Mostrando entradas con la etiqueta Brahms. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Brahms. Mostrar todas las entradas

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Paraíso

La luz de la tarde se colaba dorada por la ventana, iluminando la partitura. Pocos momentos hay más mágicos en el día. Tras haber pasado la mañana entre mil asuntos y sintiendo que me faltaba algo, me senté al piano para comenzar a desmenuzar nuevamente una obra hace mucho aprendida: el opus 118 de Brahms.
Sin darme cuenta, perdí la noción del tiempo, incluso la del espacio. Las notas me iban atrapando y mi cabeza se iba cerrando al mundo exterior para abrirse a otro universo. No sé si puedo describir con palabras esta especie de traslación.
A la vez iban acudiendo toda esa cantidad de recuerdos de tantos años (comencé a estudiarla a los catorce años, en 1975). Desde las clases a los conciertos, desde las audiciones a los concursos. Y presidiendo mi estudio, el magnífico retrato del compositor amado. Cada una de las seis piezas con su carácter, con su historia, con su dificultad, con su pasado. Y las manos a lo suyo, intentando limpiar las telarañas.
Pero había algo más. Sin apenas esperarla, apareció como un enorme regalo: era la felicidad. Desaparecieron todos los ruidos mundanos. Sólo tenía ojos y oídos para Brahms. Y consciencia plena. Su música iba llenándome cada vez más. Lo que yo pienso que él imaginó estaba ahí, al menos eso creo. Es la explicación que encuentro.
Realmente, si existe un paraíso, ésta debe ser la sensación que produce. No quería parar, no quería salir de ese estado. Notaba cómo una fuerza, que no siempre acude cuando la queremos, me invadía reluciente. Más que fuerza era energía, la que necesitamos a diario para seguir con nuestro camino.
Todo cobró sentido, una vez más. Nos cuentan una y otra vez que hay que estar muy loco para vivir por y para la Música, pero eso lo dicen quienes no han conocido esta emoción. La cordura en su máxima expresión es la que tienes al constatar que tu vida es plena, que has acertado. Ni nos prepararon para los momentos difíciles, para los largos desiertos, ni tampoco lo hicieron para los buenos, los mágicos, los sublimes.
Hoy escribo la entrada número doscientos. En todas y cada una de ellas quiero buscar y mostrar el sentido de nuestra existencia como pianistas. Tocar el piano no es una exhibición circense, no es un trabajo más, no es un castigo (al menos no debería). Pero si no nos paramos en seco a poner en pie este todo en el que nos movemos y logramos que el esfuerzo casi infinito que realizamos tenga un claro fruto, será muy difícil que salgamos indemnes. No sólo es posible sino que es mucho más fácil de lo que creemos. Y nosotros mismos tenemos la llave. Nadie más. Por eso no debemos pasar la mitad de nuestra existencia esperando que alguien ajeno nos conceda algo que ni tiene ni le pertenece.
Vuelvo a citar a Almudena Grandes: "La alegría hace fuerte. No existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar cuando la meta, al fin, es la alegría".

