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domingo, 13 de julio de 2014

Feliz viaje

Echo la vista atrás y tengo la sensación de haber realizado un viaje maravilloso. Durante dos años y medio, dos veces a la semana, me he sentado a contar y compartir muchas de las vivencias que he tenido en mi carrera de concertista. Como no podía ser de otra manera, era necesario tratar el tema más delicado y, quizás, el más importante, como es el de la enseñanza. De ahí emana todo y su huella perdura siempre.
Son muchas entradas y, modestia aparte, creo que algunas me han quedado redondas. Yo mismo, tras escribirlas, las he releído pasado algún tiempo y me he dado cuenta de que he sido el primer beneficiario. Sí, he aprendido ordenando ideas, recordando y analizando hechos trascendentes, reviviendo tantos buenos momentos... A menudo dejamos que todo pase sin más, sin darle su verdadero valor, y olvidamos que en esta vida cada detalle cuenta. Somos el resultado de una suma continua e ilimitada.
El día que comencé a escribir dejé claro que todo aquel que estudie piano puede tocar, y ahí entran el concertismo de altura y tantas variantes de actuaciones en directo como podamos imaginar. Siempre tuve un leitmotiv: se puede. Todo el mundo puede. Los problemas surgen desde muy temprano, cuando las ilusiones que llevamos se empiezan a truncar durante el periodo de estudiantes, tan largo por cierto, ya que se crea la sensación de meta inalcanzable. De ahí tantos abandonos y tantas frustraciones.
Por eso he dirigido mi discurso hacia la fortaleza que debemos crear, a tener las ideas muy claras y a luchar por lo que es nuestra vida (la única, que sepamos) y que nada ni nadie tiene el más mínimo derecho a estropear. Estos conceptos, aparentemente tan sencillos, son muy difíciles de mantener y de llevar a la práctica. Hay demasiados vicios heredados y muy poca voluntad de eliminarlos.
Cada uno es dueño de sí mismo y tiene el derecho y el deber de vivir según sus creencias, deseos y principios. Tocar el piano es una ocupación maravillosa y puede compaginar la devoción y la obligación. Sólo tenemos que marcar los límites para que nos haga feliz.
Creo que he cubierto una etapa que es necesario terminar. Lo que quería decir escrito está. Igual podría empezar a repetirme o, lo que sería peor, a aburrir a los que me habéis seguido y leído paciente y cariñosamente. En definitiva, es como si hubiese escrito un libro, que siempre necesita un final.

Ojalá este blog haya aliviado alguna carga, evitado algún tropiezo y curado algún dolor. Eso me haría sentir dichoso.
Muchas gracias a todos y hasta siempre.
Feliz viaje, feliz aventura.
Alberto.

domingo, 6 de julio de 2014

Iluminados

Andaba echando un vistazo a la Wikipedia sobre los Illuminati, cuando me sorprendí al leer los ideales que los impulsó a crear su orden en el año 1776: se oponían a la superstición, los prejuicios, la influencia religiosa sobre el ser humano, los abusos de poder del Estado, y apoyaban la educación de la mujer y la igualdad de sexos, junto con la ruptura de las barreras políticas, todo ello con el fin de crear un nuevo orden mundial. Después de escasos veinte años prohibieron la Orden, y hasta nuestros días, a través de la literatura de ficción y de las películas, nos hemos hecho una idea general en la que los vemos, principalmente, como conspiradores que todos imaginamos que gobiernan el mundo en la sombra por medio de sus sociedades secretas.
Bueno, no deja de ser curioso y digno de admiración que siempre haya gente idealista, que crea en la utopía y que arriesgue bastante en su lucha. Al menos ellos lo intentan y no se quedan en la barrera, ese deporte tan nuestro.
Pero también quería mencionar a los iluminados que a diario nos cruzamos por nuestras vidas y que nos afectan por razones varias. Cada día es más fácil encontrarlos porque, gracias a las comunicaciones y a la globalización (es un eufemismo), cualquiera que se sube a una mínima tarima cree que puede manejar los designios de las personas que tiene a su alcance. Claro, según el puesto de responsabilidad que ocupe, su radio de acción será proporcional.
Realmente habría una lista muy grande, demasiado grande, de gente como nosotros, mortalitos de a pie, que desde el más mínimo cargo, incluyendo el de presidente de la comunidad de vecinos, sólo buscan imponer su opinión y su autoridad. Y esto también nos alcanza a nosotros, cuando ilusionados con nuestros estudios pianísticos, nos topamos con un iluminado que decide que él es Dios (sí, con mayúsculas). Sólo hay una opinión, sólo hay que obedecer, sólo hay que dejarse guiar y, por supuesto, sólo hay un dios verdadero. Así que, hemos de sentirnos dichosos y privilegiados por haber sido conducidos por la gracia divina (la suya) hasta su clase. El problema viene al cabo de algunos años con los efectos de su iluminación.
Intento no ser demagogo y no generalizar, que todo hay que aclararlo, pero creo que sabemos de lo que hablo sin entrar en demasiados detalles, que son siempre dolorosos. Por eso creo que, si de verdad viviésemos en una sociedad avanzada, democrática y culta, estos personajillos de medio pelo (y de media talla) serían fácilmente identificables e, inmediatamente, neutralizados, sin mayor importancia ni dilación.
A ver cuándo somos capaces realmente de creer en la libertad del individuo, en su grandeza, sin que nadie venga a aguarnos la fiesta y sin que nosotros tampoco se la agüemos, claro está.

domingo, 22 de junio de 2014

La edad

Durante mucho tiempo escuchaba a mis mayores decir que la vida pasaba volando, en un santiamén. Yo, incrédulo, me limitaba a constatar que los días, meses y años iban transcurriendo a su debida velocidad, que daban para mucho y que no había que agobiarse, que se podía uno hasta aburrir.
Claro que era así, porque cuando uno es joven cree que lo será para siempre. Y seguían cayendo los años y pensaba para mis adentros que aquello eran exageraciones de adultos, a cuyo mundo me iba incorporando.
Pero, ¡oh dioses!, todo llega en esta vida y, muy a mi pesar, cada vez que tengo que hacer cálculos para recordar la edad que tengo, no doy crédito. Y no hablo de hoy en concreto, sino de hace ya bastante. Lo primero que te empieza a abrumar es el número de años en sí. Las décadas han ido cumpliéndose y, aun cuando la cabeza no esté de acuerdo, con el D.N.I. delante, hay que aceptarlo. Cuando era pequeño o joven, miraba a la gente de mi edad como casi ancianos. Los tiempos han cambiado, y se viste y se piensa de otra manera, pero el número coincide, sin paliativos. Y ya son cincuenta y tres, por si os pica la curiosidad o no lo recordabais, que en alguna entrada lo he mencionado. 
Aquí empiezan los picores y los escozores. No se puede vivir comparando, porque entonces te sientes menos que un mosquito, pero uno aspira a hacer las cosas lo mejor posible, aun sin grandes alardes ni soberbia, como algo de justicia: a tanto esfuerzo, tanto resultado. Estos pensamientos me vienen con frecuencia a causa del repertorio. Sé que todos pensamos que nunca es suficiente pues el del piano es infinito e inabarcable. Por muchas obras que toquemos, son más las que no y aquí sí he llegado a la conclusión (la sabiduría de la edad) de que es muy importante elegir pronto y bien el grueso de autores y partituras que queremos estudiar. Además de que la cabeza se va endureciendo imperceptiblemente para estos menesteres del estudio, la vida misma, con sus obligaciones, ocupaciones y distracciones, nos va restando tiempo y energía, modificando las reglas del juego, es decir, que no podemos pensar que siempre tendremos las mismas condiciones óptimas que cuando éramos indocumentados.
La manera más fácil de realizar la comprobación es comparar cualquier año de estudiante con cualquiera de adulto. Por muchas horas de obligado cumplimiento que tuviésemos años ha, nada comparable con la abrumadora densidad que la responsabilidad acarrea, incluso habiendo sido juicioso en exceso desde la pubertad.
Ahora tengo la certeza de que habrá obras que nunca tocaré. Muchas no me pesan porque, por un motivo o por otro, no acabaron de convencerme o de motivarme. Pero aquellas que se han quedado en la lista de espera, que de vez en cuando intento que pasen de la estantería al piano, y que una y otra vez requieren de un aplazamiento forzoso, comienzan a dolerme. Porque los años, que pensé que no pasarían tan rápidamente, lo han hecho y, mucho me temo, lo seguirán haciendo. Con un simple cálculo es fácil conocer el futuro.
O no. Que eso es lo mágico de seguir viviendo, que nunca sabes lo que te depara el destino y que igual, cuando parece que todo es declive, te regalan un paréntesis, una prórroga tan larga como uno sea capaz de estirar, y se encuentra el oasis del que disfrutar por pleno derecho.

