Mostrando entradas con la etiqueta presión. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta presión. Mostrar todas las entradas

domingo, 8 de junio de 2014

Estricto

Riguroso, ajustado exactamente a la norma o a la ley, sin admitir excepciones ni concesiones. (Diccionario de la lengua española. Espasa Calpe).
Que no digo yo que no haya que ser estrictos a la hora de afrontar los retos, resolver problemas o comportarnos en cualquier momento. Lo que ocurre es que, si no aflojamos alguna vez, aunque sea un poquito, y admitimos alguna excepción o realizamos alguna concesión, igual creamos una tensión que aumentará exponencialmente hasta que se produzca un estallido superior en magnitud a la fisión nuclear, que ya es decir.
Llevo un tiempo observando una actitud demasiado estricta en una niña de ocho o nueve años, que acata inmediatamente y de forma literal cualquier orden, consejo o sugerencia que se le da al grupo, en este caso, un coro infantil. Mientras los compañeros van llegando y hasta que comienza el ensayo, ella adopta su posición de inicio y se queda clavada cual estatua, que es lo que deberían hacer todos una vez que se les requiere la atención.
Yo la observo en su rigidez e intento imaginar lo que pasa por su cabecita. Supongo que será una mezcla de satisfacción por cumplir estrictamente con su obligación y una turbación cercana al enfado porque sus compañeros ríen y chillan antes de que suene la campana.
El problema que comienzo a ver es que la incomodidad va ganando al disfrute, en esa batalla interior en la que el prisma quizás esté excesivamente enfocado y no admita ni una milésima de dioptría.
Y es posible, quizás un futurible demasiado pesimista, que teniendo cualidades y ganas de superación, abandone el grupo por llegar a sentirse aislada e incomprendida. Ojalá me equivoque.
En demasiadas ocasiones los pianistas, alumnos, profesores, aficionados y profesionales, usamos una vara de medir demasiado rígida, lo que, imperceptiblemente, va creando una pátina de desánimo y de frustración que debería ser incompatible con el esfuerzo realizado, pero que va calando y haciendo mella. En vez de mirar adelante con cierto optimismo, cada mota de polvo se convierte en roca, lo que hace que el camino sea impracticable.
Como siempre, hago hincapié en la educación. Si esta niña no recibe la información adecuada y es informada de que por relajarse de vez en cuando, o incluso siempre, no va a perder calidad, ni la opinión que de ella se tenga (que de eso hay mucho) va a verse mermada, es muy posible que, habiendo logrado cumplir sus objetivos gracias a su constancia y esfuerzo, nunca llegue a disfrutarlos.
Por eso, cuando los jóvenes pianistas que muestran este comportamiento no reciben los consejos precisos, ya que gracias a ser extremos son dignos de ser mostrados cual reclamo publicitario, van de cabeza sin remisión a la soledad y a la tristeza. Cuando el tiempo haya pasado y comprueben que en su infancia y en su juventud no tuvieron la parte divertida e inconsciente, con la ausencia de responsabilidad que es lo que nos hace añorarlas ya adultos, comenzarán las preguntas sin respuesta que tanto daño hacen.
Creo que esto también es educar.


P.S.: No puedo dejar de enlazar a la página de EDUCO. Ni a la entrada que escribí a principios de curso. Ojalá los malditos bastardos que gobiernan se pareciesen un poco a los de Tarantino.