miércoles, 21 de agosto de 2013

Mi pie izquierdo

Asistí a un concierto de Josep Colom en el que la primera obra que tocó fue la Sonata en Do mayor de Mozart, la KV 545, ésa que un psicópata tituló 'la fácil'. Qué temple hay que tener para comenzar así, como si nada. Por supuesto la bordó pero, además, aprendí unas cuantas cosas sobre la marcha. Después desplegó todo su potencial con las Variaciones Paganini de Brahms, que no sabría decir si he escuchado otras mejores. Magnífico, sí señor.
Me llamó la atención cómo puso todo su empeño en controlar el sonido sólo con los dedos en el Mozart. Tanto es así que, si mi vista no me engañó, el pie izquierdo lo metió debajo del pedal. Supongo que fue para reprimir el natural impulso de pisarlo a la menor oportunidad. Pequeñas pinceladas con el derecho, eso sí, que circulan versiones por ahí en las que parece un delito meterle el "reverb".
Cuando comenzaba a pensar que era un poco exagerado no usar el pedal izquierdo para nada, más en esta Sonata, cuando ya había demostrado su habilidad y control 'digital', escuché un nuevo sonido y levanté la vista. Efectivamente, lo había reservado para el momento justo (no me preguntéis cuál porque me tendría que poner a revisar la partitura y ahora mismo me está cayendo algún que otro goterón de sudor a pesar de que en Andalucía están bajando las temperaturas; odio a los del tiempo).
Como ya sabéis que una idea lleva a otra, no pude dejar de recordar una anécdota que viví/sufrí en primera persona a causa del dichoso pedal. Sucedió en un cursillo en Sevilla, en el Conservatorio, que impartía Hans Graf. Era el primer día y a los alumnos activos nos subieron al escenario, allí sentaditos a la vista de todos los oyentes: sin presiones. El maestro preguntó si alguien quería comenzar y yo, con mi habitual gracia, señalé discretamente a mi amigo Antonio Victoria, en ese juego que siempre nos traíamos entre manos. Error de novato. El profesor Graf utilizaba ese truco tan simple para que la pelotita de la ruleta cayera sin esfuerzo en el pringado de turno. 'Moi'.
Así que, con los cachetes bien encendidos (nada original para los que me conocen), me dispuse a pelearme con la Tercera Sonata de Prokofiev, buena amiga de aquellos tiempos. Iba bastante seguro en lo que a tocar se refería pero mi carácter tímido chocaba con eso de ser el que lanzara el chupinazo. En fin, como en el trampolín, se toma aire, se cierran los ojos y se salta confiando que el agua siga allí cuando lleguemos.
Antes de finalizar la primera página me detiene (sin ayuda de la policía) y me hace una pregunta mirándome fijamente a los ojos: ¿por qué tienes puesto el pedal izquierdo? Otra cosa no, pero mi profesor ha sido exhaustivo al explicar el uso de los pedales, su funcionamiento, su mecánica, su resultado, su conveniencia, sus grados... Vamos, que la pregunta recaía sobre un experto. (Todavía me tengo que reír y a la vez me entra de todo). Le devolví la mirada con los cachetes a punto de ebullición y la cabeza a mil por hora, dilucidando pros y contras de la respuesta que debía dar.
Quizás él podría haberme echado una mano, pero claro, necesitaba de un pardillo que le diera pie a expresar sus conocimientos. ¿Y quién era yo para decirle a un profesor que no necesitaba su explicación? ¿Y quién era yo para negarle esa magnífica oportunidad de lucirse? ¿Y quién era yo...? Aún me da vergüenza repetir la respuesta pero os podéis imaginar que fue catastrófica, que sólo faltó oír el OHHHH del público, como en las series americanas, mientras se echan las manos a la cabeza. A Dios gracias que no existía YouTube.
Desde entonces llevo asociada esta imagen cada vez que oigo las palabras mágicas: pedal izquierdo. A pesar de las felicitaciones por la Sonata, la bronca que me gané fue monumental, mirada asesina incluida, que ya sabemos que los cursillos se inventaron para lucimiento de los profesores.
Hombre, no era para tanto. Total, ¿quién no se ha refugiado tras el pedal dichoso cuando está muerto de miedo?
¿Para qué lo inventaron si no?