miércoles, 4 de junio de 2014

Esperanza

A pesar de la velocidad con la que pasan los días y los meses, no digo ya los años, no dejará de asombrarme la comprobación del ciclo de la vida. Ahora lo tengo muy fácil por vivir en el campo, que en las ciudades a lo más que podemos aspirar es a esperar el fin de unas obras o a la remodelación por enésima vez de las aceras.
En plan humilde, puedo mirar cómo cada año las macetas que conviven con nosotros pasan de una absoluta aridez (no me atrevo a decir muerte) al esplendor y frondosidad de sus verdes. Da igual que yo pierda la esperanza porque, el día que menos lo espero, brota tímida una hojita, avanzadilla de las cientos de hermanas que se irán sucediendo.
Así que, no sé si podré describir lo que ocurre en las cientos de hectáreas que me rodean. Año tras año, he paseado por los caminos que separan las fincas y he comprobado, antes que nada, lo que supone el trabajo de la tierra. Cuando nos ponemos muy pesados en la frutería eligiendo cada pieza por su presencia, nos olvidamos que los céntimos que pagamos no cubren tanto sudor, incomodidad e inseguridad. Si nuestra cómoda banqueta de estudio nos produce leves molestias en la espalda, pensad en la postura de recolección de hombres y mujeres de todas las edades.
Cada vez me es más fácil reconocer los sembrados, de amplios surcos en la tierra arcillosa. Tengo que adivinar lo que ha pensado el agricultor pues las semillas van cambiando para no agotar el suelo. Lo que antes fueron girasoles, pueden ser trigales y más tarde algodonales. Cuando tras el verano, que ya prácticamente está todo recogido, contemplo las vastas extensiones en aparente barbecho, pasan las estaciones acostumbrando mi vista a un paisaje concreto, liso y sin explicación.
Entonces, igual que sucedía en las macetas, minúsculos brotes comienzan a colorear los marrones, cual alfombra de verde prometedor. Día a día las manchas crecen, modificando el paisaje lunar. Aunque sea a distintas velocidades, los caminos se van poblando de hierbas y flores silvestres, mientras el campo define cada parcela según el fruto que vaya a dar.
Hace ya unas semanas que el trigo verde (tan lorquiano) amarillea y ha dado paso a los girasoles, que gritan y giran hacia el sol. Me gusta contemplar aquellos que son aventajados y, en medio de millones de hojas, despliegan sus pétalos que destacan en solitario. A los pocos días, van entreabriéndose hasta formar un paisaje tan hipnótico como bello.
Y así con las vides llenas de hojas y racimos de pequeños frutos, que necesitarán del verano para engordar hasta la vendimia de septiembre.
Y no sé por qué, siempre comparo estos ciclos con el estudio del piano. Será porque, cada vez que comenzamos una obra nueva, no tenemos la certeza de qué engendrará nuestro constante y callado esfuerzo. Pero tengo la seguridad de que, cada uno a su ritmo, podrá contemplar el florecimiento de la nueva música y disfrutará contemplando la recogida del fruto.
Y así, una y otra vez, toda la vida vivida.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Tesón

Desde muy pequeño entendí que, hiciera lo que hiciera, lo haría de manera constante, a base de empeño y, sobre todo, tesón. Parece que puede resultar fácil pero os puedo asegurar que no siempre se está a gusto teniendo que anteponer la obligación a todo lo demás.
Es muy probable que el carácter marque definitivamente la forma que tenemos de enfrentarnos a la vida, empeñada en ponernos a prueba constantemente. La suma cotidiana de nuestras reacciones son las que van a marcar el resultado o, si no, las que van a explicar el que nos encontremos en un punto o en otro.
Cuando comencé a escribir este blog no sabía a dónde me iba a llevar. Simplemente dejé que las ideas fuesen fluyendo sin ser especialmente cauto ni poner demasiadas trabas, es decir, sin autocensurarme salvo en un mínimo de sentido común. Es muy fácil que se nos caliente la lengua (o el teclado) y despellejar a todo ser vivo con el que no estemos de acuerdo. Yo he preferido moderarme en este aspecto para que las ideas que muestro estén claras y no contaminadas por el estado de ánimo enardecido que a veces no podemos remediar.
Así, tacita a tacita, me encuentro con que esta entrada supone la número 250 (doscientas cincuenta, una a una). Ni yo me lo creo, no porque dudara de mi cabezonería, sino por poder dar contenido a cada una de ellas.
En el fondo, el primer beneficiario he sido yo. Quizás, de manera inconsciente, he ido recordando y analizando distintas etapas de mi vida para que me reforzaran sólidamente de cara al futuro. Y digo inconsciente porque el compartirlo para que pudiera servir de estímulo, de salvaguarda o de prevención, sí lo he hecho totalmente consciente. Al final, las experiencias por las que tenemos que pasar son muy similares y, si puedo dejar alguna nota para el que venga detrás que le pueda ayudar, creo que no está mal en esta vorágine de sálvese quien pueda.
He de decir que me han ayudado mucho los comentarios y correos recibidos, tanto que en muchas ocasiones me he emocionado de verdad (y sobre todo, el modelo que a diario me demuestra lo que es tener una voluntad de hierro). No dudo que, si pudiésemos sentar unas bases claras en torno a la enseñanza y desarrollo de la carrera pianística, todo sería mucho más placentero y eliminaríamos tanto sufrimiento estéril. Igual algún día, quién sabe. Sobre todo, educar en la ausencia de miedo inculcando una absoluta seguridad.
En fin, a ver si en las próximas 250 entradas sacamos algunas cosillas más en claro y conseguimos que los pianistas seamos una plaga indestructible.
Gracias.

miércoles, 21 de mayo de 2014

En ruta (II)

