Creo que esto también es educar.
P.S.: No puedo dejar de enlazar a la página de EDUCO. Ni a la entrada que escribí a principios de curso. Ojalá los malditos bastardos que gobiernan se pareciesen un poco a los de Tarantino.
Que no digo yo que no haya que ser estrictos a la hora de afrontar los retos, resolver problemas o comportarnos en cualquier momento. Lo que ocurre es que, si no aflojamos alguna vez, aunque sea un poquito, y admitimos alguna excepción o realizamos alguna concesión, igual creamos una tensión que aumentará exponencialmente hasta que se produzca un estallido superior en magnitud a la fisión nuclear, que ya es decir.
Llevo un tiempo observando una actitud demasiado estricta en una niña de ocho o nueve años, que acata inmediatamente y de forma literal cualquier orden, consejo o sugerencia que se le da al grupo, en este caso, un coro infantil. Mientras los compañeros van llegando y hasta que comienza el ensayo, ella adopta su posición de inicio y se queda clavada cual estatua, que es lo que deberían hacer todos una vez que se les requiere la atención.
Yo la observo en su rigidez e intento imaginar lo que pasa por su cabecita. Supongo que será una mezcla de satisfacción por cumplir estrictamente con su obligación y una turbación cercana al enfado porque sus compañeros ríen y chillan antes de que suene la campana.
El problema que comienzo a ver es que la incomodidad va ganando al disfrute, en esa batalla interior en la que el prisma quizás esté excesivamente enfocado y no admita ni una milésima de dioptría.
Y es posible, quizás un futurible demasiado pesimista, que teniendo cualidades y ganas de superación, abandone el grupo por llegar a sentirse aislada e incomprendida. Ojalá me equivoque.
En demasiadas ocasiones los pianistas, alumnos, profesores, aficionados y profesionales, usamos una vara de medir demasiado rígida, lo que, imperceptiblemente, va creando una pátina de desánimo y de frustración que debería ser incompatible con el esfuerzo realizado, pero que va calando y haciendo mella. En vez de mirar adelante con cierto optimismo, cada mota de polvo se convierte en roca, lo que hace que el camino sea impracticable.
Como siempre, hago hincapié en la educación. Si esta niña no recibe la información adecuada y es informada de que por relajarse de vez en cuando, o incluso siempre, no va a perder calidad, ni la opinión que de ella se tenga (que de eso hay mucho) va a verse mermada, es muy posible que, habiendo logrado cumplir sus objetivos gracias a su constancia y esfuerzo, nunca llegue a disfrutarlos.
Por eso, cuando los jóvenes pianistas que muestran este comportamiento no reciben los consejos precisos, ya que gracias a ser extremos son dignos de ser mostrados cual reclamo publicitario, van de cabeza sin remisión a la soledad y a la tristeza. Cuando el tiempo haya pasado y comprueben que en su infancia y en su juventud no tuvieron la parte divertida e inconsciente, con la ausencia de responsabilidad que es lo que nos hace añorarlas ya adultos, comenzarán las preguntas sin respuesta que tanto daño hacen.
Creo que esto también es educar.
P.S.: No puedo dejar de enlazar a la página de EDUCO. Ni a la entrada que escribí a principios de curso. Ojalá los malditos bastardos que gobiernan se pareciesen un poco a los de Tarantino.
Etiquetas:
Alumnos,
carácter,
compañeros,
comportamiento,
disciplina,
disfrutar,
dosificar,
educación,
estricto,
frustración,
juventud,
normalidad,
obediencia,
placer,
presión,
relajarse
domingo, 25 de mayo de 2014
Errores
Las musas me han vuelto a soplar una frase que puede aplicarse a buena parte de nuestra vida. Pertenece al modisto y diseñador Charles James y la tenía colgada en lugar bien visible en su taller de costura: No me importa que cometáis errores pero, por favor, que sean errores nuevos.
Me parece una frase espectacular viniendo de un creador considerado por muchos el más sobresaliente del siglo XX y que hizo de la perfección su bandera. Es toda una declaración de principios porque está dispuesto a admitir que somos falibles. Lo que quizás ya no sea de recibo es una actitud más bien pasota, que considere el 'qué más da' como algo positivo en detrimento del esfuerzo y la consecución del objetivo.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue la queja sempiterna de muchos profesores, por no decir todos, con respecto a los alumnos a los que hay que repetir las mismas correcciones una y mil veces. Todos sabemos de lo que hablo: que si el pedal se usa así, que si las manos no deben caer hacia los lados, que no hundas los nudillos, que no aporrees las teclas, que estudies..., y muchos latiguillos más que retumbarán de por vida en los conservatorios del mundo.
Evidentemente, buena parte del cansancio de los docentes viene de esta práctica repetitiva que hace imposible el más mínimo avance. Si no se encuentra en el alumno un interés, demostrado en la corrección más o menos inmediata de dichos errores advertidos, a base de trabajo y estudio, que no hay otro sistema, es lógico que la vez número veintisiete que haya que repetirlo te entren ganas de mandarlo a hacer puñetas (incluso en la veintiséis). De ahí lo estimulantes que son aquellos que vienen a cada clase con el programa mejorado y corregido.
En el sentido inverso, también podríamos decir que hay profesores que, demostrada su incapacidad de sacar alumnos medianamente preparados, y que se dedican a suspender a diestro y siniestro como única táctica pedagógica, igual deberían pararse en seco y admitir su error. Si el sistema usado en clase no llega (dando por hecho que exista ese sistema), habría que reconducir los consejos y los hábitos para que los alumnos se sintiesen estimulados y tuviesen ganas de trabajar. Creo que me explico y que no necesito extenderme más.
En los dos casos tenemos que añadir que hablamos de una enseñanza y una profesión elegidas voluntariamente y, casi siempre, vocacionales, por lo que no parece tener cabida la indolencia sin afán de superación.
Así que, para no ser reiterativo, os recomiendo releer la frase y analizarla brevemente. Seguro que sacamos algo positivo.
P.S.: De paso, echad un vistazo a los diseños creados por Charles James. Puro arte.
Me parece una frase espectacular viniendo de un creador considerado por muchos el más sobresaliente del siglo XX y que hizo de la perfección su bandera. Es toda una declaración de principios porque está dispuesto a admitir que somos falibles. Lo que quizás ya no sea de recibo es una actitud más bien pasota, que considere el 'qué más da' como algo positivo en detrimento del esfuerzo y la consecución del objetivo.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue la queja sempiterna de muchos profesores, por no decir todos, con respecto a los alumnos a los que hay que repetir las mismas correcciones una y mil veces. Todos sabemos de lo que hablo: que si el pedal se usa así, que si las manos no deben caer hacia los lados, que no hundas los nudillos, que no aporrees las teclas, que estudies..., y muchos latiguillos más que retumbarán de por vida en los conservatorios del mundo.
Evidentemente, buena parte del cansancio de los docentes viene de esta práctica repetitiva que hace imposible el más mínimo avance. Si no se encuentra en el alumno un interés, demostrado en la corrección más o menos inmediata de dichos errores advertidos, a base de trabajo y estudio, que no hay otro sistema, es lógico que la vez número veintisiete que haya que repetirlo te entren ganas de mandarlo a hacer puñetas (incluso en la veintiséis). De ahí lo estimulantes que son aquellos que vienen a cada clase con el programa mejorado y corregido.
En el sentido inverso, también podríamos decir que hay profesores que, demostrada su incapacidad de sacar alumnos medianamente preparados, y que se dedican a suspender a diestro y siniestro como única táctica pedagógica, igual deberían pararse en seco y admitir su error. Si el sistema usado en clase no llega (dando por hecho que exista ese sistema), habría que reconducir los consejos y los hábitos para que los alumnos se sintiesen estimulados y tuviesen ganas de trabajar. Creo que me explico y que no necesito extenderme más.
En los dos casos tenemos que añadir que hablamos de una enseñanza y una profesión elegidas voluntariamente y, casi siempre, vocacionales, por lo que no parece tener cabida la indolencia sin afán de superación.
Así que, para no ser reiterativo, os recomiendo releer la frase y analizarla brevemente. Seguro que sacamos algo positivo.
P.S.: De paso, echad un vistazo a los diseños creados por Charles James. Puro arte.
Etiquetas:
aciertos,
Alumnos,
avance,
carrera,
clase,
comportamiento,
crecimiento,
disciplina,
energía,
entrega,
errores,
esfuerzo,
estímulo,
objetivo,
presión,
Profesores,
seriedad
domingo, 11 de mayo de 2014
Dinero y Amor
"Luz María Lascuráin, como niña proveniente de una familia acomodada, estaba acostumbrada a recibir todo tipo de regalos y atenciones. Nunca hubo un juguete que 'Lucha' no pudiera tener, un vestido que no pudiera lucir y un alimento que no pudiera comer. Fue la más pequeña de una familia de catorce hermanos y, por supuesto, la más consentida de todos ellos. Tuvo a su alcance cuanto necesitó y se podría decir que hasta de más.
(...)El padre de Lucha, don Carlos, estaba convencido de que el dinero era imprescindible para poder integrarse al mundo moderno, para gozar de los beneficios que la tecnología ofrece. Y nunca escatimó un centavo en la compra de todo tipo de artefactos que hicieran más cómoda y llevadera la vida hogareña, cosa que su esposa siempre le agradeció. Al dinero le debía, entre otras cosas, el haber podido trasladar a su familia del norte al centro del país con objeto de protegerla de los peligros que ofrecía la Revolución Mexicana. (...)El dinero, pues, para los Lascuráin, representaba la seguridad, la tranquilidad y la oportunidad de progreso que podían ofrecer a sus hijos. Con estos antecedentes, resultaba comprensible que a Lucha le fuera forzoso el tener dinero para vivir tranquilamente y para demostrar su amor. Ella creció viendo cómo la posesión de capital aseguraba la felicidad de la familia.
Laura Esquivel. Tan veloz como el deseo. Editorial Debolsillo.
Pues eso, a regalar serenatas, nosotros que podemos.
Júbilo, en su niñez, vivió exactamente lo contrario. En su casa, la falta de dinero nunca fue un impedimento para que sus padres se manifestaran el amor que sentían el uno por el otro, y mucho menos para que pudieran expresar el que le profesaban a sus hijos. A pesar de no tener más que para lo indispensable, siempre vivieron rodeados de amor. Don Librado, después del descalabro económico que sufrió cuando quebró la fábrica exportadora de henequén que dirigía, también tuvo que dejar su suelo natal para venir a radicar a la capital, sólo que en condiciones muy distintas a las de los Lascuráin. Los ahorros que tenían les duraron muy poco. Sus hijos tuvieron que asistir a escuelas de Gobierno y olvidarse de cualquier tipo de lujos.
(...)Júbilo nunca lo resintió, todo lo contrario. Estaba convencido de que la posesión de ropa y muebles, lejos de proporcionar felicidad, convertían al hombre en esclavo de sus pertenencias. Él creía que uno debía pensar muy bien antes de comprar algo, pues todas las cosas reclamaban cierta atención y con el tiempo se convertían en unas tiranas que exigían cuidados: protegerlas de los amigos de lo ajeno, mantenerlas en buen estado, en fin, poseer significaba depender y él era muy libre como para querer comprar ataduras. Por eso, se frenaba para hacer un regalo costoso. En primera, porque no creía que fuera un requisito indispensable para demostrar el cariño que sentía hacia otra persona y en segunda, porque estaba convencido de que al hacerlo, también estaba regalando una esclavitud, bueno, a menos que se tratara de un bien perecedero como podían ser unas flores o unos chocolates.
Desde su perspectiva, el valor de los objetos radicaba en lo que su compra había significado para la persona que lo obsequiaba y no en el valor económico del mismo. Él no le atribuía ningún valor al dinero y de ninguna manera se atrevía a equipararlo con una demostración amorosa. Por ejemplo, para Júbilo tenía mucho más valor llevar una serenata a las tres de la mañana que comprar una pulsera de diamantes. La primera representaba que había estado dispuesto a no dormir, a pasar frío, a correr riesgo de ser asaltado por un delincuente o a ser bañado por las «aguas» de los vecinos. Y eso era más valioso que un desembolso. El valor de las cosas era muy relativo. Y el dinero era como una gran lupa que sólo distorsionaba la realidad y que le daba a las cosas una dimensión que realmente no tenían.
¿Cuánto valía una carta de amor? A los ojos de Júbilo, mucho. Y en ese sentido él sí estaba dispuesto a derrochar todo lo que guardaba en su interior con tal de manifestar su amor. Y lo decía de corazón, no como parte de un sacrificio. El amor, para él, era una fuerza vital, la más importante que había sentido y experimentado. Sólo cuando una persona sentía su impulso, se olvidaba de sí misma para pensar en otra y desear alcanzarla, tocarla, unirse a ella. Y para eso, no era necesario tener dinero, bastaba con un deseo".