domingo, 25 de mayo de 2014

Errores

Las musas me han vuelto a soplar una frase que puede aplicarse a buena parte de nuestra vida. Pertenece al modisto y diseñador Charles James y la tenía colgada en lugar bien visible en su taller de costura: No me importa que cometáis errores pero, por favor, que sean errores nuevos.
Me parece una frase espectacular viniendo de un creador considerado por muchos el más sobresaliente del siglo XX y que hizo de la perfección su bandera. Es toda una declaración de principios porque está dispuesto a admitir que somos falibles. Lo que quizás ya no sea de recibo es una actitud más bien pasota, que considere el 'qué más da' como algo positivo en detrimento del esfuerzo y la consecución del objetivo.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue la queja sempiterna de muchos profesores, por no decir todos, con respecto a los alumnos a los que hay que repetir las mismas correcciones una y mil veces. Todos sabemos de lo que hablo: que si el pedal se usa así, que si las manos no deben caer hacia los lados, que no hundas los nudillos, que no aporrees las teclas, que estudies..., y muchos latiguillos más que retumbarán de por vida en los conservatorios del mundo.
Evidentemente, buena parte del cansancio de los docentes viene de esta práctica repetitiva que hace imposible el más mínimo avance. Si no se encuentra en el alumno un interés, demostrado en la corrección más o menos inmediata de dichos errores advertidos, a base de trabajo y estudio, que no hay otro sistema, es lógico que la vez número veintisiete que haya que repetirlo te entren ganas de mandarlo a hacer puñetas (incluso en la veintiséis). De ahí lo estimulantes que son aquellos que vienen a cada clase con el programa mejorado y corregido.
En el sentido inverso, también podríamos decir que hay profesores que, demostrada su incapacidad de sacar alumnos medianamente preparados, y que se dedican a suspender a diestro y siniestro como única táctica pedagógica, igual deberían pararse en seco y admitir su error. Si el sistema usado en clase no llega (dando por hecho que exista ese sistema), habría que reconducir los consejos y los hábitos para que los alumnos se sintiesen estimulados y tuviesen ganas de trabajar. Creo que me explico y que no necesito extenderme más.
En los dos casos tenemos que añadir que hablamos de una enseñanza y una profesión elegidas voluntariamente y, casi siempre, vocacionales, por lo que no parece tener cabida la indolencia sin afán de superación.
Así que, para no ser reiterativo, os recomiendo releer la frase y analizarla brevemente. Seguro que sacamos algo positivo.

P.S.:  De paso, echad un vistazo a los diseños creados por Charles James. Puro arte.


domingo, 2 de marzo de 2014

Grand Piano

Anoche estuve viendo la película Grand Piano, y voy a aprovechar para comentar algunas cositas. Bueno, si podéis, echadle un vistazo para juzgar por vosotros mismos y así poder opinar.
Me gustó la elección del instrumento, un Bösendorfer Imperial, con 97 teclas y casi dos metros y medio de longitud. He tocado varios aunque el que más y mejor recuerdo es el de la Caja Rural de Granada, donde Juventudes Musicales celebraba casi todos sus conciertos. Siempre tenía que acostumbrarme al mirar hacia el extremo izquierdo, con esas nueve teclas de más de color negro. Era como conducir un camión de esos enormes, aparentemente muy pesados pero muy cómodos.
La escenificación del concierto me resultó cercana a una función didáctica en la que se va comentando con el público cualquier cosa, como si estuviésemos en el salón de casa. ¿Y por qué no? ¿Por qué tenemos que sufrir esa tensión añadida? ¿Qué hay de malo en presentar las obras o resaltar algún aspecto determinado? En cuanto empiece la música ya los sentidos se irán solitos a otro estado de concentración. En cierta manera, es similar al 'sacrilegio' del aplauso entre movimientos: ¿por qué no si al público le gusta?
Mi hija y yo nos mirábamos (y sonreíamos) cada vez que el pianista hablaba, vía pinganillo, con quien lo tenía enfocado a través de la mira telescópica de su rifle. Ya podía ser un pasaje lento, rápido o endiablado, que la conversación fluía como si delante, en vez de un piano, tuviera una taza de té. Si cuesta cantar cuando la melodía es distinta al acompañamiento, hablar sin llevar el ritmo es casi imposible. Igual son habilidades que podemos desarrollar, estoy seguro.
El punto que más jugo tiene es el del miedo escénico. Al parecer, el pianista llevaba cinco años sin tocar en público tras haberse quedado en blanco al final de una obra que sólo el compositor y él eran capaces de abordar, dada su dificultad: La Cinquette. Con toda la sorna, el interlocutor del pinganillo, o sea, el malo de la película, le dijo que ahora sí lo iba a sentir de verdad porque, si fallaba una sola nota..., moriría. Tras esas palabras amenazadoras, cualquier motivo para estar nerviosos queda relegado a la nada. Igual es una manera de relativizar esa lista interminable de miedos absurdos que nos bloquean y en demasiadas ocasiones nos impiden subir a un escenario. Se entendería que, ante un tiro entre los ojos, tuviésemos miedo, pero por nada más. Como está claro que nadie se iba a entretener en dispararnos, se acabó el miedo escénico. Terapia de choque que se llama.
Dentro de este juego, el director de la orquesta, para tranquilizar al pianista, le dijo literalmente: el público no se da cuenta si fallas una nota. Y lleva toda la razón, pero ni una, ni dos, ni muchas más. Ese asunto de la limpieza es algo personal, como un reto permanente que tenemos cada vez que tocamos. Pero si convertimos un leve roce o una buena 'gamba' en condiciones en elementos negativos, sólo iremos acumulando inseguridad para las próximas ocasiones. Todo el mundo falla alguna vez y, sabéis qué: no pasa nada. Lo importante es hacer buena música.
Y si tenéis ganas de verla, también podréis opinar sobre la colocación del piano detrás de la orquesta, bien en alto, a lo Lang-Lang. Y, lo mejor de todo, con partitura.
¡Ale!, a tocar y a disfrutar.


