miércoles, 2 de abril de 2014

Realismo

Cada vez tengo más claro que es imprescindible incrustar en los programas académicos de los conservatorios una asignatura que dote a todos los alumnos, cualquiera que sea su especialidad, de la capacidad de poner los pies en la Tierra (y lo pongo con mayúsculas en contraste con la Luna).
La carrera de música no ha cambiado demasiado a lo largo de los años, a pesar de los distintos planes que modifican su estructura. Según quien dirija la correspondiente reforma se potenciarán más unos valores que otros, resumidos en tocar o no tocar, that's the question, que no hará otra cosa que reflejar el desarrollo profesional del o de los individuos que redactaron el tocho.
De la idea inicial, incluso de la que vamos modelando en nuestra cabeza, de lo que debe ser el ejercicio de la música, es decir, ser músico, a lo que después nos encontramos hay sustanciales diferencias. En principio y en teoría, todo está idealizado y magnificado, y no quiero decir con esto que no deba serlo. ¡Ojalá! Pero las circunstancias que van parejas al hecho de un concierto son ignoradas, por puro desconocimiento, por la mayoría de los primerizos y por la no tan minoría de los profesionales.
Por concretar: un pianista piensa que su única misión es estudiar para estar preparado suficientemente el día D, y no voy a negar esta premisa, por supuesto. El problema es que, si se ignora el cúmulo de gestiones y preparativos que acarrean llegar hasta ese punto, puede que llegue a tener un comportamiento, cuando menos, inadecuado.
En los mejores sueños, habitualmente potenciados por el cine y la televisión, el pianista comienza sus triunfos como quien no quiere la cosa, es llevado en volandas a los mejores teatros del mundo mundial y sólo tiene que ocuparse de estudiar, alternar en las posteriores fiestas de aclamación y descansar (aquí entra un poco de turismo y algún que otro escarceo amoroso) tras ser depositado por una limusina en un hotel de lujo. Así dibujado, ¿dónde hay que firmar?
Pero el diario, la vida cotidiana, obliga al intérprete a estar un poco más implicado en aspectos más mundanos, desde ayudar a diseñar el programa de mano y el cartel anunciador, a mover el piano de su rincón para llevarlo al centro del escenario. Y no pasa nada. Pero esto no es porque se esté escatimando en todos los campos, que también, sino por empatía con esa abnegada multitud de aficionados que roban de su descanso muchas horas para llevar adelante el hecho musical. ¿Nos hemos planteado alguna vez que si no hay gente que organice conciertos estos no se podrían celebrar?
Existen muchas sociedades musicales que son gestionadas por poco más de dos personas aunque estén formadas por cientos de socios. Muchas no disponen de sede propia y tienen que hacer malabarismos para encajar sus fechas con las de los sala-donantes. Muchas no tienen dinero casi ni para encargar los programas a una imprenta, saliendo de la impresora casera. En algunos casos he visto llegar a los miembros de la junta directiva con las botellitas de agua, una toalla y jabón de manos, carencias del local. Los días previos los pasan colgados al teléfono para recordar a cada socio que deberían asistir para no verse solos como casi siempre. Muchos te ofrecen su propia casa para descansar o incluso pasar la noche, además de invitarte de su bolsillo a cenar o tomar unas tapitas. La mayoría, gente de una edad, deben colocar y recoger las sillas de la sala.
Podría seguir enumerando decenas de detalles que no nos molestamos ni siquiera en imaginar porque nos creemos merecedores de las máximas comodidades. Si bajásemos un poco del Olimpo seríamos más felices porque estaríamos tratando con gente que ama la música por encima de todo, y ahí encontraríamos el sentido a nuestra existencia artística.
Lo demás, el engreimiento, la estupidez, la altivez, el orgullo, la vanagloria..., intentemos desterrarlo de una vez por todas. A ningún músico se le van a caer los anillos por convertirse en mortal.

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