domingo, 19 de agosto de 2012

Rayos y truenos

Con todo esto de los concursos, de la crítica, de las audiciones, del público..., estoy repasando, sin darme cuenta, años y años dedicados a la música.
Intento que lo que escribo tenga algo de sustancia para compartir por si alguien puede evitarse un tortazo o encuentra un ejemplo a seguir. No sé muy bien por qué, esta mañana he recordado un concierto que ofrecí junto a mi hija, de violonchelo y piano, hace ya casi diez años, cerca de Navidad.
A través de mi querido amigo Arnold teníamos que tocar en la Casa de la Cultura de un ayuntamiento cercano a su conservatorio, a fin de ampliar la cantera de estudiantes. Era un concierto en toda regla, nada en plan didáctico y con pamplinitas: la 1ª Sonata de Brahms, las Piezas de Fantasía de Schumann, la Elegía de Fauré y los Requiebros de Cassadó.
Ella podría tener entonces diecisiete o dieciocho años y aún cursaba el grado superior y, aunque no lo supiera, tenía a su favor un pianista siempre disponible, la gran cruz de casi todos los instrumentistas.
En diciembre, aunque los del tiempo piensan que esta zona de Andalucía es como el Sáhara, hace un frío que te cala hasta los huesos, gracias al río Guadalquivir (estábamos cerca de Sevilla) y la humedad permanente. Por supuesto, que los locales estuvieran acondicionados era cuestión más de suerte que de previsión. Total, para dos meses (en los que puedes morir congelado). Menos mal que logramos una pequeña estufa que colocar cerca del violonchelo para que la escarcha se derritiera.
Y si hacía frío, ¿por qué no añadir una buena tormenta? Agua a cántaros, rayos y truenos, como en las películas de miedo. Afortunadamente, ninguno de estos elementos echó para atrás al público, que abarrotó la sala (algo de calor humano).
El programa lo teníamos trillado, de conciertos anteriores por lo que estábamos tranquilos. Muchos alumnos de música llegaban acompañados por sus padres y hermanos, además del claustro de profesores, formado por antiguos compañeros y amigos. Así que, en ese aspecto, todo a favor.
El piano llegó un poco tarde y apenas pudimos ensayar (más bien, calentar). Sin problema: para eso están los profesionales, para capear los inconvenientes.
Aunque a mí ya me conocían de sobra por haber tocado solo y a cuatro manos con mi compañero de fatigas Beethovenianas (las Sinfonías deberían ser obligatorias para todos los pianistas), había cierta expectación por ver cómo continuaba la saga, algo no muy frecuente aunque parezca mentira.
Llega la hora, breve presentación en plan familiar, introducimos a don Johannes, y, de repente, suena el mismo trueno que oyeron cuando Jesucristo expiró en la Cruz... Apagón total en el pueblo. Gritos de los pequeños, sillas rodando, adultos poniendo orden. Evidentemente dejamos de tocar (aunque lo de tocar a oscuras tiene su encanto). Reunión de emergencia, llamadas a la policía local, a la Sevillana de electricidad... Nadie sabía nada y había que decidir si suspender o esperar para reanudar. Optamos por lo segundo.
En vista de que el pueblo era experto en apagones, se contaba con que la luz volvería en unos minutos. Aún así, la prudencia aonsejó traer linternas, velas y cualquier cosa que pudiese alumbrar, más que nada por los niños (y los adultos que se ponen muy juguetones en la oscuridad).
Como pasaba el tiempo y la corriente no volvía, se me ocurrió que alumbrando las partituras podríamos tocar. Hicimos una pequeña prueba y perfecto. Mi hija es muy atrevida y se lo tomó estupendamente. De nuevo se hizo el silencio y vuelta con la gravedad inicial de Brahms. Magnífico. Estupendo. Ningún problema... ¡No! Las pilas de las linternas estaban bajas y de luz blanca pasamos a amarilla y a la nada. Quisimos seguir pero los murmullos y demás nos hicieron detenernos. Cuando volvíamos a debatir se encendieron los focos y el aplauso correspondiente a este tipo de situaciones (como cuando aterriza el avión tras unas buenas turbulencias).
Por fin pudimos seguir sin más contratiempos. Felicitaciones por doquier, firma de autógrafos multitudinaria, euforia colectiva... Un éxito.
Por último se me acercó uno de los profesores y, sin maldad ninguna, se permitió hacerme una crítica: había notado que al principio habíamos estado un poco descentrados. Le pregunté si había olvidado las circunstancias de dicho comienzo y, con cara sorprendida, respondió que se había metido tanto en el concierto que ni había caído en la cuenta.
Pensé, un poco perplejo, que, a pesar de las inclemencias, habíamos triunfado, había ganado la música.

