domingo, 19 de agosto de 2012

Rayos y truenos

Con todo esto de los concursos, de la crítica, de las audiciones, del público..., estoy repasando, sin darme cuenta, años y años dedicados a la música.
Intento que lo que escribo tenga algo de sustancia para compartir por si alguien puede evitarse un tortazo o encuentra un ejemplo a seguir. No sé muy bien por qué, esta mañana he recordado un concierto que ofrecí junto a mi hija, de violonchelo y piano, hace ya casi diez años, cerca de Navidad.
A través de mi querido amigo Arnold teníamos que tocar en la Casa de la Cultura de un ayuntamiento cercano a su conservatorio, a fin de ampliar la cantera de estudiantes. Era un concierto en toda regla, nada en plan didáctico y con pamplinitas: la 1ª Sonata de Brahms, las Piezas de Fantasía de Schumann, la Elegía de Fauré y los Requiebros de Cassadó.
Ella podría tener entonces diecisiete o dieciocho años y aún cursaba el grado superior y, aunque no lo supiera, tenía a su favor un pianista siempre disponible, la gran cruz de casi todos los instrumentistas.
En diciembre, aunque los del tiempo piensan que esta zona de Andalucía es como el Sáhara, hace un frío que te cala hasta los huesos, gracias al río Guadalquivir (estábamos cerca de Sevilla) y la humedad permanente. Por supuesto, que los locales estuvieran acondicionados era cuestión más de suerte que de previsión. Total, para dos meses (en los que puedes morir congelado). Menos mal que logramos una pequeña estufa que colocar cerca del violonchelo para que la escarcha se derritiera.
Y si hacía frío, ¿por qué no añadir una buena tormenta? Agua a cántaros, rayos y truenos, como en las películas de miedo. Afortunadamente, ninguno de estos elementos echó para atrás al público, que abarrotó la sala (algo de calor humano).
El programa lo teníamos trillado, de conciertos anteriores por lo que estábamos tranquilos. Muchos alumnos de música llegaban acompañados por sus padres y hermanos, además del claustro de profesores, formado por antiguos compañeros y amigos. Así que, en ese aspecto, todo a favor.
El piano llegó un poco tarde y apenas pudimos ensayar (más bien, calentar). Sin problema: para eso están los profesionales, para capear los inconvenientes.
Aunque a mí ya me conocían de sobra por haber tocado solo y a cuatro manos con mi compañero de fatigas Beethovenianas (las Sinfonías deberían ser obligatorias para todos los pianistas), había cierta expectación por ver cómo continuaba la saga, algo no muy frecuente aunque parezca mentira.
Llega la hora, breve presentación en plan familiar, introducimos a don Johannes, y, de repente, suena el mismo trueno que oyeron cuando Jesucristo expiró en la Cruz... Apagón total en el pueblo. Gritos de los pequeños, sillas rodando, adultos poniendo orden. Evidentemente dejamos de tocar (aunque lo de tocar a oscuras tiene su encanto). Reunión de emergencia, llamadas a la policía local, a la Sevillana de electricidad... Nadie sabía nada y había que decidir si suspender o esperar para reanudar. Optamos por lo segundo.
En vista de que el pueblo era experto en apagones, se contaba con que la luz volvería en unos minutos. Aún así, la prudencia aonsejó traer linternas, velas y cualquier cosa que pudiese alumbrar, más que nada por los niños (y los adultos que se ponen muy juguetones en la oscuridad).
Como pasaba el tiempo y la corriente no volvía, se me ocurrió que alumbrando las partituras podríamos tocar. Hicimos una pequeña prueba y perfecto. Mi hija es muy atrevida y se lo tomó estupendamente. De nuevo se hizo el silencio y vuelta con la gravedad inicial de Brahms. Magnífico. Estupendo. Ningún problema... ¡No! Las pilas de las linternas estaban bajas y de luz blanca pasamos a amarilla y a la nada. Quisimos seguir pero los murmullos y demás nos hicieron detenernos. Cuando volvíamos a debatir se encendieron los focos y el aplauso correspondiente a este tipo de situaciones (como cuando aterriza el avión tras unas buenas turbulencias).
Por fin pudimos seguir sin más contratiempos. Felicitaciones por doquier, firma de autógrafos multitudinaria, euforia colectiva... Un éxito.
Por último se me acercó uno de los profesores y, sin maldad ninguna, se permitió hacerme una crítica: había notado que al principio habíamos estado un poco descentrados. Le pregunté si había olvidado las circunstancias de dicho comienzo y, con cara sorprendida, respondió que se había metido tanto en el concierto que ni había caído en la cuenta.
Pensé, un poco perplejo, que, a pesar de las inclemencias, habíamos triunfado, había ganado la música.

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