Es magnífico esto de desviarse del camino al concierto para descubrir nuevas experiencias y adquirir conocimientos in situ. Así, la obligación se refuerza con la devoción. Si tengo que recorrer casi trescientos kilómetros a la ida, tocar y volver con el coche la misma distancia, qué menos que poder tener un intervalo de descanso y de entretenimiento que dé mayor sentido si cabe a esta profesión.
Ayer volvió a ocurrir: mi nunca bien ponderada acompañante me propuso adelantar la salida para que todo fuese más relajado y lúdico. Además, el día amenazaba lluvia, con tormentas incluidas, y era mejor no tener que poner a prueba los nervios en la carretera. Como aperitivo, nunca mejor dicho, hicimos un picnic ante la Laguna de Medina, que nos gusta mucho aparcar en medio de la nada y dar cuenta de los manjares. Afortunadamente, la lluvia anunciada por los cada vez menos precisos meteorólogos, no se vislumbraba por ninguno de los puntos cardinales. Mucho mejor.
Puesto de nuevo el morro del coche en dirección sur, llevábamos un objetivo preciso aunque abierto a la improvisación (no me refiero al concierto; eso a su debido tiempo). Resulta que Beatriz tuvo conocimiento de que una espía inglesa había residido durante casi cincuenta años muy cerca de Gibraltar. Esta señora no era otra que la que aparece en la novela de María Dueñas El tiempo entre costuras y que vivió de primera numerosos acontecimientos de gran importancia en la historia. Su nombre, Rosalinda Powell Fox.
¿Sabéis lo que significa la expresión dicho y hecho? Pues así se vive con Beatriz. Guadarranque casi ni viene en los mapas. No sé si es un pueblo en sí, una pedanía de San Roque o simplemente un grupo de casas que dan a la playa y a la desembocadura del río del mismo nombre. Desde luego, en los años en los que Rosalinda se instaló, un verdadero paraíso. Ahora ya no tanto porque, según dicen, Franco quiso colocarle delante el inmenso monstruo (aunque bello, según se mire) que es la refinería Cepsa. A la vista perdida, había que añadir la contaminación y el ruido constante las veinticuatro horas del día.
La casa está bastante deteriorada y eso que murió en 2006, con noventa y seis años. Si de mí hubiese dependido, unas fotos y listo. Pero Beatriz, antes de que te des cuenta, ya está llamando a cualquier puerta en la que se aprecien signos de vida y charlando amigablemente, como de toda la vida, con cualquiera que pueda suministrarle la más mínima información, por muy reservada que ésta sea.
Salimos de Guadarranque con media biografía y el dibujo detallado de la personalidad de Rosalinda, gracias a las confidencias de personas que trabajaron para ella o fueron sus amigas. Nos enteramos del desmantelamiento de todos los enseres de la casa (muebles fabulosos y una inmensa biblioteca). Supimos que sus cenizas reposan en el jardín. Nos enteramos de los planes que tenía de habilitar un hotel a pie de río. Y constatamos que su casa debió ser un refugio y lugar de paso de lo mejorcito del mundillo durante la guerra fría y caída del muro, entre otras cosas por la distribución, llena de recovecos, escaleras secundarias y habitaciones ocultas.
Ahora sí, salimos de allí y a tocar, que se supone que ése era el motivo de la escapada.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Soledad

Es posible que vaya con el carácter de cada uno e igual se viene así de fábrica, pero siempre me ha parecido que la condición del ser humano tiene intrínseca la compañía, el grupo o la manada.
En mi caso lo tuve claro desde muy pronto. Parece que nuestra profesión, con tantos años de estudio en solitario, por no decir toda la vida, ya lleva una buena dosis de soledad, aunque también es verdad que la pasamos en compañía de grandes nombres y sus obras. Pero esa compañía no es física, no es directa, es como estar acompañado por un buen libro, que está muy bien, pero no es lo mismo.
Además, en el caso de los concertistas, un comentario, o más bien una queja muy extendida, es el bajón emocional que causa pasar las noches en los hoteles sin más compañía que la televisión. Ocasionalmente lo he sentido pero de una manera muy leve pues solía ser un trance pasajero por las circunstancias.
He conocido pianistas que realizaban sus giras en solitario. Llegaban a las ciudades, se instalaban en su hotel, iban a estudiar para hacerse con el piano y de paso dar un repaso al repertorio, vuelta al hotel tras la comida, pequeña siesta o reposo, de nuevo a la sala un poco antes de la hora prevista, interpretación de las obras elegidas, algunos saludos posteriores de los organizadores, que no siempre te atienden largamente, algo de cena, a la cama y al día siguiente..., más de lo mismo.
Encontrar sentido a esta vida es algo muy personal y admite todas las variantes, desde luego, pero yo sólo puedo hablar y opinar por mí mismo. Y me tengo que definir como el hombre más afortunado del mundo. Desde el principio, puedo afirmar que jamás he sentido soledad y que he tenido la mejor compañía. Esto, obviamente, no es algo superficial y que se quede en anécdota, es algo muy profundo y que llega a todos y cada uno de los rincones de la existencia.
Como creo que me he desnudado demasiado en tantas entradas anteriores, no voy a desgranar los detalles pues pertenecen a mi sagrada privacidad. Sí contaré que no hay nada mejor que sentir que en cada concierto alguien ha estado durante su larga preparación, que ese mismo alguien te ha escuchado atentamente y ha estado pendiente a la más mínima fluctuación, y no hablo de las notas, y que nada más abandonar el escenario encontraré su rostro y su sonrisa, y recibiré su cálido abrazo.
Por eso me cuesta tanto decir que soy solista, porque nunca me he sentido solo.

P.S.: Como siempre, un recuerdo en este día 7 de mayo a Brahms y, por qué no, a Tchaikovsky.

domingo, 4 de mayo de 2014

Prolongar el placer

Es probable que con este título reciba visitas expectantes que nada tengan que ver con la música. Bienvenidas sean.
Bueno, bromas aparte, mi intención realmente es esa, escribir sobre lo importante que es que dure todo lo posible una sensación que debería ser norma y que en demasiadas ocasiones nos parece inalcanzable. Más concretamente, me estoy refiriendo a lo que viene después de un concierto, que sin duda ha sido triunfal pues para eso lo hemos trabajado.
No siempre ha estado claro que al abandonar el escenario un pianista sale sonriendo y eufórico. Son muchos los casos en los que un pasaje, tres notas falladas o cualquier insignificancia nos tiran por tierra toda la labor previa y, peor aún, el propio concierto. ¿Por qué? Porque nos han educado así, en la perfección casi inalcanzable que sólo sirve para amargarnos la existencia más que para hacernos crecer cada día. Algo que en principio debería estimularnos se ha convertido en un veneno que mata lentamente.
Así que, lo primero que quiero dejar claro es que tenemos la obligación de salir contentos tras un recital porque casi nunca pasa nada. Hemos dado lo mejor de nosotros y el público ha salido encantado con nuestra música y nuestra entrega. Ya habrá tiempo para repasar los compases de siempre (dónde habré puesto las tijeras), esos que sólo a veces se nos atascan porque nos empeñamos en tocarlos más rápido de lo que debemos o podemos. La próxima vez los controlaremos, seguro, pero no podemos pasar de ahí, de un propósito de enmienda. Pero eso de salir con ganas de derramar sangre, propia o ajena, de un acto lleno de belleza y sensibilidad, no parece incompatible con una mente sana.
Sentada la base de que todo ha ido bien y estamos contentos, tenemos el deber de alargar este estado hasta el infinito, casi tanto como nos lo permitan nuestras ganas de vivir bien. La costumbre insana de analizar minuciosamente lo que ha ocurrido minutos antes con el pretexto de mejorar siempre un poco más, sólo sirve para aguarnos la fiesta. Y sabéis que llevo razón. Sobre todo cuando queremos ser más papistas que Francisco y nos convertimos en nuestros más severos y despiadados críticos. Repito, sólo es un mal hábito que debemos desterrar.
Cuando acaba el concierto y hemos recibido largos aplausos, y somos conscientes de que son merecidos, sin engaños, el buen hábito debe ser estar contentos con nosotros mismos, disfrutar el éxito, que parece que cualquiera puede hacer lo que nosotros. Y nos tiene que durar mucho más que unas pocas horas, hasta que nos levantemos al día siguiente. Nos tiene que durar hasta el próximo, nos tiene que durar durante el estudio, nos tiene que durar cuando analicemos nuestra actuación, nos tiene que durar en la convivencia con la familia y los amigos...
¿Por qué no probamos a que el piano nos dé alegrías duraderas? Todo sería tan distinto. No debemos rechazar lo bueno porque hay que empezar a pensar en el siguiente reto. Una cosa no quita la otra. Sería como un olor, como un aroma, de esos de infancia, que nos hacen rememorar la felicidad de golpe, y que podríamos transmitir cuando nos sentásemos la siguiente vez delante del teclado.
Y no sólo por el público, sino por nosotros, para nosotros.