(...)Júbilo nunca lo resintió, todo lo contrario. Estaba convencido de que la posesión de ropa y muebles, lejos de proporcionar felicidad, convertían al hombre en esclavo de sus pertenencias. Él creía que uno debía pensar muy bien antes de comprar algo, pues todas las cosas reclamaban cierta atención y con el tiempo se convertían en unas tiranas que exigían cuidados: protegerlas de los amigos de lo ajeno, mantenerlas en buen estado, en fin, poseer significaba depender y él era muy libre como para querer comprar ataduras. Por eso, se frenaba para hacer un regalo costoso. En primera, porque no creía que fuera un requisito indispensable para demostrar el cariño que sentía hacia otra persona y en segunda, porque estaba convencido de que al hacerlo, también estaba regalando una esclavitud, bueno, a menos que se tratara de un bien perecedero como podían ser unas flores o unos chocolates.
Laura Esquivel. Tan veloz como el deseo. Editorial Debolsillo.
Pues eso, a regalar serenatas, nosotros que podemos.
Etiquetas:
amor,
Beatriz,
comportamiento,
dinero,
entrega,
estímulo,
familia,
Laura Esquivel,
libertad,
regalos,
relatividad
domingo, 4 de mayo de 2014
Prolongar el placer
Es probable que con este título reciba visitas expectantes que nada tengan que ver con la música. Bienvenidas sean.
Bueno, bromas aparte, mi intención realmente es esa, escribir sobre lo importante que es que dure todo lo posible una sensación que debería ser norma y que en demasiadas ocasiones nos parece inalcanzable. Más concretamente, me estoy refiriendo a lo que viene después de un concierto, que sin duda ha sido triunfal pues para eso lo hemos trabajado.
No siempre ha estado claro que al abandonar el escenario un pianista sale sonriendo y eufórico. Son muchos los casos en los que un pasaje, tres notas falladas o cualquier insignificancia nos tiran por tierra toda la labor previa y, peor aún, el propio concierto. ¿Por qué? Porque nos han educado así, en la perfección casi inalcanzable que sólo sirve para amargarnos la existencia más que para hacernos crecer cada día. Algo que en principio debería estimularnos se ha convertido en un veneno que mata lentamente.
Así que, lo primero que quiero dejar claro es que tenemos la obligación de salir contentos tras un recital porque casi nunca pasa nada. Hemos dado lo mejor de nosotros y el público ha salido encantado con nuestra música y nuestra entrega. Ya habrá tiempo para repasar los compases de siempre (dónde habré puesto las tijeras), esos que sólo a veces se nos atascan porque nos empeñamos en tocarlos más rápido de lo que debemos o podemos. La próxima vez los controlaremos, seguro, pero no podemos pasar de ahí, de un propósito de enmienda. Pero eso de salir con ganas de derramar sangre, propia o ajena, de un acto lleno de belleza y sensibilidad, no parece incompatible con una mente sana.
Sentada la base de que todo ha ido bien y estamos contentos, tenemos el deber de alargar este estado hasta el infinito, casi tanto como nos lo permitan nuestras ganas de vivir bien. La costumbre insana de analizar minuciosamente lo que ha ocurrido minutos antes con el pretexto de mejorar siempre un poco más, sólo sirve para aguarnos la fiesta. Y sabéis que llevo razón. Sobre todo cuando queremos ser más papistas que Francisco y nos convertimos en nuestros más severos y despiadados críticos. Repito, sólo es un mal hábito que debemos desterrar.
Cuando acaba el concierto y hemos recibido largos aplausos, y somos conscientes de que son merecidos, sin engaños, el buen hábito debe ser estar contentos con nosotros mismos, disfrutar el éxito, que parece que cualquiera puede hacer lo que nosotros. Y nos tiene que durar mucho más que unas pocas horas, hasta que nos levantemos al día siguiente. Nos tiene que durar hasta el próximo, nos tiene que durar durante el estudio, nos tiene que durar cuando analicemos nuestra actuación, nos tiene que durar en la convivencia con la familia y los amigos...
¿Por qué no probamos a que el piano nos dé alegrías duraderas? Todo sería tan distinto. No debemos rechazar lo bueno porque hay que empezar a pensar en el siguiente reto. Una cosa no quita la otra. Sería como un olor, como un aroma, de esos de infancia, que nos hacen rememorar la felicidad de golpe, y que podríamos transmitir cuando nos sentásemos la siguiente vez delante del teclado.
Y no sólo por el público, sino por nosotros, para nosotros.
Bueno, bromas aparte, mi intención realmente es esa, escribir sobre lo importante que es que dure todo lo posible una sensación que debería ser norma y que en demasiadas ocasiones nos parece inalcanzable. Más concretamente, me estoy refiriendo a lo que viene después de un concierto, que sin duda ha sido triunfal pues para eso lo hemos trabajado.
No siempre ha estado claro que al abandonar el escenario un pianista sale sonriendo y eufórico. Son muchos los casos en los que un pasaje, tres notas falladas o cualquier insignificancia nos tiran por tierra toda la labor previa y, peor aún, el propio concierto. ¿Por qué? Porque nos han educado así, en la perfección casi inalcanzable que sólo sirve para amargarnos la existencia más que para hacernos crecer cada día. Algo que en principio debería estimularnos se ha convertido en un veneno que mata lentamente.
Así que, lo primero que quiero dejar claro es que tenemos la obligación de salir contentos tras un recital porque casi nunca pasa nada. Hemos dado lo mejor de nosotros y el público ha salido encantado con nuestra música y nuestra entrega. Ya habrá tiempo para repasar los compases de siempre (dónde habré puesto las tijeras), esos que sólo a veces se nos atascan porque nos empeñamos en tocarlos más rápido de lo que debemos o podemos. La próxima vez los controlaremos, seguro, pero no podemos pasar de ahí, de un propósito de enmienda. Pero eso de salir con ganas de derramar sangre, propia o ajena, de un acto lleno de belleza y sensibilidad, no parece incompatible con una mente sana.
Sentada la base de que todo ha ido bien y estamos contentos, tenemos el deber de alargar este estado hasta el infinito, casi tanto como nos lo permitan nuestras ganas de vivir bien. La costumbre insana de analizar minuciosamente lo que ha ocurrido minutos antes con el pretexto de mejorar siempre un poco más, sólo sirve para aguarnos la fiesta. Y sabéis que llevo razón. Sobre todo cuando queremos ser más papistas que Francisco y nos convertimos en nuestros más severos y despiadados críticos. Repito, sólo es un mal hábito que debemos desterrar.
Cuando acaba el concierto y hemos recibido largos aplausos, y somos conscientes de que son merecidos, sin engaños, el buen hábito debe ser estar contentos con nosotros mismos, disfrutar el éxito, que parece que cualquiera puede hacer lo que nosotros. Y nos tiene que durar mucho más que unas pocas horas, hasta que nos levantemos al día siguiente. Nos tiene que durar hasta el próximo, nos tiene que durar durante el estudio, nos tiene que durar cuando analicemos nuestra actuación, nos tiene que durar en la convivencia con la familia y los amigos...
¿Por qué no probamos a que el piano nos dé alegrías duraderas? Todo sería tan distinto. No debemos rechazar lo bueno porque hay que empezar a pensar en el siguiente reto. Una cosa no quita la otra. Sería como un olor, como un aroma, de esos de infancia, que nos hacen rememorar la felicidad de golpe, y que podríamos transmitir cuando nos sentásemos la siguiente vez delante del teclado.
Y no sólo por el público, sino por nosotros, para nosotros.
Etiquetas:
aciertos,
alegría,
avance,
comportamiento,
Concertista,
confianza,
contento,
disfrutar,
estudio,
felicidad,
placer,
positivo,
vivir
miércoles, 2 de abril de 2014
Realismo
Cada vez tengo más claro que es imprescindible incrustar en los programas académicos de los conservatorios una asignatura que dote a todos los alumnos, cualquiera que sea su especialidad, de la capacidad de poner los pies en la Tierra (y lo pongo con mayúsculas en contraste con la Luna).
La carrera de música no ha cambiado demasiado a lo largo de los años, a pesar de los distintos planes que modifican su estructura. Según quien dirija la correspondiente reforma se potenciarán más unos valores que otros, resumidos en tocar o no tocar, that's the question, que no hará otra cosa que reflejar el desarrollo profesional del o de los individuos que redactaron el tocho.
De la idea inicial, incluso de la que vamos modelando en nuestra cabeza, de lo que debe ser el ejercicio de la música, es decir, ser músico, a lo que después nos encontramos hay sustanciales diferencias. En principio y en teoría, todo está idealizado y magnificado, y no quiero decir con esto que no deba serlo. ¡Ojalá! Pero las circunstancias que van parejas al hecho de un concierto son ignoradas, por puro desconocimiento, por la mayoría de los primerizos y por la no tan minoría de los profesionales.
Por concretar: un pianista piensa que su única misión es estudiar para estar preparado suficientemente el día D, y no voy a negar esta premisa, por supuesto. El problema es que, si se ignora el cúmulo de gestiones y preparativos que acarrean llegar hasta ese punto, puede que llegue a tener un comportamiento, cuando menos, inadecuado.
En los mejores sueños, habitualmente potenciados por el cine y la televisión, el pianista comienza sus triunfos como quien no quiere la cosa, es llevado en volandas a los mejores teatros del mundo mundial y sólo tiene que ocuparse de estudiar, alternar en las posteriores fiestas de aclamación y descansar (aquí entra un poco de turismo y algún que otro escarceo amoroso) tras ser depositado por una limusina en un hotel de lujo. Así dibujado, ¿dónde hay que firmar?
Pero el diario, la vida cotidiana, obliga al intérprete a estar un poco más implicado en aspectos más mundanos, desde ayudar a diseñar el programa de mano y el cartel anunciador, a mover el piano de su rincón para llevarlo al centro del escenario. Y no pasa nada. Pero esto no es porque se esté escatimando en todos los campos, que también, sino por empatía con esa abnegada multitud de aficionados que roban de su descanso muchas horas para llevar adelante el hecho musical. ¿Nos hemos planteado alguna vez que si no hay gente que organice conciertos estos no se podrían celebrar?
Existen muchas sociedades musicales que son gestionadas por poco más de dos personas aunque estén formadas por cientos de socios. Muchas no disponen de sede propia y tienen que hacer malabarismos para encajar sus fechas con las de los sala-donantes. Muchas no tienen dinero casi ni para encargar los programas a una imprenta, saliendo de la impresora casera. En algunos casos he visto llegar a los miembros de la junta directiva con las botellitas de agua, una toalla y jabón de manos, carencias del local. Los días previos los pasan colgados al teléfono para recordar a cada socio que deberían asistir para no verse solos como casi siempre. Muchos te ofrecen su propia casa para descansar o incluso pasar la noche, además de invitarte de su bolsillo a cenar o tomar unas tapitas. La mayoría, gente de una edad, deben colocar y recoger las sillas de la sala.
Podría seguir enumerando decenas de detalles que no nos molestamos ni siquiera en imaginar porque nos creemos merecedores de las máximas comodidades. Si bajásemos un poco del Olimpo seríamos más felices porque estaríamos tratando con gente que ama la música por encima de todo, y ahí encontraríamos el sentido a nuestra existencia artística.
Lo demás, el engreimiento, la estupidez, la altivez, el orgullo, la vanagloria..., intentemos desterrarlo de una vez por todas. A ningún músico se le van a caer los anillos por convertirse en mortal.
La carrera de música no ha cambiado demasiado a lo largo de los años, a pesar de los distintos planes que modifican su estructura. Según quien dirija la correspondiente reforma se potenciarán más unos valores que otros, resumidos en tocar o no tocar, that's the question, que no hará otra cosa que reflejar el desarrollo profesional del o de los individuos que redactaron el tocho.
De la idea inicial, incluso de la que vamos modelando en nuestra cabeza, de lo que debe ser el ejercicio de la música, es decir, ser músico, a lo que después nos encontramos hay sustanciales diferencias. En principio y en teoría, todo está idealizado y magnificado, y no quiero decir con esto que no deba serlo. ¡Ojalá! Pero las circunstancias que van parejas al hecho de un concierto son ignoradas, por puro desconocimiento, por la mayoría de los primerizos y por la no tan minoría de los profesionales.
Por concretar: un pianista piensa que su única misión es estudiar para estar preparado suficientemente el día D, y no voy a negar esta premisa, por supuesto. El problema es que, si se ignora el cúmulo de gestiones y preparativos que acarrean llegar hasta ese punto, puede que llegue a tener un comportamiento, cuando menos, inadecuado.
En los mejores sueños, habitualmente potenciados por el cine y la televisión, el pianista comienza sus triunfos como quien no quiere la cosa, es llevado en volandas a los mejores teatros del mundo mundial y sólo tiene que ocuparse de estudiar, alternar en las posteriores fiestas de aclamación y descansar (aquí entra un poco de turismo y algún que otro escarceo amoroso) tras ser depositado por una limusina en un hotel de lujo. Así dibujado, ¿dónde hay que firmar?