domingo, 24 de junio de 2012

Estudiar de memoria

Hace un par de días he recibido un comentario relativo a la memoria que me ha hecho recordar una situación que viví y que tuve que resolver yo mismo.
A la hora de preparar los recitales es obvio que decidimos qué programa vamos a tocar. Una vez elegidas las obras, ya sean nuevas o recogidas de años anteriores, tras el consabido esfuerzo de estudio y pasándolas por el túnel de lavado y pulimentado, solemos repetirlas un número ilimitado de veces hasta que logramos memorizar las miles de notas, acordes, pedales, matices, tiempos, digitaciones... Hasta aquí creo que describo una rutina común a nuestra especie.
El hecho en cuestión me empezó a ocurrir en el transcurso de la temporada, es decir, con el programa bien agarrado y la memoria segura. Día tras día, el estudio preparatorio a los recitales consistía grosso modo en la repetición minuciosa de determinados pasajes y en la interpretación de las obras, de arriba a abajo, cual si del propio recital se tratase, metiéndome en situación. Era la manera de comprobar si la memoria seguía funcionando y de ir evolucionando en la interiorización musical. Digamos que no me permitía machacar mecánicamente para ejercitar los dedos sino que buscaba mejorar la faceta artística.
Un buen día empecé a notar una cierta fatiga mental acompañada de una leve inseguridad. Poco a poco iba sintiendo que dejaba de controlar el conjunto y que se iban cayendo poco a poco una nota aquí y otra allí. Cuando una digitación dudaba y no venía correctamente, por ejemplo, tenía que retomar el pasaje completo para poder continuar. Otras veces una nota en los graves era tocada a una octava distinta. Otras confundía la armonía que llevaba a la repetición de la exposición con la que abría el desarrollo. Incluso llegué a comenzar una obra con la tonalidad alterada en un semitono (las menos veces; por cierto, hay una anécdota de Brahms al respecto con la Sonata Appassionata cuyo primer tiempo tocó en Fa sostenido sin despeinarse).
Eran pequeñeces, pero era como si las obras se fuesen llenando de pequeñas trampas. Al acabar la jornada de estudio salía intranquilo, incluso desasosegado, y no veía el momento de volver a tocar de nuevo para comprobar si seguía todo en su sitio. Como me podía ocurrir indistintamente con un obrón que con una pamplina, empecé a analizar y a estar atento a las claras señales de que algo no iba bien. Afortunadamente nunca me ocurrió en los conciertos, sólo era en casa. Pensé que igual el grado de concentración era inferior, pero ya he dicho que me gusta estudiar metiéndome en situación, imaginándome en la sala a la que voy a ir y recreando la sonoridad que sé que me voy a encontrar.
La luz se encendió un día. Había dado con la tecla (no es un chiste, que conste). Era tan sencillo que no me lo podía creer. Resultó que, como todo estaba listo y lo último era la memorización, la lograba tocando de memoria: lógico. Si lees no hay memoria: ¡error! Cuando noté como si a cada nueva interpretación fuese desgastando la obra, perdiendo notas poco a poco, a jirones, como si ésa pudiese haber sido la última vez que me saliera correctamente, entendí que el problema estaba precisamente ahí, en la manera de mantener la memoria, o sea, de memoria. Caí en la cuenta de que mi cabeza necesitaba refrescar los recuerdos visuales para mantener frescos todos los elementos ya citados. Simplificando, tenía que volver a estudiar regularmente con la partitura delante. Fue mano de santo. Volvieron las imágenes a mi mente con facilidad, volví a relajar la tensión, volví a confiar en mis capacidades, entendí que la obra no se iba a desintegrar por tocarla.