domingo, 27 de abril de 2014

Vocación (II)

Esta semana he tenido concierto ante chavales de un instituto, de entre catorce y dieciséis años, y mantuvimos un rato de charla al final del mismo. En estos encuentros las preguntas suelen ser variadas, muchas referidas al instrumento, ya que es frecuente que sea la primera vez que asisten a escuchar un piano en directo.
En esta ocasión me llamó la atención que una chica me preguntara si era famoso. Parece contradictorio pues si lo fuera no tendría que preguntármelo. Obviamente, se refería a si lo era dentro del mundo clásico. Le dije lo que pensaba, que era bastante conocido (sé que incluso más de lo que creo). No obstante, procedí a enumerarle una serie de nombres de los pesos pesados, por edad y por marketing, y no le sonaba nadie, ni Lang-Lang, ni Rubinstein, ni Plácido Domingo, ni muchos otros, pasados o actuales.
Acto seguido intenté hacerle ver que esto de la fama era una cuestión más de los medios y de las casas discográficas, empeñadas en vender a su abuela si hiciera falta. En cualquier disciplina, el mundo está lleno de gente magníficamente preparada de las que nos moriremos sin escuchar sus apellidos ni una sola vez. Y qué más da. Qué importa. Ella siguió diciendo que sí era importante porque eso traía adherida una buena y bonita suma de dinero, que, en definitiva, era el objetivo.
A lo largo de muchos años, éste ha sido un tema recurrente. Parece que la vida sólo merece la pena vivirla en función de lo material, de lo que seamos capaces de amasar. No hay más que poner la tele, abrir una revista o echar un vistazo a un periódico: sólo se te reconoce si tu cuenta corriente no es corriente. Y vengan listas de Forbes, señores y señoras más elegantes, los más guapos, los más..., de todo. También es verdad que cada día nos enteramos de que muchos de ellos lo han conseguido de manera ilícita, pero no importa, el dinero y el lujo bien lo valen.
Quise hacerle ver que, aparte de cuestiones éticas o morales, casi nadie de los allí presentes (por no decir tajantemente que nadie), iba a triunfar en esos términos. Entonces sólo tenían una salida y era, en mi opinión, prepararse y estudiar duro para, al menos, tener su vida en sus manos y poderse dedicar a lo que eligieran. Eso sí es un triunfo hoy día, cuando ya nos estamos acostumbrando (qué peligro) a sueldos que ni merecen ese nombre, horarios de la Edad Media, y, por supuesto, trabajos que jamás imaginamos que pudiésemos desempeñar ni en el peor de los casos.
Los más pesimistas ya hablan de que estudiar lo que a uno le gusta se acabó, que pertenece a otra época. Pero, si el futuro está tan negro, ¿de dónde sacaremos las fuerzas para seguir? Creo que sólo las sacaremos si dedicamos nuestra existencia a algo que nos atraiga, que nos llene y que nos insufle energía. No quita que podamos tener crisis, dudas y caídas, pero imaginad un horizonte en el que nada nos estimule.
Se quedó sin palabras, al igual que sus compañeros (y profesores). No es que yo sea muy listo, pero sí me reconozco un privilegiado. Si tenemos una vocecita interior queriéndose hacer oír, vamos a aislarnos por un momento del ruido general y a escucharla con atención. Igual nos da una alegría y nos arregla el futuro, que no sólo de pan vive el hombre.

domingo, 13 de abril de 2014

La casa sin barrer

Ayer por la tarde me llamó Beatriz porque estaba oyendo en la radio un especial dedicado a los actores en España. Básicamente se trataba de pequeñas entrevistas enlazadas, formando entre todas un retrato de la situación actual. Evidentemente, tal como iban hablando, todo era trasladable a nuestro terreno musical, pues giraba en torno a la profesión artística y a la vida del artista.
No sé si alguna vez os habéis parado a pensar que la música es como la hermana menor de las Artes Escénicas. Sólo hay que comparar números, y no hablo de dinero, sino de cantidad de funciones, profesionales y espectáculos. Por cada concierto celebrado hay multitud de obras teatrales en cartel. Así que, lo que les pase a ellos también nos incumbe, aunque sea por simpatía (fenómeno físico-armónico).
Era impresionante oír a personas contar su experiencia actual y pasada. Personas que podían llevar más de treinta años viviendo dignamente de su profesión (no tendremos que volver a explicar que vivir del Arte está considerado un trabajo, ¿verdad?), que se negaban a renunciar a su pasión. Personas que necesitan tanto pisar un escenario como respirar. Personas que pasan la angustia de esperar una llamada que no llega. Personas que están dispuestas a trabajar de lo que sea, como tantos otros, sin que se les caigan los anillos. Personas que se preocupan más por los compañeros que por ellos mismos. Personas que entienden que vamos todos en el mismo barco y que sólo entre todos podremos salir a flote.
Las Artes Escénicas han existido desde los griegos, que ya es decir. A través de ellas la civilización ha alcanzado cotas elevadas y la sociedad ha comprendido de qué va todo esto de la existencia. En los peores momentos de la humanidad, los hombres han buscado refugio y calma en las manifestaciones artísticas: el Arte contra la barbarie.
En los momentos peores de crisis, el ser humano ha necesitado algún asidero para no hundirse.
¿Y qué panorama tenemos aquí? Pues el de siempre. ¿Y por qué? Pues porque nunca (y ya son siglos) hemos hecho una buena limpieza y ya no caben más residuos en la fosa séptica. Arrastramos un desfase en comparación con otros países que nos hace estar siempre en los vagones de cola, a pesar del tremendo potencial del que siempre hemos hecho gala. No se entiende que las mejores cabezas tengan que salir de España por falta de recursos. No se entiende tampoco que la única salida ofrecida a todos los jóvenes (y los no tanto) sea la emigración. Pero, ¿en manos de quiénes estamos?
Esta gente que sólo quiere mandar no pisa un teatro ni una sala de concierto ni por equivocación. A no ser que salir en la foto con un artista renombrado le pueda proporcionar algún beneficio, ni hablar del tema. Por eso les ha costado tan poco tomar una medida tan perjudicial como el incremento del IVA hasta el 21%, que no sólo castiga a los artistas sino al público, o sea, a la sociedad que, por cierto, cuanto más inculta más fácil de amedrentar y manejar. 
Los artistas siempre son (somos) el blanco fácil de su demagogia barata y a estas alturas de la película ya no me creo que exista el 7º de Caballería ni que, mucho menos, vaya a venir a rescatarnos. Por eso, la única solución es que nos arremanguemos y comencemos a baldear, a pasar la escoba y la fregona, y con una buena dosis de insecticida ahuyentemos a estos políticos que sólo se dedican a pelearse tirándose a la cara la basura que ellos mismos han generado.
Nos merecemos una vida mejor, nos merecemos elegir cómo queremos vivir y nos merecemos todos los derechos que nuestra Constitución nos otorga. El día que seamos conscientes de que nadie nos va a dar nada igual empezamos a salir de nuestro caparazón para asir con fuerza las riendas de nuestra propia existencia, al menos así dejaremos de quejarnos y de esperar al Deus ex machina.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Ligero de equipaje