Pero el diario, la vida cotidiana, obliga al intérprete a estar un poco más implicado en aspectos más mundanos, desde ayudar a diseñar el programa de mano y el cartel anunciador, a mover el piano de su rincón para llevarlo al centro del escenario. Y no pasa nada. Pero esto no es porque se esté escatimando en todos los campos, que también, sino por empatía con esa abnegada multitud de aficionados que roban de su descanso muchas horas para llevar adelante el hecho musical. ¿Nos hemos planteado alguna vez que si no hay gente que organice conciertos estos no se podrían celebrar?
Existen muchas sociedades musicales que son gestionadas por poco más de dos personas aunque estén formadas por cientos de socios. Muchas no disponen de sede propia y tienen que hacer malabarismos para encajar sus fechas con las de los sala-donantes. Muchas no tienen dinero casi ni para encargar los programas a una imprenta, saliendo de la impresora casera. En algunos casos he visto llegar a los miembros de la junta directiva con las botellitas de agua, una toalla y jabón de manos, carencias del local. Los días previos los pasan colgados al teléfono para recordar a cada socio que deberían asistir para no verse solos como casi siempre. Muchos te ofrecen su propia casa para descansar o incluso pasar la noche, además de invitarte de su bolsillo a cenar o tomar unas tapitas. La mayoría, gente de una edad, deben colocar y recoger las sillas de la sala.
Podría seguir enumerando decenas de detalles que no nos molestamos ni siquiera en imaginar porque nos creemos merecedores de las máximas comodidades. Si bajásemos un poco del Olimpo seríamos más felices porque estaríamos tratando con gente que ama la música por encima de todo, y ahí encontraríamos el sentido a nuestra existencia artística.
Lo demás, el engreimiento, la estupidez, la altivez, el orgullo, la vanagloria..., intentemos desterrarlo de una vez por todas. A ningún músico se le van a caer los anillos por convertirse en mortal.
Etiquetas:
aficionado,
asociación,
carrera,
compartir,
comportamiento,
concierto,
melómano,
normalidad,
respeto,
sueños
miércoles, 19 de marzo de 2014
Gente corriente
La escena la tengo grabada como si hubiese sido ayer mismo. Juventudes Musicales había organizado un concierto en el Auditorio Nacional de Madrid para los ganadores de los concursos en sus distintas modalidades. Yo estaba presente, pero acompañando a una buena amiga, soprano, que se lució de lo lindo (es lo bueno que tienen las dificultades, que te creces). A la vez que nuestro recital se iba a desarrollar en la sala de cámara, en la sala sinfónica iba a actuar el pianista Bruno Leonardo Gelber, a quien reconozco haber oído poco.
En la zona común a las dos salas, oculta al público, había un par de pianos y, como no conozco a ningún pianista que se resista, allí fui a posar mis dedos para ver qué tal pulsación tenían, lo que me acarreó una reprimenda por parte de alguien del teatro porque se podía oír en las salas, ya abarrotadas. En esto, oigo un revuelo, levanto la vista, y veo venir hacia mí una comitiva encabezada por el susodicho concertista. La cabeza alta, muy seguro de sí mismo y un abrigo de pieles que para sí quisieran los osos polares. Le rodeaban asistentes, gestores, secretarias y no sé quién más, todos en actitud servicial y atentos a la menor señal. Era la imagen de un divo.
Durante muchos años he revivido esa imagen sin llegar a entenderla del todo. Además, no es la única porque se suele dar con bastante frecuencia. ¡Ha llegado el maestro! ¡Dejen paso, que viene! ¡Todos atentos!...
Nunca he sentido la necesidad de ligar a nuestra profesión ese plus de vanagloria, de superioridad, de tontería al fin y al cabo. Soy capaz de rendir pleitesía ante el arte pianístico y de derramar lágrimas sin vergüenza ninguna. Puedo reconocer la altura de quien sea en cuestión de segundos. Pero no soporto el servilismo que algunos necesitan a su alrededor, que van como levitando.
Cada vez que me han hecho una entrevista para un medio de comunicación o he tenido que mantener una conversación de cualquier tipo con las personas que gestionan un concierto, al final siempre me han comentado que daba gusto tratar con normalidad con un músico, hacerlo de manera natural. Y digo yo, ¿acaso hay otra manera de hacerlo? ¿No somos personas como todas las demás? Lo único que nos diferencia es nuestra profesión y, aun así, nos queda siempre camino por delante que recorrer.
Sé que cuanto más grande es un pianista más sencillo es su trato, y no entiendo que pueda ser de otra manera. Lo que ocurre es que, a menudo, los organizadores y sus invitados selectos quieren que la velada se revista de un halo de exclusividad y a mayor tontería mayor envidia para los que no han podido estar presentes.
O, peor aún, que el músico camufla entre tanta teatralidad sus deficiencias, que serán perdonadas más fácilmente o incluso negadas por venir de quien vienen, del 'maestro'.
Hasta que no se demuestre lo contrario, si todos somos iguales vamos a tratarnos como tales. La magia, en el escenario.
En la zona común a las dos salas, oculta al público, había un par de pianos y, como no conozco a ningún pianista que se resista, allí fui a posar mis dedos para ver qué tal pulsación tenían, lo que me acarreó una reprimenda por parte de alguien del teatro porque se podía oír en las salas, ya abarrotadas. En esto, oigo un revuelo, levanto la vista, y veo venir hacia mí una comitiva encabezada por el susodicho concertista. La cabeza alta, muy seguro de sí mismo y un abrigo de pieles que para sí quisieran los osos polares. Le rodeaban asistentes, gestores, secretarias y no sé quién más, todos en actitud servicial y atentos a la menor señal. Era la imagen de un divo.
Durante muchos años he revivido esa imagen sin llegar a entenderla del todo. Además, no es la única porque se suele dar con bastante frecuencia. ¡Ha llegado el maestro! ¡Dejen paso, que viene! ¡Todos atentos!...
Nunca he sentido la necesidad de ligar a nuestra profesión ese plus de vanagloria, de superioridad, de tontería al fin y al cabo. Soy capaz de rendir pleitesía ante el arte pianístico y de derramar lágrimas sin vergüenza ninguna. Puedo reconocer la altura de quien sea en cuestión de segundos. Pero no soporto el servilismo que algunos necesitan a su alrededor, que van como levitando.
Cada vez que me han hecho una entrevista para un medio de comunicación o he tenido que mantener una conversación de cualquier tipo con las personas que gestionan un concierto, al final siempre me han comentado que daba gusto tratar con normalidad con un músico, hacerlo de manera natural. Y digo yo, ¿acaso hay otra manera de hacerlo? ¿No somos personas como todas las demás? Lo único que nos diferencia es nuestra profesión y, aun así, nos queda siempre camino por delante que recorrer.
Sé que cuanto más grande es un pianista más sencillo es su trato, y no entiendo que pueda ser de otra manera. Lo que ocurre es que, a menudo, los organizadores y sus invitados selectos quieren que la velada se revista de un halo de exclusividad y a mayor tontería mayor envidia para los que no han podido estar presentes.
O, peor aún, que el músico camufla entre tanta teatralidad sus deficiencias, que serán perdonadas más fácilmente o incluso negadas por venir de quien vienen, del 'maestro'.
Hasta que no se demuestre lo contrario, si todos somos iguales vamos a tratarnos como tales. La magia, en el escenario.
Etiquetas:
acompañar,
artista,
auditorio,
comportamiento,
Concertista,
maestro,
marketing,
normalidad,
relaciones
domingo, 16 de marzo de 2014
Juego limpio
Creo que nunca he sabido hacer trampas porque, en definitiva, me las habría hecho a mí mismo, y ya sabemos lo difícil que es engañarse. Podremos mantener el tipo y disimular, pero nuestra cabecita siempre nos dirá la verdad en cada momento.
Por eso me gusta que haya unas regla de juego, para que, al compartir con otros cualquier actividad, no existan los equívocos. Quiero que las cartas estén sobre la mesa, que se compita en buena lid y que se disfrute independientemente al ganador.
Esto viene como introducción a los comportamientos que en ocasiones tenemos de manera inconsciente o, mucho peor, consciente. No es de recibo hacer trampas, nunca, sobre todo si aireamos medias verdades o medias mentiras, según se mire.
Las relaciones humanas son complicadas y es posible que no podamos vivir del todo relajados, que siempre nos puede venir el dardo por donde menos lo esperamos. En concreto, la relación que se establece en la enseñanza del piano, tan individual, tan personalizada, suele venir acompañada de distintas etapas que, como en el amor, sólo una delgada línea las separa del odio.
Es importante valorar aspectos como la edad, la sensibilidad, la fortaleza, la inteligencia, entre otros, para definir con exactitud el entramado emocional inherente a nuestro aprendizaje. Suele darse una entrega ciega del alumno hacia el profesor, acompañada de una idealización tan grande, que más que a un maestro veremos delante a un dios. Así, cada comentario que de su boca salga será interpretado al pie de la letra, lo que nos llenará de felicidad cuando es positivo y nos frustrará sobremanera cuando contenga alguna sombra.
Creo que, con el tiempo, vamos normalizando porque las ideas y apreciaciones de quien nos guía se van convirtiendo en repetitivas, lo que redunda en afianzar nuestra entendimiento del piano. De ahí que mantengamos las maneras por muchos años, incluso por siempre. Y cuando, llegado el día, como cualquier ser vivo, nos entren las ganas de alzar el vuelo, el buen profesor debe saber soltar y estar orgulloso de lo que ha ayudado a crecer y convertirse en pianista casi de la nada.
Quizás sea esto un muy breve resumen de lo que ojalá fuera norma. Pero no me gusta cuando de una parte o de otra se enturbia la relación porque malinterpretamos el lenguaje, verbal o corporal, y salimos corriendo a dar cuartos al pregonero para hacer pandilla. Si hay malentendidos hay que solucionarlos entre los implicados, cara a cara, inmediatamente. Si nos da un arrebato, tenemos que controlar la ira y la maledicencia, que después es muy difícil reparar el daño. Si queremos camuflar la impotencia de no dar la talla, por el motivo que sea pero es un problema nuestro, no está bien ir contando por ahí el infierno que nos están haciendo pasar sin antes haber meditado un poco las razones verdaderas.
Soy inflexible en cuanto a la responsabilidad que adquiere un profesor por el material que tiene en sus manos, sensible y de calidad, pero lo soy mucho más cuando un alumno pone en marcha el 'ventilador' para manchar una labor larga, dura y muchas veces ingrata, por una pataleta infantiloide incompatible con la madurez y el crecimiento.
Las reglas del juego son claras y sólo queda practicarlo con limpieza. Todo lo demás son fullerías que no sirven para nada.
Por eso me gusta que haya unas regla de juego, para que, al compartir con otros cualquier actividad, no existan los equívocos. Quiero que las cartas estén sobre la mesa, que se compita en buena lid y que se disfrute independientemente al ganador.
Esto viene como introducción a los comportamientos que en ocasiones tenemos de manera inconsciente o, mucho peor, consciente. No es de recibo hacer trampas, nunca, sobre todo si aireamos medias verdades o medias mentiras, según se mire.
Las relaciones humanas son complicadas y es posible que no podamos vivir del todo relajados, que siempre nos puede venir el dardo por donde menos lo esperamos. En concreto, la relación que se establece en la enseñanza del piano, tan individual, tan personalizada, suele venir acompañada de distintas etapas que, como en el amor, sólo una delgada línea las separa del odio.
Es importante valorar aspectos como la edad, la sensibilidad, la fortaleza, la inteligencia, entre otros, para definir con exactitud el entramado emocional inherente a nuestro aprendizaje. Suele darse una entrega ciega del alumno hacia el profesor, acompañada de una idealización tan grande, que más que a un maestro veremos delante a un dios. Así, cada comentario que de su boca salga será interpretado al pie de la letra, lo que nos llenará de felicidad cuando es positivo y nos frustrará sobremanera cuando contenga alguna sombra.
Creo que, con el tiempo, vamos normalizando porque las ideas y apreciaciones de quien nos guía se van convirtiendo en repetitivas, lo que redunda en afianzar nuestra entendimiento del piano. De ahí que mantengamos las maneras por muchos años, incluso por siempre. Y cuando, llegado el día, como cualquier ser vivo, nos entren las ganas de alzar el vuelo, el buen profesor debe saber soltar y estar orgulloso de lo que ha ayudado a crecer y convertirse en pianista casi de la nada.
Quizás sea esto un muy breve resumen de lo que ojalá fuera norma. Pero no me gusta cuando de una parte o de otra se enturbia la relación porque malinterpretamos el lenguaje, verbal o corporal, y salimos corriendo a dar cuartos al pregonero para hacer pandilla. Si hay malentendidos hay que solucionarlos entre los implicados, cara a cara, inmediatamente. Si nos da un arrebato, tenemos que controlar la ira y la maledicencia, que después es muy difícil reparar el daño. Si queremos camuflar la impotencia de no dar la talla, por el motivo que sea pero es un problema nuestro, no está bien ir contando por ahí el infierno que nos están haciendo pasar sin antes haber meditado un poco las razones verdaderas.