Una cosa es que la música sea un arte inmaterial y otra cosa es que no pueda quedar fijado de una vez para otra. Desde entonces me gusta estudiar, además, con la partitura en la mano, sin tocar, leyendo y descubriendo nuevos detalles que, sentado al piano, pueden pasar inadvertidos por estar preocupado con los dedos. ¡Con lo cómoda que es mi butaca!

domingo, 6 de mayo de 2012

Brahms

Mañana es 7 de mayo, día en que nació Brahms..., y yo también. Siempre me ha gustado pensar que algo nos une, aunque sólo sea esta fecha. Me resulta casi imposible describir las sensaciones que este hombre me provoca. En mi estudio tengo un magnífico retrato, que mi hija me regaló tras una gira por Alemania con la ROSS, que no me quita ojo cada vez que estoy sentado al piano. Y me gusta. Me reconforta.
La primera partitura que cayó en mis manos fue el Opus 118 cuando tenía catorce años. Tuve que estudiar los números 1 y 2 y, francamente, no me enteré de nada. Acababa de llegar a Sevilla y fue un impacto difícil de digerir. Estas piezas requerían una manera de tocar, de presionar, de ligar a las que no estaba acostumbrado. Pero, como todo, a fuerza de insistir, fueron cayendo las restantes hasta completar la colección. Y, ya puestos, por qué no seguir con el Opus 119. Estas dos obras me han dado mucho juego en toda mi carrera, tanto en concierto como en los concursos, completas o en selecciones. Quizás fue un comienzo directo, sin preparación alguna, pero no he podido dejar de alegrarme hasta hoy. Las piezas del 116 y del 117 forman parte de mi repertorio privado, suelo tocarlas para mí.
Creo que es un claro ejemplo de cómo podemos llegar a conocer a la persona a través de su obra. Éste es su legado último en el que concentra todo su saber.
Y también creo que no todas las versiones que circulan por ahí le hacen justicia. No voy a dar nombres, aunque no soporto que se toquen de cualquier manera, como si con dar las notas fuese bastante. Prefiero citar una versión que me encanta y que no es de las más difundidas, la de Elisabeth Leonskaja. Tienen un magnífico equilibrio entre vigor y lirismo. Aquí un ejemplo.
¡Venga, manos a la obra (nunca mejor dicho)! Es cuestión de empezar por la primera, o por la última, lo mismo da, pero hay que tocarlas, disfrutarlas. Y si no tenéis suficiente, podéis continuar con las opus 76 y 79.
Me doy cuenta que voy desde el final hacia el principio. Será porque así me ocurrió. O porque, en realidad, con Brahms da un poco igual, todo está escrito exquisitamente y siempre es él mismo, siempre es reconocible. Si no, ¿qué me decís de las Baladas op. 10, o de las Variaciones, en especial las de Haendel? Realmente es para enamorarse de este tío (ojito con los comentarios, ¿eh?).
Pero quiero llegar al final con la opus 5, la SONATA (sí, ya sé que es la tercera, pero ni comparación). Tenía veinte años... ¿Cómo se puede escribir una cosa así con esa edad? Justo hace un par de días le comentaba a Beatriz que me hubiera encantado estar en 1853 en casa de los Schumann. Eso tuvo que ser para no parar de llorar. También tengo mis problemas para encontrar una versión que me guste, es una obra tan compleja. El placer de tocarla no tiene medida. Lo reúne todo, fuerza, intimidad, equilibrio, control, libertad... Incluso el lema de su amigo Joachim: 'Libre, pero solo' (en alemán 'Frei, aber einsam', representado por las notas del último movimiento FA, LA, MI). 
Hace un año, de nuevo mi hija me hizo otro regalo alusivo, en este caso un libro con una selección de Cartas, a cargo de Hans Gál, publicado por Nortesur. Os lo recomiendo para conocer al hombre, su personalidad, su humor, su ritmo de trabajo, su bondad, la buena vida que se pegó y también su soledad a pesar de la cantidad de amigos que tuvo.
Y para terminar, el regalo que este año me ha hecho mi hija ha sido la entrada para el concierto del jueves pasado de la ROSS con un monográfico Brahms, que incluía la Obertura para un Festival Académico, un estupendo Concierto de violín y la Segunda Sinfonía. Un empacho de los que no importa.