Me estaba recordando Beatriz estos días la vida de Antonio Machado y no he podido resistir la tentación. ¡Hay tanto que aprender no sólo de sus textos sino de sus hechos! Mantuvo durante toda su existencia una coherencia que ya quisiéramos para nosotros.
Está claro que no creció en una familia normal y corriente, pues todos sus miembros eran especiales, comenzando por sus abuelos y siguiendo por sus padres. Lo curioso es cómo cada uno, a su manera, se dedicó en cuerpo y alma a lo que quiso sin importarle el rédito ni social ni económico.
Ninguno fue materialista, algo casi inconcebible no ya hoy sino casi nunca a lo largo de los siglos. Es más, tuvieron a mano una vida mucho más fácil y cómoda pero eligieron vivirla. Son incontables las anécdotas, contadas por ellos mismos y por los amigos que los frecuentaban, que aluden a la escasez de medios y a la abundancia de alegría. Como ejemplo y caso extremo, contaré que hubo una época en la que los hermanos Machado tuvieron que salir a la calle de uno en uno porque sólo disponían de un pantalón medio decente. O aquella otra en la que Antonio, estando en Madrid, iba a faltar a sus clases en un instituto de Segovia, y envió un telegrama anunciando que había perdido el tren 'hoy y mañana'.
De no haber sido por esta manera de ver la existencia, igual el abuelo no hubiese creado el primer catálogo de mamíferos en Andalucía o la clasificación de la avifauna de Doñana, que todavía son referente en la Universidad. O el padre, conocido por el seudónimo Demófilo, no habría contribuido de manera fundamental a la recuperación del folclore y a la catalogación de los palos del flamenco.
Sigo pensando que nuestra vida depende mucho de la educación que recibimos, por activa y por pasiva. No es nada fácil romper ataduras ni renunciar a las ideas que nos han inculcado. Pero, además, todo esto hay que llevarlo con la dignidad que concede creer firmemente en unos principios:
    Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
    A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
    el traje que me cubre y la mansión que habito,
    el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. 


No hay nada más triste que contemplar su tumba en Colliure, que comparte con su madre, fallecida dos días después que su hijo. No puedo imaginar el dolor que supuso la guerra civil para una inteligencia tan privilegiada, para uno de los que mejor ha descrito España y a los españoles. Qué duro debió ser contemplar la barbarie y mantener la coherencia.

Pero él ya lo había escrito:
    Y cuando llegue el día del último viaje,
    y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
    me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
    casi desnudo, como los hijos de la mar.



Tal y como está el tablero de juego, igual podríamos replantearnos qué es lo esencial, qué hacemos aquí, y no seguir empecinados en roer el hueso que nos tiran a diario para tenernos entretenidos.
La última nota que le encontraron escrita fue:
Estos días azules, este sol de la infancia...

domingo, 9 de marzo de 2014

Tiempo al tiempo

La Gruta de las Maravillas, situada en Aracena (Huelva), contiene imágenes imborrables de estalactitas, estalagmitas, cortinas y otras formaciones geológicas que se han moldeado pacientemente desde el periodo Cámbrico, unos quinientos millones de años atrás. 
Actualmente vivimos de una manera tan apresurada, tan frenética y tan práctica, que imagino que si fuésemos testigos directos del comienzo de la creación de una maravilla similar, inmediatamente llamaríamos a unos expertos cualificados para que nos eliminaran definitivamente esas manchas de humedad y las goteras correspondientes.
Cada vez me resulta más difícil conciliar el ritmo diario con lo que yo entiendo que debe ser el pausado discurrir de la vida artística. Tanto el estudio como la creatividad necesitan de paz interior y de, sobre todo, tiempo, eso que los americanos y sólo ellos saben valorar con una frase tan suya: 'gracias por su tiempo'. Por eso, por ejemplo, son capaces de apreciar la artesanía, el trabajo manual y, en nuestro caso, la música. Por aquí pensamos que ese trabajo añadido, el que no se ve, el que realizamos en casita, viene como por arte de magia y, como mucho, entra en ese saco de 'como a ti te gusta...'.
Por otro lado, el tiempo también nos es imprescindible a los pianistas (y músicos en general) para que la suma de las cualidades individuales con el estudio constante den su fruto. En alguna ocasión he comentado la ansiedad que puede llegar a crearnos el contemplar a determinados monstruitos engullir y digerir (aquí tengo yo mis dudas) a la velocidad de la luz esos obrones que nos cuestan sudor y lágrimas (la sangre la dejamos para el exceso de glissandi). Siempre he pensado y constatado que la velocidad no sirve para nada, en ninguna de sus acepciones. Ni es buena para interpretar como un caballo desbocado, que siempre acaba tropezando, ni tampoco para aprender y comprender en profundidad cualquier pieza de nuestro repertorio.
Si se aceptan estos pensamientos como premisas, cualquiera de nosotros puede llegar a ser pianista independientemente del ritmo de aprendizaje, así de sencillo. ¿Qué más da si tardo seis o siete meses en tocar, por ejemplo, la Sonata en si menor de Liszt? ¿Lo hará mejor el monstruito que se la engulla en quince días? ¿Su versión estará más cualificada que la mía?
Cuantos más años voy cumpliendo más observo lo absurdo de un sistema de enseñanza que premia el exhibicionismo y lo prodigioso, aunque por otro lado vaya pregonando que lo importante es hacer buena música. Sé de lo que estoy hablando. Si se tarda un poco más en entender un universo, que no está al alcance de cualquiera, qué importa. Lo fundamental es poder llegar a hacerlo y, más aún, poder desarrollar la práctica musical.
El problema viene cuando, por no aceptar esta posibilidad, multitud de jóvenes ilusionados ven frustrada su carrera, en muchas ocasiones autosugestionados, al cuantificar de manera física los resultados: si tengo equis semicorcheas por compás y el metrónomo a punto de reventar, la obra debe durar dos minutos y medio o me suicido. Y eso es lo que hacemos: semi-suicidarnos porque la vida que queríamos vivir la tiramos a la basura absurdamente.
Por favor, usemos la cabeza. El Arte no tiene edad. Ni siquiera comparación entre artistas. Cada uno debe valorar y medir sus capacidades, dedicar un sano esfuerzo para avanzar y permitirse a sí mismo, con el quizás mayor ejercicio de libertad y generosidad, la posibilidad de vivir como quiera.
Ya sabemos que, si no lo hacemos, los que llevan las riendas de todo el cotarro van a procurarnos la infelicidad más absoluta.