Soy inflexible en cuanto a la responsabilidad que adquiere un profesor por el material que tiene en sus manos, sensible y de calidad, pero lo soy mucho más cuando un alumno pone en marcha el 'ventilador' para manchar una labor larga, dura y muchas veces ingrata, por una pataleta infantiloide incompatible con la madurez y el crecimiento.
Las reglas del juego son claras y sólo queda practicarlo con limpieza. Todo lo demás son fullerías que no sirven para nada.
Etiquetas:
Alumnos,
autocrítica,
capacidad,
carrera,
comportamiento,
crecimiento,
excusa,
frustración,
hipocresía,
maestro,
profesor,
respeto
miércoles, 1 de enero de 2014
Gorriones
LA mañana de Santiago está nublada de blanco y gris,
como guardada en algodón. Todos se han ido a misa.
Nos hemos quedado en el jardín los gorriones, Platero
y yo.
¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, a veces,
llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en la
enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos!
Éste cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el
otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del
brocal del pozo; aquél ha saltado al tejadillo del alpende,
lleno de flores casi secas, que al día pardo aviva.
¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre
monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser
una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos,
sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos
que extasían o que amedrentan a los pobres hombres esclavos,
sin más moral que la suya, ni más Dios que lo azul, son mis
hermanos, mis dulces hermanos.
Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se
les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo
tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no
saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a
cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
Y cuando las gentes, ¡las pobres gentes!, se van a misa
los domingos, cerrando las puertas, ellos, en un alegre
ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía
fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que
algún poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno -¿te
juntas conmigo?- los contemplan fraternales.
(Juan Ramón Jiménez. Platero y Yo. Capítulo LXIII, Gorriones).
Etiquetas:
alas,
alegría,
amor,
comportamiento,
contento,
disfrutar,
felicidad,
libertad,
placer,
se puede,
sueños,
vivir
domingo, 3 de noviembre de 2013
Otro concurso
Treinta y tres participantes es un número nada despreciable para un concurso. De una manera fortuita, casi por casualidad, fui nombrado miembro del jurado que tendría que elegir al ganador. En estos casos no puedo evitar nunca recordar los varios certámenes a los que me presenté, con bastante buena fortuna en todos ellos.
Me llamó mucho la atención el buen ambiente reinante, no sólo entre los chavales, muy jóvenes, niños todavía, sino también entre los padres y demás familiares. Todo era jovialidad, despreocupación, ilusión, ganas de pasarlo bien, en definitiva.
Los organizadores nos dieron el visto bueno para comenzar y lo hicimos llamando a cada concursante por riguroso orden de inscripción. Quedaba por delante una tarea importante. Por mi parte no quería que nadie pudiera pensar o sentir que no se le había prestado la debida atención, así que, todos los sentidos en alerta amarilla (tampoco hay que pasarse que la tensión acumulada siempre se paga).
Previamente, los miembros del jurado mantuvimos una breve reunión en la que perfilamos los aspectos en los que deberíamos centrarnos, ya que son muchos y variados los criterios para una prueba de estas características. A la calidad, decidimos sumar la concentración y el estar metido en situación, es decir, la actitud ante el público. Por cierto que, hablando del público, hay que reconocerle su saber estar en todo momento, mostrándose ecuánime y animoso con propios y extraños.
Se iban a disputar dos etapas, es decir, semifinal y final. La primera la harían más de cara al jurado, casi dando la espalda al respetable, para que pudiésemos evaluar con la vista y el oído (además de con el alma, por supuesto). Uno tras otro, con tres o cuatro ausencias, no recuerdo bien, fueron pasando durante un corto espacio de tiempo, y casi todos dieron lo mejor de sí mismos con una tranquilidad envidiable. Muy pocos se pusieron algo nerviosos, sin dejar de buscar con la mirada el apoyo familiar, lo que hizo que, al desconcentrarse, no tuvieran una buena actuación.
En general, un nivel altísimo. Sorprendente.
Pasada esta ronda, nos reunimos intentando ser breves por aquello de los nervios, y decidimos que pasaran a la final nueve. Ni que decir tiene que fuimos objetivos al máximo y que nadie protestó, al contrario, vimos caras de deber bien cumplido.
De inmediato continuamos con la final. Nos colocamos entre el público para que la actuación fuese más real. Ahora si estaban los seleccionados con el rostro algo más grave, con la sonrisa un poco tensa, como con la responsabilidad del que se sabe elegido y no quiere defraudar. Sólo uno de ellos bajó su nivel. El resto lo igualó e incluso lo superó. Fue una final rápida. Claramente destacaron tres. Para mí, de ellos, dos estaban igualados precisamente por ser distintos, por tener características individuales. Los votos del jurado deshicieron el empate y, sin apenas pausa, comunicamos el veredicto a todos los presentes quienes, con cada nombre, rompían en fuertes aplausos.
Fue una velada estupenda. Nada enturbió el concurso. Ninguna sombra de las muchas que recordaba de ocasiones anteriores. Qué gozada.
¡Ah!, por cierto, se me ha olvidado mencionar que el concurso del que estoy hablando se celebró el pasado jueves 31 de octubre, durante el transcurso del Mercado de Artesanos de Bellavista, en Huelva, y era un concurso para niños de gritos de terror con motivo de la noche de Halloween.
¡Espeluznante! Y caramelos para todos...
Me llamó mucho la atención el buen ambiente reinante, no sólo entre los chavales, muy jóvenes, niños todavía, sino también entre los padres y demás familiares. Todo era jovialidad, despreocupación, ilusión, ganas de pasarlo bien, en definitiva.
Los organizadores nos dieron el visto bueno para comenzar y lo hicimos llamando a cada concursante por riguroso orden de inscripción. Quedaba por delante una tarea importante. Por mi parte no quería que nadie pudiera pensar o sentir que no se le había prestado la debida atención, así que, todos los sentidos en alerta amarilla (tampoco hay que pasarse que la tensión acumulada siempre se paga).
Previamente, los miembros del jurado mantuvimos una breve reunión en la que perfilamos los aspectos en los que deberíamos centrarnos, ya que son muchos y variados los criterios para una prueba de estas características. A la calidad, decidimos sumar la concentración y el estar metido en situación, es decir, la actitud ante el público. Por cierto que, hablando del público, hay que reconocerle su saber estar en todo momento, mostrándose ecuánime y animoso con propios y extraños.
Se iban a disputar dos etapas, es decir, semifinal y final. La primera la harían más de cara al jurado, casi dando la espalda al respetable, para que pudiésemos evaluar con la vista y el oído (además de con el alma, por supuesto). Uno tras otro, con tres o cuatro ausencias, no recuerdo bien, fueron pasando durante un corto espacio de tiempo, y casi todos dieron lo mejor de sí mismos con una tranquilidad envidiable. Muy pocos se pusieron algo nerviosos, sin dejar de buscar con la mirada el apoyo familiar, lo que hizo que, al desconcentrarse, no tuvieran una buena actuación.
En general, un nivel altísimo. Sorprendente.
Pasada esta ronda, nos reunimos intentando ser breves por aquello de los nervios, y decidimos que pasaran a la final nueve. Ni que decir tiene que fuimos objetivos al máximo y que nadie protestó, al contrario, vimos caras de deber bien cumplido.
De inmediato continuamos con la final. Nos colocamos entre el público para que la actuación fuese más real. Ahora si estaban los seleccionados con el rostro algo más grave, con la sonrisa un poco tensa, como con la responsabilidad del que se sabe elegido y no quiere defraudar. Sólo uno de ellos bajó su nivel. El resto lo igualó e incluso lo superó. Fue una final rápida. Claramente destacaron tres. Para mí, de ellos, dos estaban igualados precisamente por ser distintos, por tener características individuales. Los votos del jurado deshicieron el empate y, sin apenas pausa, comunicamos el veredicto a todos los presentes quienes, con cada nombre, rompían en fuertes aplausos.
Fue una velada estupenda. Nada enturbió el concurso. Ninguna sombra de las muchas que recordaba de ocasiones anteriores. Qué gozada.
¡Ah!, por cierto, se me ha olvidado mencionar que el concurso del que estoy hablando se celebró el pasado jueves 31 de octubre, durante el transcurso del Mercado de Artesanos de Bellavista, en Huelva, y era un concurso para niños de gritos de terror con motivo de la noche de Halloween.
¡Espeluznante! Y caramelos para todos...
Etiquetas:
adrenalina,
comportamiento,
concentración,
concurso,
confianza,
disfrutar,
jurado,
nervios,
positivo,
presión,
relajarse,
relatividad,
Seguridad
miércoles, 16 de octubre de 2013
Cambiar el mundo
Me pasa Beatriz una entrada del Facebook del profesor Julián Casanova (catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, a quien deberían dejar explicar a todos los españoles cómo fue nuestro siglo XX para que pudiéramos salir del bucle en el que nos movemos), que cita textualmente a Luis Buñuel: "Un artista no puede cambiar el mundo. Pero puede mantener vivo un margen esencial de inconformismo".
Cada vez que hago repaso de las entradas que llevo y las releo para intentar no repetirme involuntariamente, me doy cuenta de que no puedo desligar la vida, personal y colectiva, del piano. De ahí que de vez en cuando clame contra los que han decidido hacernos el bien y en tono paternalista no paran de reprendernos y castigarnos. Estoy convencido de que, por mucho que queramos aislarnos en nuestra burbuja musical, acaban salpicándonos y poniéndonos perdidos del barro que de ellos emana.
Del inconformismo de los artistas puedo hablar con la autoridad del que ha sido conformista. Durante demasiado tiempo pensé que serlo (conformista) era mejor para todos pues así dejaba a los demás ejercer su libertad. ¿Quién era yo para contradecir a nadie? Si el otro tenía clara su postura, bienvenida fuera. Claro, eso no quitaba para que igual por dentro me reconcomiera al contemplar actos y oír sentencias contrarias a mi ser.
El destino quiso que por fin se cruzara visiblemente (es una historia muy curiosa que no pienso contar) la persona que me ayudó a destaparme. Desde entonces, la óptica con la que veo la existencia humana parece salida directamente de la fabrica Carl Zeiss. Y va en aumento, valga la redundancia.
Una frase que yo aplicaba sin ser consciente era "por mí que no quede". O sea, en lo que dependa de mí, haré todo lo posible y hasta lo imposible. ¿O es mejor dejar que pase lo que se ve que va a pasar y después dedicarnos a las lamentaciones con la carita torcida o lágrimas de cocodrilo? A veces resulta agotador seguir esta máxima, pero tiene como contraprestación la ausencia de arrepentimiento por lo eludido. No podemos con todo y no tenemos capacidad de solucionar todo, pero hay que intentarlo.
Si nos decidiéramos a poner un pequeño impulso inconformista en común, la fuerza creada equivaldría a trillones de kilopondios. Imaginad un mundo que funcionase sólo por la energía generada por el inconformismo, ése que nos entra a todos sin excepción cuando contemplamos las injusticias y abusos de poder que se cometen a diario, y no me refiero sólo a la política, que esto es mucho más cercano de lo que creemos.
Los grandes creadores musicales, esos que han dado sentido a nuestras vidas, sí cambiaron el mundo, lo hicieron mucho mejor. Ninguno se conformó con su circunstancia. Luchó por evolucionar, por avanzar, por compartir. No podemos compararnos con ellos pero sí podemos seguir su ejemplo. Imaginad a Mozart o a Beethoven con la boca cerrada o con su música silenciada. No serían ellos, ¿verdad?
Lo fácil es abandonar, desistir. ¿Y qué nos quedaría? La subsistencia, no la existencia.
Puede que eso sea lo que nos diferencie del mundo animal. O quizás del vegetal.
Todo menos quedarnos en mineral.
Cada vez que hago repaso de las entradas que llevo y las releo para intentar no repetirme involuntariamente, me doy cuenta de que no puedo desligar la vida, personal y colectiva, del piano. De ahí que de vez en cuando clame contra los que han decidido hacernos el bien y en tono paternalista no paran de reprendernos y castigarnos. Estoy convencido de que, por mucho que queramos aislarnos en nuestra burbuja musical, acaban salpicándonos y poniéndonos perdidos del barro que de ellos emana.
Del inconformismo de los artistas puedo hablar con la autoridad del que ha sido conformista. Durante demasiado tiempo pensé que serlo (conformista) era mejor para todos pues así dejaba a los demás ejercer su libertad. ¿Quién era yo para contradecir a nadie? Si el otro tenía clara su postura, bienvenida fuera. Claro, eso no quitaba para que igual por dentro me reconcomiera al contemplar actos y oír sentencias contrarias a mi ser.
El destino quiso que por fin se cruzara visiblemente (es una historia muy curiosa que no pienso contar) la persona que me ayudó a destaparme. Desde entonces, la óptica con la que veo la existencia humana parece salida directamente de la fabrica Carl Zeiss. Y va en aumento, valga la redundancia.
Una frase que yo aplicaba sin ser consciente era "por mí que no quede". O sea, en lo que dependa de mí, haré todo lo posible y hasta lo imposible. ¿O es mejor dejar que pase lo que se ve que va a pasar y después dedicarnos a las lamentaciones con la carita torcida o lágrimas de cocodrilo? A veces resulta agotador seguir esta máxima, pero tiene como contraprestación la ausencia de arrepentimiento por lo eludido. No podemos con todo y no tenemos capacidad de solucionar todo, pero hay que intentarlo.