domingo, 3 de noviembre de 2013

Otro concurso

Treinta y tres participantes es un número nada despreciable para un concurso. De una manera fortuita, casi por casualidad, fui nombrado miembro del jurado que tendría que elegir al ganador. En estos casos no puedo evitar nunca recordar los varios certámenes a los que me presenté, con bastante buena fortuna en todos ellos.
Me llamó mucho la atención el buen ambiente reinante, no sólo entre los chavales, muy jóvenes, niños todavía, sino también entre los padres y demás familiares. Todo era jovialidad, despreocupación, ilusión, ganas de pasarlo bien, en definitiva.
Los organizadores nos dieron el visto bueno para comenzar y lo hicimos llamando a cada concursante por riguroso orden de inscripción. Quedaba por delante una tarea importante. Por mi parte no quería que nadie pudiera pensar o sentir que no se le había prestado la debida atención, así que, todos los sentidos en alerta amarilla (tampoco hay que pasarse que la tensión acumulada siempre se paga).
Previamente, los miembros del jurado mantuvimos una breve reunión en la que perfilamos los aspectos en los que deberíamos centrarnos, ya que son muchos y variados los criterios para una prueba de estas características. A la calidad, decidimos sumar la concentración y el estar metido en situación, es decir, la actitud ante el público. Por cierto que, hablando del público, hay que reconocerle su saber estar en todo momento, mostrándose ecuánime y animoso con propios y extraños.
Se iban a disputar dos etapas, es decir, semifinal y final. La primera la harían más de cara al jurado, casi dando la espalda al respetable, para que pudiésemos evaluar con la vista y el oído (además de con el alma, por supuesto). Uno tras otro, con tres o cuatro ausencias, no recuerdo bien, fueron pasando durante un corto espacio de tiempo, y casi todos dieron lo mejor de sí mismos con una tranquilidad envidiable. Muy pocos se pusieron algo nerviosos, sin dejar de buscar con la mirada el apoyo familiar, lo que hizo que, al desconcentrarse, no tuvieran una buena actuación.
En general, un nivel altísimo. Sorprendente.
Pasada esta ronda, nos reunimos intentando ser breves por aquello de los nervios, y decidimos que pasaran a la final nueve. Ni que decir tiene que fuimos objetivos al máximo y que nadie protestó, al contrario, vimos caras de deber bien cumplido.
De inmediato continuamos con la final. Nos colocamos entre el público para que la actuación fuese más real. Ahora si estaban los seleccionados con el rostro algo más grave, con la sonrisa un poco tensa, como con la responsabilidad del que se sabe elegido y no quiere defraudar. Sólo uno de ellos bajó su nivel. El resto lo igualó e incluso lo superó. Fue una final rápida. Claramente destacaron tres. Para mí, de ellos, dos estaban igualados precisamente por ser distintos, por tener características individuales. Los votos del jurado deshicieron el empate y, sin apenas pausa, comunicamos el veredicto a todos los presentes quienes, con cada nombre, rompían en fuertes aplausos.
Fue una velada estupenda. Nada enturbió el concurso. Ninguna sombra de las muchas que recordaba de ocasiones anteriores. Qué gozada.
¡Ah!, por cierto, se me ha olvidado mencionar que el concurso del que estoy hablando se celebró el pasado jueves 31 de octubre, durante el transcurso del Mercado de Artesanos de Bellavista, en Huelva, y era un concurso para niños de gritos de terror con motivo de la noche de Halloween.
¡Espeluznante! Y caramelos para todos...