domingo, 2 de febrero de 2014

Luz de invierno

No hay nada que me pueda producir más placer que una escapada a la playa en pleno invierno, cuando más de media España está congelada de frío. Una creciente brisa de poniente es la que ha impedido que usase una camiseta, pero tampoco hay que exagerar, que estamos a primeros de febrero.
Sigo insistiendo en la necesidad de saber parar y disfrutar de momentos de verdadero ocio. Cuando ponemos en marcha el automático y el estudio se convierte en una rutina diaria de nunca acabar, sin que seamos conscientes nos va entrando un cansancio que tiene mucho peligro. Al menor síntoma de flaqueza, las explicaciones que buscamos suelen ser más mentales que físicas y es posible que pongamos en duda lo que tan duramente y durante tantos años hemos convertido en certezas.
Nos suele ocurrir que, si un día estamos desganados, por ejemplo, comencemos con un rosario de reproches y despropósitos que nada tienen que ver con la realidad. No es normal baremar cada día y a cada hora el resultado de nuestra actividad con la máxima exigencia. Hay que saber valorar lo que está ocurriendo en cada momento, eso sí, y entonces razonar y concluir que, si no estamos a tope, es difícil obtener un buen rendimiento.
Y cuando uno está cansado, ¿qué debe hacer? Obvio, descansar. Por eso, a poco que se pueda, lo mejor es poner unos kilómetros de distancia con respecto del piano, para eliminar cualquier tentación y cargo de conciencia. A nada que los rayos del sol nos den en la cara, el oxígeno renovado por los mares de pinos nos inunde y el sonido monótono pero nunca idéntico del batir de las olas nos calme, nuestro espíritu nos lo agradecerá.
Además, no hace falta preparar con ninguna antelación una escapada de este tipo. Es cuestión de levantarse, dirigir la vista hacia el domingo por delante y, sin dudarlo, preparar tres cosillas para la mochila. Una buena compañía hará que el día sea perfecto.
Siempre se dice que tenemos al alcance de la mano muchas maravillas que la vida cotidiana nos impide ver. Y casi siempre gratuitas, por lo que no hay excusas.
Y hablo del domingo porque hoy lo es, pero esto es aplicable a cualquier día de la semana. Siempre tendremos obligaciones y, si hemos llegado a ser pianistas, todos sabemos que ha sido a base de muchas privaciones. Pero esto no puede ni debe ser eterno. A disfrutar un poco, que para todo hay tiempo.
Cuando veamos esta luz única que nos regala el sol de invierno no debemos resistirnos. Que nos coloree un poquito la cara para ir soñando con la primavera y el verano.

miércoles, 22 de enero de 2014

Heridas

Nos dicen lo importante que es leer, la lectura, ya sea como entretenimiento, como placer o como formación, y creo que cada libro tiene de todo un poco. Vivo cerca de la buena literatura con lo que Beatriz se encarga de poner en mis manos, y no dejo de encontrar párrafos cargados de sabiduría de escritores que no han hecho otra cosa que vivir y observar para después contar. Por eso estoy convencido de que tenemos que ampliar nuestro espectro y salir de lo estrictamente musical, ya sea en forma de biografía o de estudio más técnico.
Como muestra, traigo aquí otra idea de F. Scott Fitzgerald que me ha dado otra perspectiva sobre las cargas del pasado:

"Se habla de que las heridas cicatrizan, estableciéndose un paralelismo impreciso con la patología de la piel, pero no ocurre tal cosa en la vida de un ser humano. Lo que hay son heridas abiertas; a veces se encogen hasta no parecer más grandes que un pinchazo causado por un alfiler, pero siguen siendo heridas. Las marcas que deja el sufrimiento se deben comparar más bien a la pérdida de un dedo o la pérdida de visión en un ojo. Puede que en algún momento no notemos que nos faltan, pero el resto del tiempo, aunque los echemos de menos, nada podemos hacer".
(Suave es la noche, de Francis Scott Fitzgerald).

Nos pasamos años con el convencimiento, muy extendido, de que el tiempo todo lo cura y no nos paramos a pensar que basta el más mínimo detonante para que los fantasmas y los recuerdos nos asalten cuando menos lo esperamos. Y tras leer este párrafo he entendido que no es tan sencillo dejar atrás prácticamente nada. Tal vez una férrea disciplina emocional nos ayudará a seguir con nuestra vida, incluso la memoria selectiva, pero las huellas de lo vivido nos acompañarán como las arrugas en el rostro.
Quizás el problema radique en que cuando somos jóvenes poseemos tanta fortaleza natural que es difícil tumbarnos. Pero si supiéramos que ese desgaste, ese daño, no nos va nunca a abandonar completamente, igual aprenderíamos a protegernos convenientemente. Y ahí creo que está la clave, en no dejar que nadie, desde su clara posición de ventaja, pueda siquiera arañar nuestra lustrosa superficie.
No debemos consentir que nadie nos hiera emocionalmente. Habrá que estar en guardia permanente pero siempre será mejor que entregarse confiadamente y sufrir por el resto de nuestros días. Ya que es tan difícil controlar la cabeza al cien por cien, será preferible tener claras unas cuantas cosas para verlas venir y alejarnos lo más posible del peligro.
Después, está claro, "nada podemos hacer".

domingo, 5 de enero de 2014

Invictus

El mes pasado, la muerte de Nelson Mandela me llevó a ver la película que Clint Eastwood le dedicó y me emocionó el texto que le entregó al capitán del equipo de rugby sudafricano. Navegando un poco por aquí y allá, encontré un esclarecedor artículo al respecto de Javier Brandoli en el blog Viajes al pasado.
Al parecer todos dan por hecho que le dio el poema escrito por William Ernest Henley, titulado Invictus, cuando en realidad era un fragmento del discurso que Theodore Roosevelt pronunció en 1910 en la Sorbona de París, que encabezó con la frase The man in the Arena. De cualquier manera, creo que los dos textos merecen una lectura y un par de vueltas en el coco.
Abusando de la facilidad encontrada, echaré mano de las traducciones ya existentes ya que no es suficiente con una transcripción literal.
En primer lugar, vamos con el original, con el que en verdad recibió François Pienaar de manos de Mandela:

"No importan las críticas; ni aquellos que muestran las carencias de los hombres, o en qué ocasiones aquellos que hicieron algo podrían haberlo hecho mejor. El reconocimiento pertenece a los hombres que se encuentran en la arena, con los rostros manchados de polvo, sudor y sangre; aquellos que perseveran con valentía; aquellos que yerran, que dan un traspié tras otro, ya que no hay ninguna victoria sin tropiezo, esfuerzo sin error ni defecto.
Aquellos que realmente se empeñan en lograr su cometido; quienes conocen el entusiasmo, la devoción; aquellos que se entregan a una noble causa; quienes en el mejor de los casos encuentran al final el triunfo inherente al logro grandioso; y que en el peor de los casos, si fracasan, al menos caerán con la frente bien en alto, de manera que su lugar jamás estará entre aquellas almas que, frías y tímidas, no conocen ni victoria ni fracaso".