Si nos decidiéramos a poner un pequeño impulso inconformista en común, la fuerza creada equivaldría a trillones de kilopondios. Imaginad un mundo que funcionase sólo por la energía generada por el inconformismo, ése que nos entra a todos sin excepción cuando contemplamos las injusticias y abusos de poder que se cometen a diario, y no me refiero sólo a la política, que esto es mucho más cercano de lo que creemos.
Los grandes creadores musicales, esos que han dado sentido a nuestras vidas, sí cambiaron el mundo, lo hicieron mucho mejor. Ninguno se conformó con su circunstancia. Luchó por evolucionar, por avanzar, por compartir. No podemos compararnos con ellos pero sí podemos seguir su ejemplo. Imaginad a Mozart o a Beethoven con la boca cerrada o con su música silenciada. No serían ellos, ¿verdad?
Lo fácil es abandonar, desistir. ¿Y qué nos quedaría? La subsistencia, no la existencia.
Puede que eso sea lo que nos diferencie del mundo animal. O quizás del vegetal.
Todo menos quedarnos en mineral.
Etiquetas:
aislamiento,
artista,
Beatriz,
Beethoven,
carácter,
comportamiento,
excusa,
futuro,
individualidad,
intentarlo,
Mozart,
obediencia,
responsabilidad,
se puede,
vivir
miércoles, 18 de septiembre de 2013
Desayuno, almuerzo, merienda y cena
Ni siquiera se pueden garantizar las cuatro comidas. Como mucho tres y sólo allí donde un gobierno autonómico, una asociación de padres y madres, una ONG o cualquiera con el mínimo de vergüenza que se le supone al ser humano, está dispuesto a no dejar a ningún niño o adolescente sin alimentar adecuadamente.
Ya no tengo calificativos. Sólo siento un inmenso desprecio. Y mucha impotencia. Esto no es demagogia, ni ataque político, ni nada parecido. Esto es una realidad que arrastramos y crece cada día que pasa. Sólo me entran ganas de llorar ante este panorama. Y lo que más me duele es el mutismo de la mayoría de hogares en los que no es posible cubrir estas necesidades: orgullo, dignidad, vergüenza... ¿Qué más da? ¿A quién le importa? Que cada palo aguante su vela.
Bromeaba en mis dos pasadas entradas con el famoso bollycao ofrecido como dádiva al profesor. Pues ya ni eso. Cada vez son más numerosos los testimonios de profesores que observan las debilidades de sus alumnos. Pero, ¿dónde vivimos? ¿En qué manos estamos?
¿Por qué escribo esto aquí? ¿Qué tiene que ver con la música? Supongo que, como una idea lleva a otra, al final cada tema acaba influyendo en el terreno propio. Tengo comprobado que el gremio musical no es precisamente solidario (un momento, no os sintáis ofendidos todavía, dejad que me extienda). Sí lo es en cuanto que no paran de requerir los servicios de los músicos para actuaciones benéficas y muy pocos son los que se niegan. De hecho, más bien hay abuso. Hasta aquí, chapeau. Pero mi comentario va más en el sentido de la individualidad.
Son demasiados los años en que los pianistas nos pasamos el día con la cabeza metida en el teclado, sin levantarla para nada ni para nadie. Estamos a lo nuestro. Estamos totalmente absorbidos por una actividad que requiere nuestra total atención. Y es fantástico y loable. Nos entregamos de corazón a la música y pocas cosas hay más elevadas. Pero suele suceder que nos convertimos en avestruces, de tanto bajar la cabeza. No podemos escuchar a nadie, no podemos interesarnos en nada, no podemos participar de nada porque tenemos que estudiar. ¿Tampoco ahora?
Hay problemas y realidades que no podemos ignorar. Es probable que en un conservatorio se note menos esta carencia básica..., o no. ¿Qué pensamos, que sólo los pobres de siempre lo están pasando mal? Sólo hay que mirar por encima las estadísticas de los comedores sociales y ver quiénes están incrementando el número.
La frase manida es 'a grandes males, grandes remedios'. Yo soy más del granito de arena. Que cada uno ponga lo que pueda de su parte, que mire a quien tiene al lado, o a su cargo, que no haga la vista gorda, que no diga que no es su problema. La solución pasa por todos y cada uno de nosotros, no por los que algún día ojalá sean juzgados como criminales y condenados.
A esta sociedad sólo podemos salvarla desde abajo, nosotros mismos. Para los que se les llena la boca con la palabra España (acompañada de langostinos, jamón de bellota y botellas de mil euros, que son catetos hasta para eso), ya lo he dicho: todo mi desprecio y un recuerdo a la revolución francesa de 1789 (Liberté, Égalité, Fraternité y...).
http://www.educo.org/media/img/medios/1.jpg
http://www.educo.org/media/img/medios/2.jpg
http://www.educo.org/
Ya no tengo calificativos. Sólo siento un inmenso desprecio. Y mucha impotencia. Esto no es demagogia, ni ataque político, ni nada parecido. Esto es una realidad que arrastramos y crece cada día que pasa. Sólo me entran ganas de llorar ante este panorama. Y lo que más me duele es el mutismo de la mayoría de hogares en los que no es posible cubrir estas necesidades: orgullo, dignidad, vergüenza... ¿Qué más da? ¿A quién le importa? Que cada palo aguante su vela.
Bromeaba en mis dos pasadas entradas con el famoso bollycao ofrecido como dádiva al profesor. Pues ya ni eso. Cada vez son más numerosos los testimonios de profesores que observan las debilidades de sus alumnos. Pero, ¿dónde vivimos? ¿En qué manos estamos?
¿Por qué escribo esto aquí? ¿Qué tiene que ver con la música? Supongo que, como una idea lleva a otra, al final cada tema acaba influyendo en el terreno propio. Tengo comprobado que el gremio musical no es precisamente solidario (un momento, no os sintáis ofendidos todavía, dejad que me extienda). Sí lo es en cuanto que no paran de requerir los servicios de los músicos para actuaciones benéficas y muy pocos son los que se niegan. De hecho, más bien hay abuso. Hasta aquí, chapeau. Pero mi comentario va más en el sentido de la individualidad.
Son demasiados los años en que los pianistas nos pasamos el día con la cabeza metida en el teclado, sin levantarla para nada ni para nadie. Estamos a lo nuestro. Estamos totalmente absorbidos por una actividad que requiere nuestra total atención. Y es fantástico y loable. Nos entregamos de corazón a la música y pocas cosas hay más elevadas. Pero suele suceder que nos convertimos en avestruces, de tanto bajar la cabeza. No podemos escuchar a nadie, no podemos interesarnos en nada, no podemos participar de nada porque tenemos que estudiar. ¿Tampoco ahora?
Hay problemas y realidades que no podemos ignorar. Es probable que en un conservatorio se note menos esta carencia básica..., o no. ¿Qué pensamos, que sólo los pobres de siempre lo están pasando mal? Sólo hay que mirar por encima las estadísticas de los comedores sociales y ver quiénes están incrementando el número.
La frase manida es 'a grandes males, grandes remedios'. Yo soy más del granito de arena. Que cada uno ponga lo que pueda de su parte, que mire a quien tiene al lado, o a su cargo, que no haga la vista gorda, que no diga que no es su problema. La solución pasa por todos y cada uno de nosotros, no por los que algún día ojalá sean juzgados como criminales y condenados.
A esta sociedad sólo podemos salvarla desde abajo, nosotros mismos. Para los que se les llena la boca con la palabra España (acompañada de langostinos, jamón de bellota y botellas de mil euros, que son catetos hasta para eso), ya lo he dicho: todo mi desprecio y un recuerdo a la revolución francesa de 1789 (Liberté, Égalité, Fraternité y...).
http://www.educo.org/media/img/medios/1.jpg
http://www.educo.org/media/img/medios/2.jpg
http://www.educo.org/
Etiquetas:
Alumnos,
asociación,
autoridades,
comportamiento,
concierto benéfico,
dolor,
España,
individualidad,
soledad,
vergüenza
domingo, 25 de agosto de 2013
Reinventarse
¡No puedo más! Estoy hasta el gorro de escuchar la dichosa palabrita por todos lados. Ésta es la única salida que se les ha ocurrido a nuestros nunca bien calificados dirigentes, esos a los que les hemos dado el poder para llevar nuestros asuntos y encargarse de que nuestra vida fuera mejor, esos que no hay manera de que se les caiga la cara de vergüenza cada vez que mienten o se les pilla trincando.
Pero lo que peor llevo es que ahora no son sólo ellos los que nos animan a darnos la vuelta como un calcetín, ahora es cualquiera, y cuando digo cualquiera entra en el saco el 99,99% de la población.Estupendo, objetivo conseguido. Y, por supuesto, una vez más, demostrado que somos tontos a rabiar y así nos va. ¡Viva el rebaño! Resulta que una persona pasa su infancia, adolescencia y juventud, es decir, los mejores años de la vida en cuanto que la responsabilidad es muy limitada y escasa, y todo es ilusión, quitando horas al ocio, a la diversión, al descanso y al estudio obligatorio para hacer crecer en su interior un mundo nuevo y mágico con el que tener una concepción de la existencia bastante más elevada de la común y corriente (vamos a poner por ejemplo la del caracol, que saca sus cuernos al sol). Ni siquiera esa personita se plantea dedicar su tramo adulto a vivir de su arte. Estudia, compagina, goza, sufre... Un año tras otro va construyendo una elevación, primero una loma y luego una montaña, que no está sola pues hay muchas otras. Pero, comparativamente, en la llanura convive la inmensa mayoría de seres que pueblan la tierra. Entonces se da cuenta de que, gracias a su esfuerzo continuado, es un privilegiado. Su vida algo más elevada le permite tener otra percepción de prácticamente todo ya que, lo quiera o no, ya está un poco más arriba y eso imprime carácter. Y un buen día decide que no quiere bajar más, que aunque ver con claridad el fondo y el horizonte puede resultar más duro que no levantar la vista del suelo, eso significa tomar conciencia de uno mismo como persona.
Si echamos cuentas, esta dedicación no puede medirse con la medida de tiempo estándar, es imposible. A cualquier pianista que le preguntes cuántas horas dedica a su profesión te responderá lo mismo: sentado ante el piano, tantas, pero con la cabeza puesta en él, casi veinticuatro diarias.
Un buen día te da por quejarte, sólo un poquito: mires para donde mires el gobierno se ha dedicado a poner trabas por doquier y a destruir todo lo que funcionaba y todo cuesta cada día más trabajo. Ojo, que aquí entra todo dios, desde el más simple 'paleta', a los mecánicos, a los tenderos, a los feriantes, a los dentistas, a los arquitectos, a los músicos, a los sastres, a los actores, a los vendedores ambulantes, a los oficinistas, a los dependientes, a los empresarios... Todo dios. Pues va el que sea y te suelta el verbo de rigor.
La respuesta a este cataclismo no puede ser un eslogan publicitario: reinvéntate. Primero y fundamental: en qué. Y segundo y más fundamental todavía: por qué.
Por favor, si mantenéis una conversación de este tipo en cualquier círculo, no le hagáis el juego a estos seres sin alma que nos tratan con total desprecio y que sólo velan por su interés. No digáis que la solución es reinventarse. La lucha debe estar en mantener nuestra dignidad, nuestra individualidad, nuestra libertad. Cada vez que alguien repite semejante estupidez, sin darse cuenta se deteriora e insulta al otro.
No nos regalaron nada. Lo que se consiguió fue a base de esfuerzo y de quedarse mucha gente en el camino. Parece que nuestra memoria olvida fácilmente cómo las generaciones anteriores lo tuvieron muy negro y entre todos se logró que pudiésemos distinguirnos de los animales de manera clara.
Insisto: no lo digáis nunca más, que atenta contra la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Pero lo que peor llevo es que ahora no son sólo ellos los que nos animan a darnos la vuelta como un calcetín, ahora es cualquiera, y cuando digo cualquiera entra en el saco el 99,99% de la población.Estupendo, objetivo conseguido. Y, por supuesto, una vez más, demostrado que somos tontos a rabiar y así nos va. ¡Viva el rebaño! Resulta que una persona pasa su infancia, adolescencia y juventud, es decir, los mejores años de la vida en cuanto que la responsabilidad es muy limitada y escasa, y todo es ilusión, quitando horas al ocio, a la diversión, al descanso y al estudio obligatorio para hacer crecer en su interior un mundo nuevo y mágico con el que tener una concepción de la existencia bastante más elevada de la común y corriente (vamos a poner por ejemplo la del caracol, que saca sus cuernos al sol). Ni siquiera esa personita se plantea dedicar su tramo adulto a vivir de su arte. Estudia, compagina, goza, sufre... Un año tras otro va construyendo una elevación, primero una loma y luego una montaña, que no está sola pues hay muchas otras. Pero, comparativamente, en la llanura convive la inmensa mayoría de seres que pueblan la tierra. Entonces se da cuenta de que, gracias a su esfuerzo continuado, es un privilegiado. Su vida algo más elevada le permite tener otra percepción de prácticamente todo ya que, lo quiera o no, ya está un poco más arriba y eso imprime carácter. Y un buen día decide que no quiere bajar más, que aunque ver con claridad el fondo y el horizonte puede resultar más duro que no levantar la vista del suelo, eso significa tomar conciencia de uno mismo como persona.