miércoles, 11 de abril de 2012

Música de cámara

Para abrir boca, este comienzo de la Sonata nº 1 op. 78, para violín y piano, de Johannes Brahms. Al quinto acorde del piano ya estoy sobrecogido, o en el minuto 1' 29''. Y, como tantas veces, esta obra llegó a mí sin esperarla, a través de una amiga que organizaba un concierto y buscaba pianista para una violinista.
¿Cómo era posible no haberla tocado antes? Os reiréis si os cuento que en la asignatura de música de cámara más de la mitad del repertorio que hice fue a cuatro manos o a dos pianos, tal era la escasez de instrumentistas variados en el conservatorio. Recuerdo que pude tocar la Sonata de Paul Hindemith de trompeta gracias al interés de un músico americano de la base naval de Rota. Creo que hoy esto no sucede. Hay mucho, bueno y variado.
Pero no debemos confiarnos. Ahora que hay para elegir veo que se sigue tomando esta modalidad como un complemento al instrumento principal, lo que lleva a tener las obras más o menos, es decir, yendo juntos, entrando a la vez y haciendo un par reguladores. Y, demasiado frecuentemente, utilizando el tiempo de la clase para estudiar. Bonita manera de desperdiciar la oportunidad de disfrutar. Los pianistas siempre estamos solos y nos viene muy bien relacionarnos con violinistas, chelistas, flautistas, clarinetistas, etc... Además de en lo personal vamos a crecer musicalmente, no sólo por ver cómo otros entienden la obra en cuestión, sino porque vamos a poder conocer de primera mano, o sea, tocando, mucha música que nos suele pasar rozando. Y esto es importante, no es lo mismo oír que tocar. Tengo mi propia opinión sobre un buen número de obras y compositores con los que lo paso mejor como intérprete que como espectador. El deleite de las preguntas-respuestas no tiene parangón, las preparaciones a una entrada como si fuese una faena taurina, la preocupación por servir de apoyo y sostén a la línea melódica...
Pero, ¿qué nos pasa? Tenemos que estudiar, siempre la misma historia. Podemos pasar seis horas machacando los Estudios de Chopin (que, dicho sea de paso, ¿para qué?) y ni siquiera una con alguna de las tantas sonatas, tríos, cuartetos con piano o quintetos que podrían abrirnos el estrecho horizonte del solista. Y, casi siempre, con menos esfuerzo que, por ejemplo, Rondeña de Albéniz, bastante asequible (aprendamos un poco de Esteban Sánchez).
Tenemos que asumir desde el principio la importancia de la música de cámara. Cuanto más tiempo le dediquemos menos problemas y mayor seguridad tendremos a la hora de dar un concierto. Ahora bien, hay que intentar seguir el consejo que me dio en su día el violinista Pedro León cuando me habló de la necesidad de elegir muy bien con quién íbamos a compartir nuestro buen hacer. Hay que buscar que el compañero esté, como poco, a nuestra altura, si no será perder el tiempo (no siempre se puede).
A efectos prácticos conviene saber que estamos aumentando las posibilidades de dar conciertos. Son más gestiones hechas y más atractivo para los organizadores. Es verdad que el caché individual disminuirá, pues hay que dividir, pero se compensa con el aumento del número, que es lo que cuenta, estar activos, tocando y moviéndonos. Si confiamos el uno en el otro es seguro que triunfaremos.
Actualmente estoy disfrutando mucho al tocar con mi hija Beatriz, violonchelista, un buen número de obras en las que el piano tiene un papel importante y no sólo de acompañante (pensemos en Beethoven o Brahms). Y me persigue con la Sonata de Rachmaninoff, que cada vez está más cerca (aunque sea por el tercer movimiento en el minuto 20' 13''). Se la escuché en directo a la propia Natalia Gutman con Elisso Wirssaladze y..., qué manera de llorar..., cuánta emoción...