Y en segundo, para no dejar duda alguna en cuanto a la épica, el poema Invictus, cuyos dos versos finales hacen temblar a cualquier humano:

"En medio de la noche que me cubre,
negra como el abismo de polo a polo,
agradezco a cualquier dios que pudiera existir
por mi alma inconquistable.
En las feroces garras de las circunstancias
no me he lamentado ni he llorado.
Bajo los golpes del azar
mi cabeza sangra, pero no se doblega.
Más allá de este lugar de ira y lágrimas
se acerca inminente el Horror de la sombra,
y aun así la amenaza de los años
me encuentra y me encontrará sin miedo.
No importa cuán estrecha sea la puerta,
cuán cargada de castigos la sentencia.
Soy el amo de mi destino:
Soy el capitán de mi alma".

Creo que no hace falta añadir nada. Ojalá los pianistas tuviésemos las cosas tan claras para perder el miedo a intentarlo y tomar las riendas de nuestra propia vida para que nadie nos la gobierne. Igual es un buen propósito para el 2014.

miércoles, 1 de enero de 2014

Gorriones

LA mañana de Santiago está nublada de blanco y gris,
como guardada en algodón. Todos se han ido a misa.
Nos hemos quedado en el jardín los gorriones, Platero
y yo.
  
    ¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, a veces,
llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en la
enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos!
Éste cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el
otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del
brocal del pozo; aquél ha saltado al tejadillo del alpende,
lleno de flores casi secas, que al día pardo aviva.
  
¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre
monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser
una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos,
sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos
que extasían o que amedrentan a los pobres hombres esclavos,
sin más moral que la suya, ni más Dios que lo azul, son mis
hermanos, mis dulces hermanos.
  
Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se
les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y sólo
tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no
saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a
cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
  
Y cuando las gentes, ¡las pobres gentes!, se van a misa
los domingos, cerrando las puertas, ellos, en un alegre
ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía
fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que
algún poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno -¿te
juntas conmigo?- los contemplan fraternales.
 
(Juan Ramón Jiménez. Platero y Yo. Capítulo LXIII, Gorriones).
 

domingo, 29 de diciembre de 2013

Nosotros mismos

Nadie, nunca, salvo mi muy querida excepción, sin quien nada hubiera sido posible, me contó de qué iba esto. Y en esto incluyo, además del piano, la vida en general, por resumir.
A día de hoy sigo sin entender por qué no se han definido unas pautas generales que permitan a cada persona realizarse como tal. Bueno, que no lo entienda no significa que no sepa, o imagine, que no interesa que cada ser humano sea libre y disponga de su vida para cumplir sus sueños, porque, de ser así, apañados estaban los que se aferran a la poltrona y que sólo la sueltan cuando ya comienzan a comérselos los gusanos (es que tengo el espíritu navideño un poco subido).
A mis cincuenta y dos años sigo comprobando que ni el sistema educativo ni el entorno familiar, con honrosas excepciones, claro está, enfocan sus directrices para que un ser inocente y con su libro aún en blanco vaya despejando su camino gracias a las experiencias del género humano. Es más, lo  habitual es seguir repitiendo los mismos errores, los mismos comportamientos, sin que nadie se atreva a romper estos esquemas diseñados durante siglos para perpetuar las diferencias. En nuestro terreno musical, me duele cómo el mimetismo se ha instalado en las aulas, constituyendo un verdadero escándalo que un profesor decida airear a sus alumnos e insuflarles optimismo, vitalidad y seguridad.
Cada vez que levantamos la tapa del teclado, queramos o no, toda la enseñanza y todos los recuerdos que la rodean, acuden automáticamente a nuestra cabeza. Los afortunados que crecieron en manos de una mente sana, no sin esfuerzo, habrán logrado que tocar el piano sea algo natural a su persona y que el trabajo sólo consista en aumentar el repertorio o, si así lo deciden, en mantenerlo, que también cuesta lo suyo. El resto, demasiados, sólo sobrevive justo por lo contrario, por tener echada la llave en la cerradura y usar la caja armónica como mueble-bar.
Se acaba el 2013 y no soporto tener que decir ¡por fin!, porque, si aún no nos hemos dado cuenta, también es una año de nuestra vida. Da igual la edad que tengamos como también lo da el nivel pianístico. Desde ahora mismo, sin esperar a las campanadas para enumerar unos propósitos utópicos, tenemos que decidir y creernos que somos seres autónomos, con valor por nosotros mismos, sin comparaciones ni distinciones. De todo aquello que decidamos, que emprendamos, que elijamos y que soñemos, nadie tiene la más mínima autoridad para truncar ni entorpecer nuestro camino. ¿Quién decide lo que podemos o no hacer? ¿Quién tiene potestad sobre nosotros? ¿Quién va a fastidiarnos el día que echemos la vista atrás?
Tomemos las riendas, una buena bocanada de aire, apretemos los dientes y adelante. Es nuestra vida y ¡ay de aquél que se interponga en nuestro camino!

domingo, 15 de diciembre de 2013

"Tengo pupa"

Esta mañana estaba bajando una persiana con mi hija, de esas metálicas grandes que se atascan al final y hay que darle un último y fuerte empujón. Imagino que, mientras yo contaba el 'un, dos, tres' en semicorcheas, ella lo hizo en corcheas, lo que nos ha llevado a un pequeño y leve percance (a Dios gracias). Su dedo meñique ha sufrido un ligero aplastamiento y la uña se ha levantado un poco, lo que ha originado la presencia siempre alarmante de sangre. Entre su mirada de dolor y su reacción expectante, los dos hemos tenido el mismo pensamiento: menos mal que ha sido la mano derecha, la del arco. Puede dar una baja para dicho meñique tranquilamente. El de la izquierda hubiese sido otro cantar.
Esto me ha hecho recordar antiguos sucesos relacionados con las manos (que todo el mundo da por hecho que deben estar aseguradas). La primera vez que estuve a punto de perder la mano derecha (no exagero), era yo muy crío, poco más de seis años. Estaba en la calle, que era casi campo, jugando con unos amigos cuando decidimos rellenar con piedras un hueco que había en la tierra. Sin táctica previa, nos turnábamos para lanzar cada uno una roca, dado el tamaño y el peso. Todo iba bien hasta que menda, en su afán perfeccionista (genio y figura), no tuvo mejor idea que ponerse a ordenar aquella pequeña cantera para que el trabajo no fuera en balde (¿era necesario realmente?). Sin tiempo para reaccionar, mi mano desapareció bajo un canto descomunal. Cuando mis amigos salieron del trance que les produjo mi grito y pudieron ayudarme, comprobé con horror un enorme bulto entre el pulgar y el índice, adornado de minúsculas gotitas rojas. No hizo falta ambulancia pues ya iba yo llorando como un verraco (no lo dudéis, se escribe con uve) hacia mi casa. No sé si fueron uno o los dos metacarpianos los que se habían salido de su sitio y fracturado, pero, como eran aún de tallo verde, me los colocaron en su sitio y me pusieron una escayola para poder fardar en el colegio.
Tres semanas antes de mi examen de octavo, fin de grado medio, trabajaba tras la barra de una caseta de feria que habíamos montado los del instituto para ayudar al viaje fin de curso. Desde ese día, cada vez que uso un abrebotellas, me aseguro de hacerlo despacio y con cuidado. Aquél estaba atado con una cuerda demasiado corta y yo, en vez de acercarme la botella, quise forzar tirando un poco más. Error. Rompí el gollete de cristal y, a su vez, corté mi pulgar derecho por la mitad. Tiene narices que el primer pensamiento fuese para el piano. Mi aún buen amigo Antonio arrancó su moto, una Bultaco estruendosa, y me depositó en la caseta de la Cruz Roja en cuestión de segundos. Yo no hacía más que repetir a las enfermeras que era pianista, a lo que me respondían que ellas eran enfermeras (la incredulidad siempre por delante). La suerte quiso que no afectara a ningún tendón y, mucho mejor aún, que no fuera necesario dar puntos de sutura. Lo primero que hice al llegar a mi casa fue sentarme delante del piano para comprobar que podía tocar... De recuerdo me ha quedado la cicatriz.
Durante mis buenos años de jugador de voleibol, tuve que aguantar las reprimendas de mi profesor por temor a que pudiera fracturarme algún dedo, algo bastante posible en este deporte. Como el beneficio que me producía era muy superior al riesgo, jamás le hice caso y a lo más que llegué fue a pequeñas inflamaciones de esas que te hace el balón cuando viene cual bala de cañón y te encastra los dedos en el codo. Poca cosa (a no ser que estén de por medio los Estudios de Chopin).