Si echamos cuentas, esta dedicación no puede medirse con la medida de tiempo estándar, es imposible. A cualquier pianista que le preguntes cuántas horas dedica a su profesión te responderá lo mismo: sentado ante el piano, tantas, pero con la cabeza puesta en él, casi veinticuatro diarias.
Un buen día te da por quejarte, sólo un poquito: mires para donde mires el gobierno se ha dedicado a poner trabas por doquier y a destruir todo lo que funcionaba y todo cuesta cada día más trabajo. Ojo, que aquí entra todo dios, desde el más simple 'paleta', a los mecánicos, a los tenderos, a los feriantes, a los dentistas, a los arquitectos, a los músicos, a los sastres, a los actores, a los vendedores ambulantes, a los oficinistas, a los dependientes, a los empresarios... Todo dios. Pues va el que sea y te suelta el verbo de rigor.
La respuesta a este cataclismo no puede ser un eslogan publicitario: reinvéntate. Primero y fundamental: en qué. Y segundo y más fundamental todavía: por qué.
Por favor, si mantenéis una conversación de este tipo en cualquier círculo, no le hagáis el juego a estos seres sin alma que nos tratan con total desprecio y que sólo velan por su interés. No digáis que la solución es reinventarse. La lucha debe estar en mantener nuestra dignidad, nuestra individualidad, nuestra libertad. Cada vez que alguien repite semejante estupidez, sin darse cuenta se deteriora e insulta al otro.
No nos regalaron nada. Lo que se consiguió fue a base de esfuerzo y de quedarse mucha gente en el camino. Parece que nuestra memoria olvida fácilmente cómo las generaciones anteriores lo tuvieron muy negro y entre todos se logró que pudiésemos distinguirnos de los animales de manera clara.
Insisto: no lo digáis nunca más, que atenta contra la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Etiquetas:
artista,
autoridades,
carrera,
comportamiento,
cultura,
esfuerzo,
España,
futuro,
ganas,
generación,
ministro,
nosotros mismos,
resistir,
trabajo,
vocación
miércoles, 21 de agosto de 2013
Mi pie izquierdo
Asistí a un concierto de Josep Colom en el que la primera obra que tocó fue la Sonata en Do mayor de Mozart, la KV 545, ésa que un psicópata tituló 'la fácil'. Qué temple hay que tener para comenzar así, como si nada. Por supuesto la bordó pero, además, aprendí unas cuantas cosas sobre la marcha. Después desplegó todo su potencial con las Variaciones Paganini de Brahms, que no sabría decir si he escuchado otras mejores. Magnífico, sí señor.
Me llamó la atención cómo puso todo su empeño en controlar el sonido sólo con los dedos en el Mozart. Tanto es así que, si mi vista no me engañó, el pie izquierdo lo metió debajo del pedal. Supongo que fue para reprimir el natural impulso de pisarlo a la menor oportunidad. Pequeñas pinceladas con el derecho, eso sí, que circulan versiones por ahí en las que parece un delito meterle el "reverb".
Cuando comenzaba a pensar que era un poco exagerado no usar el pedal izquierdo para nada, más en esta Sonata, cuando ya había demostrado su habilidad y control 'digital', escuché un nuevo sonido y levanté la vista. Efectivamente, lo había reservado para el momento justo (no me preguntéis cuál porque me tendría que poner a revisar la partitura y ahora mismo me está cayendo algún que otro goterón de sudor a pesar de que en Andalucía están bajando las temperaturas; odio a los del tiempo).
Como ya sabéis que una idea lleva a otra, no pude dejar de recordar una anécdota que viví/sufrí en primera persona a causa del dichoso pedal. Sucedió en un cursillo en Sevilla, en el Conservatorio, que impartía Hans Graf. Era el primer día y a los alumnos activos nos subieron al escenario, allí sentaditos a la vista de todos los oyentes: sin presiones. El maestro preguntó si alguien quería comenzar y yo, con mi habitual gracia, señalé discretamente a mi amigo Antonio Victoria, en ese juego que siempre nos traíamos entre manos. Error de novato. El profesor Graf utilizaba ese truco tan simple para que la pelotita de la ruleta cayera sin esfuerzo en el pringado de turno. 'Moi'.
Así que, con los cachetes bien encendidos (nada original para los que me conocen), me dispuse a pelearme con la Tercera Sonata de Prokofiev, buena amiga de aquellos tiempos. Iba bastante seguro en lo que a tocar se refería pero mi carácter tímido chocaba con eso de ser el que lanzara el chupinazo. En fin, como en el trampolín, se toma aire, se cierran los ojos y se salta confiando que el agua siga allí cuando lleguemos.
Antes de finalizar la primera página me detiene (sin ayuda de la policía) y me hace una pregunta mirándome fijamente a los ojos: ¿por qué tienes puesto el pedal izquierdo? Otra cosa no, pero mi profesor ha sido exhaustivo al explicar el uso de los pedales, su funcionamiento, su mecánica, su resultado, su conveniencia, sus grados... Vamos, que la pregunta recaía sobre un experto. (Todavía me tengo que reír y a la vez me entra de todo). Le devolví la mirada con los cachetes a punto de ebullición y la cabeza a mil por hora, dilucidando pros y contras de la respuesta que debía dar.
Quizás él podría haberme echado una mano, pero claro, necesitaba de un pardillo que le diera pie a expresar sus conocimientos. ¿Y quién era yo para decirle a un profesor que no necesitaba su explicación? ¿Y quién era yo para negarle esa magnífica oportunidad de lucirse? ¿Y quién era yo...? Aún me da vergüenza repetir la respuesta pero os podéis imaginar que fue catastrófica, que sólo faltó oír el OHHHH del público, como en las series americanas, mientras se echan las manos a la cabeza. A Dios gracias que no existía YouTube.
Desde entonces llevo asociada esta imagen cada vez que oigo las palabras mágicas: pedal izquierdo. A pesar de las felicitaciones por la Sonata, la bronca que me gané fue monumental, mirada asesina incluida, que ya sabemos que los cursillos se inventaron para lucimiento de los profesores.
Hombre, no era para tanto. Total, ¿quién no se ha refugiado tras el pedal dichoso cuando está muerto de miedo?
¿Para qué lo inventaron si no?

Cuando comenzaba a pensar que era un poco exagerado no usar el pedal izquierdo para nada, más en esta Sonata, cuando ya había demostrado su habilidad y control 'digital', escuché un nuevo sonido y levanté la vista. Efectivamente, lo había reservado para el momento justo (no me preguntéis cuál porque me tendría que poner a revisar la partitura y ahora mismo me está cayendo algún que otro goterón de sudor a pesar de que en Andalucía están bajando las temperaturas; odio a los del tiempo).
Como ya sabéis que una idea lleva a otra, no pude dejar de recordar una anécdota que viví/sufrí en primera persona a causa del dichoso pedal. Sucedió en un cursillo en Sevilla, en el Conservatorio, que impartía Hans Graf. Era el primer día y a los alumnos activos nos subieron al escenario, allí sentaditos a la vista de todos los oyentes: sin presiones. El maestro preguntó si alguien quería comenzar y yo, con mi habitual gracia, señalé discretamente a mi amigo Antonio Victoria, en ese juego que siempre nos traíamos entre manos. Error de novato. El profesor Graf utilizaba ese truco tan simple para que la pelotita de la ruleta cayera sin esfuerzo en el pringado de turno. 'Moi'.
Así que, con los cachetes bien encendidos (nada original para los que me conocen), me dispuse a pelearme con la Tercera Sonata de Prokofiev, buena amiga de aquellos tiempos. Iba bastante seguro en lo que a tocar se refería pero mi carácter tímido chocaba con eso de ser el que lanzara el chupinazo. En fin, como en el trampolín, se toma aire, se cierran los ojos y se salta confiando que el agua siga allí cuando lleguemos.
Antes de finalizar la primera página me detiene (sin ayuda de la policía) y me hace una pregunta mirándome fijamente a los ojos: ¿por qué tienes puesto el pedal izquierdo? Otra cosa no, pero mi profesor ha sido exhaustivo al explicar el uso de los pedales, su funcionamiento, su mecánica, su resultado, su conveniencia, sus grados... Vamos, que la pregunta recaía sobre un experto. (Todavía me tengo que reír y a la vez me entra de todo). Le devolví la mirada con los cachetes a punto de ebullición y la cabeza a mil por hora, dilucidando pros y contras de la respuesta que debía dar.
Quizás él podría haberme echado una mano, pero claro, necesitaba de un pardillo que le diera pie a expresar sus conocimientos. ¿Y quién era yo para decirle a un profesor que no necesitaba su explicación? ¿Y quién era yo para negarle esa magnífica oportunidad de lucirse? ¿Y quién era yo...? Aún me da vergüenza repetir la respuesta pero os podéis imaginar que fue catastrófica, que sólo faltó oír el OHHHH del público, como en las series americanas, mientras se echan las manos a la cabeza. A Dios gracias que no existía YouTube.
Desde entonces llevo asociada esta imagen cada vez que oigo las palabras mágicas: pedal izquierdo. A pesar de las felicitaciones por la Sonata, la bronca que me gané fue monumental, mirada asesina incluida, que ya sabemos que los cursillos se inventaron para lucimiento de los profesores.
Hombre, no era para tanto. Total, ¿quién no se ha refugiado tras el pedal dichoso cuando está muerto de miedo?
¿Para qué lo inventaron si no?
Etiquetas:
alumno,
Brahms,
comportamiento,
confianza,
cursillos,
Imprevisto,
Josep Colom,
miedo,
Mozart,
nervios,
profesor,
Prokofiev,
relatividad,
Seguridad,
tensión,
vergüenza
domingo, 28 de julio de 2013
Responsable
Es curioso pero, por más memoria que hago, sólo consigo recordarme, ya desde muy niño, como un ser absolutamente responsable. Las contadas ocasiones en las que conscientemente decidí dejar de serlo, siempre vinieron acompañadas de una sensación parecida a la alerta que provoca el peligro (excepto la primera que recuerdo: con cuatro años le solté una trola a la profesora del preescolar para correr a ver mi serie favorita de entonces, Daniel Boone; ni la reprimenda posterior de mi madre tras el chivatazo insolidario de mi hermano mayor, ni el castigo con 'orejas de burro' en el cole pudieron con mi íntima satisfacción).
Desde que tenemos uso de razón vamos configurando nuestra cabeza y en poco tiempo ya discurrimos de determinada manera y actuamos en consecuencia. No sé si se debe a que lo traemos de fábrica, a que nos lo inculcan por activa y por pasiva, o a la mezcla de un poco de todo. Ahora bien, pasados cincuenta años con esta actitud, he de reconocer que estoy un poco cansado.
Sé que esta cualidad (no sé si calificarla como virtud o defecto) es la que me ha hecho llegar a concertista. No hace falta que diga cuántos años de nuestra vida requieren una constancia y un esfuerzo grande para lograr que la cosa suene decentemente. Entonces ocurre que todo se va mimetizando. Parece como que hasta para elegir una barra de pan hubiese que cribar analíticamente. Claro, en este plan, resulta agotador.
Empiezas por ser responsable en casa, de muy pequeño, ante tus padres; luego en el colegio, intentando no desmerecer del manantial de sabiduría al que acudes a diario; sigues con las relaciones personales con compañeros y amigos, a los que jamás se te ocurriría defraudar; cuando tomas la decisión de volar solo y tomar las riendas, sientes como si mil pares de ojos vigilaran cada una de tus acciones; ni os cuento el día en que, junto a Beatriz, decidimos abandonar la senda adecuada, ya con una hija en el mundo, para vivir de la música; quieres que de cada concierto el público salga convencido de haber escuchado el programa de una manera auténtica; no regateas en esfuerzos aun sabiendo que las condiciones no van a ser las más adecuadas; intentas razonar las infinitas distintas situaciones según tu propio comportamiento... (podría seguir pero creo que se entiende el mensaje).
Resulta que cada mañana, no ahora, que no hay nada nuevo, sino desde siempre, te levantas y observas multitud de comportamientos totalmente contrarios al tuyo. No importa, te dices, es una decisión absolutamente propia y no me dejo influir por lo que hagan otros. Pero va en aumento y notas que, quieras o no, te va influyendo en tu círculo íntimo y privado, se va inmiscuyendo irremediablemente porque son acciones supra personales. Vas viendo cómo se va extendiendo una laxitud en el cumplimiento de cada misión (no digo obligación porque entiendo que es de libre elección), mires para donde mires, y crece la sensación de que sólo los tontos hacen lo que deben. Si no lo piensas ya se encargará algún voluntario de decírtelo con mucha sorna. Y esto en prácticamente todos los planos de la sociedad, por lo que, como ya he dicho, te acaba salpicando.
Pero ya no sabes ser de otra manera, no puedes, no quieres. Tan sencillo como que cada uno hiciera más o menos lo que tiene que hacer, sin pedir peras al olmo, sin esperar llegar a una situación límite o tener que recurrir a levantar el tono de voz. No es una misión imposible. Vivimos encadenados (en el sentido de concatenar) y las omisiones de los demás acaban notándose en tu diario.
Prefiero ser responsable de mis actos. Prefiero tener la culpa de mis errores, porque así podré enmendarlos y asumir las consecuencias. Prefiero que por mí no quede. Prefiero que en la sociedad en la que me muevo haya mucha gente que piense y actúe así. Y prefiero que la alternativa no sea la irresponsabilidad, que no se trata de contrarios.
(Esta tarde realizaré mi último acto de responsabilidad no dejando ni una miga de la tarta de queso que está preparando Beatriz, y que irá recubierta con las moras que ayer tarde recogimos en nuestro paseo).
Desde que tenemos uso de razón vamos configurando nuestra cabeza y en poco tiempo ya discurrimos de determinada manera y actuamos en consecuencia. No sé si se debe a que lo traemos de fábrica, a que nos lo inculcan por activa y por pasiva, o a la mezcla de un poco de todo. Ahora bien, pasados cincuenta años con esta actitud, he de reconocer que estoy un poco cansado.
Sé que esta cualidad (no sé si calificarla como virtud o defecto) es la que me ha hecho llegar a concertista. No hace falta que diga cuántos años de nuestra vida requieren una constancia y un esfuerzo grande para lograr que la cosa suene decentemente. Entonces ocurre que todo se va mimetizando. Parece como que hasta para elegir una barra de pan hubiese que cribar analíticamente. Claro, en este plan, resulta agotador.
Empiezas por ser responsable en casa, de muy pequeño, ante tus padres; luego en el colegio, intentando no desmerecer del manantial de sabiduría al que acudes a diario; sigues con las relaciones personales con compañeros y amigos, a los que jamás se te ocurriría defraudar; cuando tomas la decisión de volar solo y tomar las riendas, sientes como si mil pares de ojos vigilaran cada una de tus acciones; ni os cuento el día en que, junto a Beatriz, decidimos abandonar la senda adecuada, ya con una hija en el mundo, para vivir de la música; quieres que de cada concierto el público salga convencido de haber escuchado el programa de una manera auténtica; no regateas en esfuerzos aun sabiendo que las condiciones no van a ser las más adecuadas; intentas razonar las infinitas distintas situaciones según tu propio comportamiento... (podría seguir pero creo que se entiende el mensaje).
Resulta que cada mañana, no ahora, que no hay nada nuevo, sino desde siempre, te levantas y observas multitud de comportamientos totalmente contrarios al tuyo. No importa, te dices, es una decisión absolutamente propia y no me dejo influir por lo que hagan otros. Pero va en aumento y notas que, quieras o no, te va influyendo en tu círculo íntimo y privado, se va inmiscuyendo irremediablemente porque son acciones supra personales. Vas viendo cómo se va extendiendo una laxitud en el cumplimiento de cada misión (no digo obligación porque entiendo que es de libre elección), mires para donde mires, y crece la sensación de que sólo los tontos hacen lo que deben. Si no lo piensas ya se encargará algún voluntario de decírtelo con mucha sorna. Y esto en prácticamente todos los planos de la sociedad, por lo que, como ya he dicho, te acaba salpicando.
Pero ya no sabes ser de otra manera, no puedes, no quieres. Tan sencillo como que cada uno hiciera más o menos lo que tiene que hacer, sin pedir peras al olmo, sin esperar llegar a una situación límite o tener que recurrir a levantar el tono de voz. No es una misión imposible. Vivimos encadenados (en el sentido de concatenar) y las omisiones de los demás acaban notándose en tu diario.
Prefiero ser responsable de mis actos. Prefiero tener la culpa de mis errores, porque así podré enmendarlos y asumir las consecuencias. Prefiero que por mí no quede. Prefiero que en la sociedad en la que me muevo haya mucha gente que piense y actúe así. Y prefiero que la alternativa no sea la irresponsabilidad, que no se trata de contrarios.
(Esta tarde realizaré mi último acto de responsabilidad no dejando ni una miga de la tarta de queso que está preparando Beatriz, y que irá recubierta con las moras que ayer tarde recogimos en nuestro paseo).
Etiquetas:
Beatriz,
carácter,
comportamiento,
Concertista,
disciplina,
educación,
energía,
entrega,
esfuerzo,
individualidad,
presión,
relaciones,
responsabilidad
domingo, 14 de julio de 2013
Música
Tras la ventana, el viento de Levante está dejando una temperatura de 42º centígrados. El cerebro está pronto a derretirse y a mí no se me ocurre otra cosa que seguir leyendo La montaña mágica, de Thomas Mann (allí arriba, en Davos-Platz, en el Sanatorio Bergohf para tuberculosos, están a sólo 6º en pleno mes de agosto):
- Bien, pues... lo acepto, soy un aficionado a la música, lo que no significa que la estime particularmente, como estimo y amo por ejemplo la palabra, el vehículo del espíritu, el instrumento, el arado resplandeciente del progreso... La música es lo informulado, lo equívoco, lo irresponsable, lo indiferente. Tal vez quieran objetar que puede ser clara, pero la naturaleza también puede serlo al igual que un simple arroyuelo, ¿y de qué nos sirve eso? No es la claridad verdadera, es una claridad engañosa que no significa nada y no compromete a nada, una claridad sin consecuencias y, por tanto, peligrosa, puesto que nos lleva a contentarnos... Dejad tomar a la música una actitud magnánima. Bien..., así inflamará nuestros sentimientos. ¡Pero se trata de inflamar nuestra razón! La música parece ser el movimiento mismo, pero a pesar de eso, sospecho en ella un atisbo de estatismo. Déjeme llevar mi tesis hasta el extremo. Tengo contra la música una antipatía de orden político.
Hans Castorp no pudo contenerse, golpeó con la mano sus rodillas y exclamó que en toda su vida jamás había oído nada semejante.
- Piénselo, ingeniero. La música es inapreciable como medio supremo de provocar el entusiasmo, como fuerza que nos arrastra hacia adelante, cuando encuentra el espíritu preparado para sus efectos. Pero la literatura debe haberla precedido. La música sola no hace avanzar el mundo. La música sola es peligrosa. Para usted personalmente, ingeniero, es sin duda peligrosa. Su propia fisonomía me lo demostró cuando llegué. (...)
- Me parece que debemos estar agradecidos a la dirección con estos conciertos - dijo Joachim con aire reflexivo -. Usted considera el asunto desde un punto de vista superior, señor Settembrini, en cierto modo como escritor, y no puedo contradecirle en ese plano. Pero a pesar de todo, creo que debe mostrarse agradecido por un poco de música. No soy, en modo alguno, músico, y además las obras interpretadas no son muy notables, ni clásicas ni modernas; es sencillamente música de banda, pero a pesar de todo, constituye un cambio agradable, que llena unas horas de algo diferente; las distribuye y las llena, una detrás de otra, de tal manera que rompe la monotonía, mientras que de lo contrario los días y las semanas pasan espantosamente. Mire, cada una de esas piezas musicales sin pretensiones dura unos siete minutos, ¿no es verdad? Pues bien, esos minutos constituyen algo en sí, tienen un principio y un fin, se destacan, de alguna forma evitan el deshacerse imperceptiblemente en el ritmo monótono del tiempo. Además, esas obras están divididas en ellas mismas por tiempos y medidas, de manera que siempre ocurre algo y cada instante tiene un cierto sentido al cual uno puede referirse, mientras que en otros casos... No sé si me he...
- ¡Bravo! - exclamó Settembrini -. ¡Bravo, teniente! Ha definido a la perfección un aspecto incontestablemente moral de la música, a saber: que ella presta al transcurso del tiempo, midiéndolo de un modo particularmente vivo, una realidad, un sentido y un valor. La música despierta el tiempo, nos despierta al disfrute más refinado del tiempo... La música despierta..., y en este sentido es moral..., ética. El arte es moral en la medida en que despierta. Pero, ¿qué pasa cuando ocurre lo contrario: cuando entorpece, adormece y contrarresta la actividad y el progreso? También la música puede hacerlo, es decir, ejercer la misma influencia que los estupefacientes. Una influencia diabólica, señores. La droga pertenece al diablo, pues provoca la letargia, el estancamiento, la pasividad, el servilismo... Les aseguro que hay algo de inquietante en la música. Sostengo que es de naturaleza ambigua. No me excedo al calificarla de políticamente sospechosa.
Continuó esa diatriba y Hans Castorp le escuchaba; pero no consiguió comprenderle del todo a causa de su fatiga. (...)
La banda tocaba una polka.

Hans Castorp no pudo contenerse, golpeó con la mano sus rodillas y exclamó que en toda su vida jamás había oído nada semejante.
- Piénselo, ingeniero. La música es inapreciable como medio supremo de provocar el entusiasmo, como fuerza que nos arrastra hacia adelante, cuando encuentra el espíritu preparado para sus efectos. Pero la literatura debe haberla precedido. La música sola no hace avanzar el mundo. La música sola es peligrosa. Para usted personalmente, ingeniero, es sin duda peligrosa. Su propia fisonomía me lo demostró cuando llegué. (...)
- Me parece que debemos estar agradecidos a la dirección con estos conciertos - dijo Joachim con aire reflexivo -. Usted considera el asunto desde un punto de vista superior, señor Settembrini, en cierto modo como escritor, y no puedo contradecirle en ese plano. Pero a pesar de todo, creo que debe mostrarse agradecido por un poco de música. No soy, en modo alguno, músico, y además las obras interpretadas no son muy notables, ni clásicas ni modernas; es sencillamente música de banda, pero a pesar de todo, constituye un cambio agradable, que llena unas horas de algo diferente; las distribuye y las llena, una detrás de otra, de tal manera que rompe la monotonía, mientras que de lo contrario los días y las semanas pasan espantosamente. Mire, cada una de esas piezas musicales sin pretensiones dura unos siete minutos, ¿no es verdad? Pues bien, esos minutos constituyen algo en sí, tienen un principio y un fin, se destacan, de alguna forma evitan el deshacerse imperceptiblemente en el ritmo monótono del tiempo. Además, esas obras están divididas en ellas mismas por tiempos y medidas, de manera que siempre ocurre algo y cada instante tiene un cierto sentido al cual uno puede referirse, mientras que en otros casos... No sé si me he...
- ¡Bravo! - exclamó Settembrini -. ¡Bravo, teniente! Ha definido a la perfección un aspecto incontestablemente moral de la música, a saber: que ella presta al transcurso del tiempo, midiéndolo de un modo particularmente vivo, una realidad, un sentido y un valor. La música despierta el tiempo, nos despierta al disfrute más refinado del tiempo... La música despierta..., y en este sentido es moral..., ética. El arte es moral en la medida en que despierta. Pero, ¿qué pasa cuando ocurre lo contrario: cuando entorpece, adormece y contrarresta la actividad y el progreso? También la música puede hacerlo, es decir, ejercer la misma influencia que los estupefacientes. Una influencia diabólica, señores. La droga pertenece al diablo, pues provoca la letargia, el estancamiento, la pasividad, el servilismo... Les aseguro que hay algo de inquietante en la música. Sostengo que es de naturaleza ambigua. No me excedo al calificarla de políticamente sospechosa.
Continuó esa diatriba y Hans Castorp le escuchaba; pero no consiguió comprenderle del todo a causa de su fatiga. (...)
La banda tocaba una polka.
Etiquetas:
aficionado,
Arte,
comportamiento,
disfrutar,
educación,
escuchar,
estímulo,
melómano,
música,
música en directo,
opinión,
placer,
relajarse,
Thomas Mann,
verano
domingo, 30 de junio de 2013
Certeza
No dejo de pensar, casi a diario, que no hay nada nuevo bajo el sol. Te remontes a la época que te remontes, mires hacia donde mires, todo se repite sistemáticamente aunque nos esforcemos en creer que es nuevo al tratarse de nuestra experiencia.
Pienso que el hombre, la humanidad, en esencia siente de una manera común. Y también pienso que el transcurrir de la vida, por muy individuos que nos sintamos, se podría resumir en pocas líneas, una especie de claves maestras.
Dicho esto, me pregunto casi a diario por qué, si todo está claro, si, gracias a numerosos pensadores a lo largo de la Historia, la esencia de la vida podría estar impresa en una cuartilla y tener divulgación universal, nos empeñamos en complicarnos la existencia.