P.S.: Me acabo de marear buscando en Google imágenes de dedos rotos. ¡Ni se os ocurra!

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Crecimiento auténtico

"Su rostro, de un dorado marfileño contra el difuso crepúsculo que pugnaba por dejarse ver a través de la lluvia, encerraba una promesa que Dick veía ahora por primera vez: los pómulos salientes, la ligera palidez, más fresca que febril, hacían pensar en un potro de raza en el que ya se percibían las formas del futuro caballo, un ser cuya vida no prometía ser únicamente una proyección de la juventud sobre una pantalla cada vez más gris, sino un proceso de crecimiento auténtico. Ese rostro seguiría siendo hermoso al llegar a la madurez, y sería hermoso en la vejez, porque tenía todo lo esencial: el dibujo de los rasgos y la estructura ósea."
(Suave es la noche, de Francis Scott Fitzgerald).

Esta misma mañana estaba releyendo este párrafo porque no he podido dejar de trasladarlo a nuestra profesión. Creo que podemos aprender un par de cosas:
La primera, que en la mayoría de nosotros, desde muy pronto, de niños quizás, ya se podían observar unas cualidades que han permanecido a lo largo de los años porque tenían todo lo esencial. Al igual que comentamos el sonido característico de tal o cual pianista, rara vez pensamos en nosotros mismos como poseedores de algunas diferencias. A veces, al escuchar grabaciones propias de hace más de treinta años, me reconozco tal cual soy. Es cierto que cambian aspectos superfluos y profundos, sería absurdo negarlo, pero el yo de cincuenta y dos años ya estaba presente en el de trece.
Por eso perderé la voz gritando a todos y cada uno de los profesores de música (y en realidad de cualquier materia) que se paren con cada alumno un poco más para conocerlos, para simplemente 'verlos' y así poder apreciar las virtudes y cualidades que ni siquiera ellos saben que poseen y poderlas desarrollar y sacar a la luz. Cada alumno encierra una promesa.
La segunda es algo más profunda y tiene que ver con un ser cuya vida no prometía ser únicamente una proyección de la juventud sobre una pantalla cada vez más gris, sino un proceso de crecimiento auténtico. Aquí tuve un ligero estremecimiento. Realmente es un asunto estrictamente personal y cada cual es libre de hacer con su vida lo que le dé la gana, pero la potencia de este pensamiento no puede ser pasada por alto. Tenemos la obligación de crecer y no estancarnos en esa pequeña cima a la que logramos ascender con esfuerzo un día ya lejano, pues el peligro radica en que nuestra luz se irá apagando poco a poco, imperceptible pero inexorablemente.
Si somos valientes, lograremos ese crecimiento auténtico con la sencilla premisa de creer en nosotros mismos. Parece fácil y no lo es, aunque debería serlo. Sólo depende de nosotros y de nadie más. Por eso es tan importante que nos conozcamos y que no dejemos que nadie nos haga daño, ni nos haga dudar, ni nos tambalee y, ni mucho menos, nos derrumbe.
Así seguiría siendo hermoso al llegar a la madurez, y sería hermoso en la vejez.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

Maldito parné

Recordaréis que, en 1809, Beethoven logró estabilizar su independencia musical gracias a la ayuda de sus más ricos admiradores: el Archiduque Rodolfo, el Príncipe Lobkowitz y el Príncipe Kinsky. El acuerdo fue para que no abandonara Viena pero también para que la economía dejara de ser una preocupación. Poco tiempo después hasta llegó a los tribunales para defender este pacto, tan importante era para él pensar sólo en la música.
Algo parecido le ocurrió a Prokofiev. Tras la Revolución Rusa de 1917 decidió alejarse de los conflictos (por resumir). Durante catorce años estuvo dando tumbos por América, Alemania y Francia. Cansado y nostálgico a rabiar, no dudó en aceptar la invitación del gobierno soviético para volver e instalarse en Moscú a cambio de no tener que volver a preocuparse por su manutención. Sólo le interesaba una cosa: la Música. Quería dedicar toda su energía a componer y así fue, aunque tuviese luego los problemas propios con la censura, al igual que Shostakovich.
Cuando la motivación principal para un artista es la económica, pienso que tiene muy difícil el llegar a estar satisfecho, pues no hay límite. Nunca tendrá suficiente. Y hasta estoy convencido de que se convierte en peor persona lo que, al menos a mí, me lleva a despreciarlo como artista.
Por desgracia, hoy todo se mide por la cantidad y no por la calidad. Durante muchos años he oído que en España se pagaba excesivamente a las primeras figuras, mucho en comparación con otros países de tradición melómana. En tiempos de vacas gordas, los palurdos que manejaban el dinero público no dudaban (y no dudan todavía) en pagar lo que fuese necesario y mucho más con tal de colgarse la medalla y hacerse la foto al lado de tal o cual nombre internacional.
La pena es que este despilfarro sistemático no ha servido absolutamente para nada. Ni se ha creado escuela, ni se ha creado afición y ni siquiera ha beneficiado a los músicos nacionales. De siempre pensé que con lo que se pagaba por una aparición estelar en una sola noche se podía financiar una temporada completa de conciertos de pequeño formato (solistas y música de cámara) en el mismo sitio. Y, por supuesto, tirando de cantera y de veteranos, que la música iba a seguir sonando estupendamente.
Dedicarse a esta profesión siempre ha contado con el sambenito económico, más si tenemos en cuenta la comparación con los músicos de otros estilos, que mueven cantidades ingentes de público. He tenido compañeros que han renunciado al concertismo sólo por dinero. Si nada más empezar (y después también) se fija un precio demasiado elevado, lo normal es que nadie te contrate. Esto, con el tiempo, me ha llevado a pensar que, más que una razón, era una excusa para ni siquiera intentarlo.
La vida del artista siempre ha tenido mucho de vocación, lo que no obsta para que haya que comer al menos tres veces al día y tener un techo bajo el que guarecerse y estudiar. Igual estaría bien poder dejar de pensar en todo esto (por soñar un poco) y dedicarse y preocuparse sólo de tocar, como si fuera por gusto. Eso significaría que podríamos plantearnos cualquier proyecto, que trabajaríamos seguramente dos y tres veces más, que no pararíamos, que no tendríamos límites y que seríamos ilimitadamente productivos.
Seríamos todos inmensamente ricos pero de verdad, no los del dinero, sino los satisfechos, los contentos, los alegres.
Es tan triste que sólo nos mueva el dinero... Si ya lo decía Séneca: neminem pecunia divitem fecit (el dinero no ha hecho rico nunca a nadie).