Las respuestas que encuentro no me gustan y no me satisfacen. Siempre concluyo en una responsabilidad ajena y en un esfuerzo personal. Es decir, durante un periodo largo en el que estamos formándonos como personas nos inculcan un comportamiento y un conjunto de pensamientos casi siempre incompatibles con nuestra felicidad y plenitud, de donde se deduce que nos pasamos el resto de nuestra vida luchando por salir de un pozo, o un desierto, o un cenagal, o una parcela, o una buhardilla, qué más da.
Digo yo, en mi simpleza: si todo no hace más que repetirse, se podrían sacar unas líneas esenciales en las que los errores se eliminaran y los aciertos brillaran grabados en oro (realmente qué simple soy). Si al nacer nos entregasen un librito con unas pocas páginas en las que se detallasen los pasos a seguir claramente, eso sí, manteniendo un margen para la libertad individual del tipo opción A/ opción B, no vayamos a convertir esto en alienante, igual el mundo sería maravilloso, en plan respuesta Miss Universo (la paz en el mundo, el hambre en el mundo...).
Concretando: si hace unos días escribí que el campo verde y dorado pronto sería un océano amarillo y ayer por la tarde lo pude comprobar, no es que yo sea una mente prodigiosa (que también), sino que era cuestión de recordar cómo cada año florecen los girasoles llegado el momento.
En nuestro terreno: si a lo largo de los años hemos comprobado que el estudio controlado y constante da su fruto siempre, a algunos antes que a otros, pero a todos, ¿no debería estar la enseñanza clarificada de tal manera que la confianza en los hechos vencieran siempre al miedo al fracaso? Si todos los días sale el sol (aunque sea por Antequera), por qué vivir temerosos de que algún día pueda no ocurrir tal cotidiana efemérides. Si ya tenemos suficientes muestras de que podemos tocar el piano decentemente, por qué vivir temerosos de que algún día pueda no ocurrir tal cotidiana maravilla.
Sólo encuentro, en mi simplicidad, que la vida seguirá siendo como es porque no nos paramos a intentar cambiar unos comportamientos adquiridos que, además, transmitimos sin cambiar una coma. Si hemos sido educados de una manera que no nos ha gustado, visto ya con perspectiva, ¿por qué no suprimir los errores y enfocar hacia los aciertos a los que vienen detrás, ya sea en clase o en casa? ¿Por qué no educar en la confianza, en el optimismo, en la seguridad, en la libertad desde nuestro puesto, por pequeño que sea?
Nada va a venir desde arriba, que el sistema está muy perfeccionado y a cualquier simple que ha querido cambiar algo se lo han ventilado sin pestañear (!!!). Pero sí tenemos en nuestras manos el poder absoluto (y por eso peligroso) para lograr que nuestro paso por este mundo merezca el esfuerzo.
Y eso sí es una certeza.
Pienso que el hombre, la humanidad, en esencia siente de una manera común. Y también pienso que el transcurrir de la vida, por muy individuos que nos sintamos, se podría resumir en pocas líneas, una especie de claves maestras.
Dicho esto, me pregunto casi a diario por qué, si todo está claro, si, gracias a numerosos pensadores a lo largo de la Historia, la esencia de la vida podría estar impresa en una cuartilla y tener divulgación universal, nos empeñamos en complicarnos la existencia.
Las respuestas que encuentro no me gustan y no me satisfacen. Siempre concluyo en una responsabilidad ajena y en un esfuerzo personal. Es decir, durante un periodo largo en el que estamos formándonos como personas nos inculcan un comportamiento y un conjunto de pensamientos casi siempre incompatibles con nuestra felicidad y plenitud, de donde se deduce que nos pasamos el resto de nuestra vida luchando por salir de un pozo, o un desierto, o un cenagal, o una parcela, o una buhardilla, qué más da.
Digo yo, en mi simpleza: si todo no hace más que repetirse, se podrían sacar unas líneas esenciales en las que los errores se eliminaran y los aciertos brillaran grabados en oro (realmente qué simple soy). Si al nacer nos entregasen un librito con unas pocas páginas en las que se detallasen los pasos a seguir claramente, eso sí, manteniendo un margen para la libertad individual del tipo opción A/ opción B, no vayamos a convertir esto en alienante, igual el mundo sería maravilloso, en plan respuesta Miss Universo (la paz en el mundo, el hambre en el mundo...).
Concretando: si hace unos días escribí que el campo verde y dorado pronto sería un océano amarillo y ayer por la tarde lo pude comprobar, no es que yo sea una mente prodigiosa (que también), sino que era cuestión de recordar cómo cada año florecen los girasoles llegado el momento.
En nuestro terreno: si a lo largo de los años hemos comprobado que el estudio controlado y constante da su fruto siempre, a algunos antes que a otros, pero a todos, ¿no debería estar la enseñanza clarificada de tal manera que la confianza en los hechos vencieran siempre al miedo al fracaso? Si todos los días sale el sol (aunque sea por Antequera), por qué vivir temerosos de que algún día pueda no ocurrir tal cotidiana efemérides. Si ya tenemos suficientes muestras de que podemos tocar el piano decentemente, por qué vivir temerosos de que algún día pueda no ocurrir tal cotidiana maravilla.
Sólo encuentro, en mi simplicidad, que la vida seguirá siendo como es porque no nos paramos a intentar cambiar unos comportamientos adquiridos que, además, transmitimos sin cambiar una coma. Si hemos sido educados de una manera que no nos ha gustado, visto ya con perspectiva, ¿por qué no suprimir los errores y enfocar hacia los aciertos a los que vienen detrás, ya sea en clase o en casa? ¿Por qué no educar en la confianza, en el optimismo, en la seguridad, en la libertad desde nuestro puesto, por pequeño que sea?
Nada va a venir desde arriba, que el sistema está muy perfeccionado y a cualquier simple que ha querido cambiar algo se lo han ventilado sin pestañear (!!!). Pero sí tenemos en nuestras manos el poder absoluto (y por eso peligroso) para lograr que nuestro paso por este mundo merezca el esfuerzo.
Y eso sí es una certeza.
Etiquetas:
aciertos,
alegría,
capacidad,
carácter,
certeza,
comportamiento,
confianza,
educación,
energía,
futuro,
generación,
individualidad,
nosotros mismos,
Seguridad,
sufrimiento,
vivir
miércoles, 29 de mayo de 2013
Zapatos de cordones
Me encontraba participando en una maratón de pianistas que organizaba Juventudes Musicales en Madrid cuando el comentario de una persona me dejó un poco perplejo. Se trataba de la presentadora del acto, Olga Barrio, una antigua locutora de RTVE, muy seria y muy preparada. Ahora que caigo, resulta que me hizo dos comentarios, o más bien preguntas.
La primera de ellas fue justo antes de mi salida al escenario para tocar la Fantasía Baetica, de Manuel de Falla, y el Vals Mephisto, de Franz Liszt: ¿qué versión del Mephisto es la que vas a interpretar? Aunque hablo del año 1987, se me puso la cara de pensar de Homer Simpson. No tenía ni idea de que hubiese otra versión que no fuese la que tenía memorizada del derecho y del revés, a no ser que fuese la orquestal (siempre he preferido la de piano). Me soltó un breve análisis sobre la marcha y me dijo que sólo era cuestión de profesionalidad. Y el pianista era yo.
Y la segunda no tenía nada que ver con la música, más bien con los músicos: ¿por qué lleváis todos zapatos de cordones? Ahí también me quedé un poco parado porque es que ni lo había pensado. Los que llevaba puestos, en efecto, los tenían, pero al comprarlos ni siquiera pensé en ese detalle. Simplemente necesitaba unos zapatos negros, de cierto brillo, que fueran bien con el frac. A todo esto, la cabeza a mil por hora porque el Teatro Albéniz estaba a rebosar y en cuanto acabara el que estaba tocando salía yo. Estas conversaciones son las que vienen bien para pasar el rato.
Como buena semilla, aquella pregunta encontró suelo fértil y no tardé demasiado en hacerme con unos zapatos 'sin' cordones. Realmente no había necesidad de tenerse que agachar para hacer los nudos e incluso de correr el riesgo de que pudiesen soltarse y acabar depositando las yemas de los dedos sobre la madera del tablado.
Pero yo creo que la periodista era bastante más lista que todo esto. Realmente me estaba diciendo que parecíamos unos frikis, unos bichos raros. Evidentemente hablo de otra época pero aún hoy se puede reconocer a un grupo de pianistas fácilmente. En el Albéniz había elementos de edades variadas, desde los doce a los veintisiete. El pantalón oscuro y la camisa blanca, abrochada hasta el último botón, con un lacito o corbata, era la nota predominante entre los más jóvenes. Los que teníamos ya unos añitos (sólo en comparación), vestíamos de frac. Y las chicas, también jóvenes, trajes emperifollados llenos de lazos. Ni que decir tiene que la elección de casi toda la indumentaria era realizada, evidentemente, por esas madres tan orgullosas de sus hijos.
Todavía podemos apreciar esta tendencia en esos programas televisivos donde aparecen pequeños monstruitos cabalgando por los teclados: que se note que un pianista es muy limpio y muy listo. Para esto último hay que apoyarse en unas gafas redonditas y en un buen peinado repeinado.
Más podrían preocuparse de que tuvieran una vida normal, unas relaciones normales, unos horarios normales y unos hablares normales. Parece como si se ensayara en casa la entrevista, con sus preguntas y sus respuestas, para que se note que la cultura exuda por todos nuestros poros. Los comportamientos raros o extravagantes no hay que potenciarlos porque sus consecuencias son para toda la vida, y más si se empieza desde niño.
Recuerdo la anécdota que me contaba una madre cuando su hijo, que sólo quería estudiar y nada más que estudiar, y como el piano estaba en el salón, para despedir a las visitas decía mamá, saca ya el aperitivo para que se lo coman y se vayan pronto.
Alguna vez he pensado en volver a usar cordones. Por ahora sólo los uso en mis botas para largos paseos por el campo, a lo Beethoven.
La primera de ellas fue justo antes de mi salida al escenario para tocar la Fantasía Baetica, de Manuel de Falla, y el Vals Mephisto, de Franz Liszt: ¿qué versión del Mephisto es la que vas a interpretar? Aunque hablo del año 1987, se me puso la cara de pensar de Homer Simpson. No tenía ni idea de que hubiese otra versión que no fuese la que tenía memorizada del derecho y del revés, a no ser que fuese la orquestal (siempre he preferido la de piano). Me soltó un breve análisis sobre la marcha y me dijo que sólo era cuestión de profesionalidad. Y el pianista era yo.
Y la segunda no tenía nada que ver con la música, más bien con los músicos: ¿por qué lleváis todos zapatos de cordones? Ahí también me quedé un poco parado porque es que ni lo había pensado. Los que llevaba puestos, en efecto, los tenían, pero al comprarlos ni siquiera pensé en ese detalle. Simplemente necesitaba unos zapatos negros, de cierto brillo, que fueran bien con el frac. A todo esto, la cabeza a mil por hora porque el Teatro Albéniz estaba a rebosar y en cuanto acabara el que estaba tocando salía yo. Estas conversaciones son las que vienen bien para pasar el rato.
Como buena semilla, aquella pregunta encontró suelo fértil y no tardé demasiado en hacerme con unos zapatos 'sin' cordones. Realmente no había necesidad de tenerse que agachar para hacer los nudos e incluso de correr el riesgo de que pudiesen soltarse y acabar depositando las yemas de los dedos sobre la madera del tablado.
Pero yo creo que la periodista era bastante más lista que todo esto. Realmente me estaba diciendo que parecíamos unos frikis, unos bichos raros. Evidentemente hablo de otra época pero aún hoy se puede reconocer a un grupo de pianistas fácilmente. En el Albéniz había elementos de edades variadas, desde los doce a los veintisiete. El pantalón oscuro y la camisa blanca, abrochada hasta el último botón, con un lacito o corbata, era la nota predominante entre los más jóvenes. Los que teníamos ya unos añitos (sólo en comparación), vestíamos de frac. Y las chicas, también jóvenes, trajes emperifollados llenos de lazos. Ni que decir tiene que la elección de casi toda la indumentaria era realizada, evidentemente, por esas madres tan orgullosas de sus hijos.
Todavía podemos apreciar esta tendencia en esos programas televisivos donde aparecen pequeños monstruitos cabalgando por los teclados: que se note que un pianista es muy limpio y muy listo. Para esto último hay que apoyarse en unas gafas redonditas y en un buen peinado repeinado.
Más podrían preocuparse de que tuvieran una vida normal, unas relaciones normales, unos horarios normales y unos hablares normales. Parece como si se ensayara en casa la entrevista, con sus preguntas y sus respuestas, para que se note que la cultura exuda por todos nuestros poros. Los comportamientos raros o extravagantes no hay que potenciarlos porque sus consecuencias son para toda la vida, y más si se empieza desde niño.
Recuerdo la anécdota que me contaba una madre cuando su hijo, que sólo quería estudiar y nada más que estudiar, y como el piano estaba en el salón, para despedir a las visitas decía mamá, saca ya el aperitivo para que se lo coman y se vayan pronto.
Alguna vez he pensado en volver a usar cordones. Por ahora sólo los uso en mis botas para largos paseos por el campo, a lo Beethoven.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)