domingo, 28 de julio de 2013

Responsable

Es curioso pero, por más memoria que hago, sólo consigo recordarme, ya desde muy niño, como un ser absolutamente responsable. Las contadas ocasiones en las que conscientemente decidí dejar de serlo, siempre vinieron acompañadas de una sensación parecida a la alerta que provoca el peligro (excepto la primera que recuerdo: con cuatro años le solté una trola a la profesora del preescolar para correr a ver mi serie favorita de entonces, Daniel Boone; ni la reprimenda posterior de mi madre tras el chivatazo insolidario de mi hermano mayor, ni el castigo con 'orejas de burro' en el cole pudieron con mi íntima satisfacción).
Desde que tenemos uso de razón vamos configurando nuestra cabeza y en poco tiempo ya discurrimos de determinada manera y actuamos en consecuencia. No sé si se debe a que lo traemos de fábrica, a que nos lo inculcan por activa y por pasiva, o a la mezcla de un poco de todo. Ahora bien, pasados cincuenta años con esta actitud, he de reconocer que estoy un poco cansado.
Sé que esta cualidad (no sé si calificarla como virtud o defecto) es la que me ha hecho llegar a concertista. No hace falta que diga cuántos años de nuestra vida requieren una constancia y un esfuerzo grande para lograr que la cosa suene decentemente. Entonces ocurre que todo se va mimetizando. Parece como que hasta para elegir una barra de pan hubiese que cribar analíticamente. Claro, en este plan, resulta agotador.
Empiezas por ser responsable en casa, de muy pequeño, ante tus padres; luego en el colegio, intentando no desmerecer del manantial de sabiduría al que acudes a diario; sigues con las relaciones personales con compañeros y amigos, a los que jamás se te ocurriría defraudar; cuando tomas la decisión de volar solo y tomar las riendas, sientes como si mil pares de ojos vigilaran cada una de tus acciones; ni os cuento el día en que, junto a Beatriz, decidimos abandonar la senda adecuada, ya con una hija en el mundo, para vivir de la música; quieres que de cada concierto el público salga convencido de haber escuchado el programa de una manera auténtica; no regateas en esfuerzos aun sabiendo que las condiciones no van a ser las más adecuadas; intentas razonar las infinitas distintas situaciones según tu propio comportamiento... (podría seguir pero creo que se entiende el mensaje).
Resulta que cada mañana, no ahora, que no hay nada nuevo, sino desde siempre, te levantas y observas multitud de comportamientos totalmente contrarios al tuyo. No importa, te dices, es una decisión absolutamente propia y no me dejo influir por lo que hagan otros. Pero va en aumento y notas que, quieras o no, te va influyendo en tu círculo íntimo y privado, se va inmiscuyendo irremediablemente porque son acciones supra personales. Vas viendo cómo se va extendiendo una laxitud en el cumplimiento de cada misión (no digo obligación porque entiendo que es de libre elección), mires para donde mires, y crece la sensación de que sólo los tontos hacen lo que deben. Si no lo piensas ya se encargará algún voluntario de decírtelo con mucha sorna. Y esto en prácticamente todos los planos de la sociedad, por lo que, como ya he dicho, te acaba salpicando.
Pero ya no sabes ser de otra manera, no puedes, no quieres. Tan sencillo como que cada uno hiciera más o menos lo que tiene que hacer, sin pedir peras al olmo, sin esperar llegar a una situación límite o tener que recurrir a levantar el tono de voz. No es una misión imposible. Vivimos encadenados (en el sentido de concatenar) y las omisiones de los demás acaban notándose en tu diario.
Prefiero ser responsable de mis actos. Prefiero tener la culpa de mis errores, porque así podré enmendarlos y asumir las consecuencias. Prefiero que por mí no quede. Prefiero que en la sociedad en la que me muevo haya mucha gente que piense y actúe así. Y prefiero que la alternativa no sea la irresponsabilidad, que no se trata de contrarios.

(Esta tarde realizaré mi último acto de responsabilidad no dejando ni una miga de la tarta de queso que está preparando Beatriz, y que irá recubierta con las moras que ayer tarde recogimos en nuestro paseo).

miércoles, 3 de julio de 2013

Héroes

El hombre no vive únicamente su vida personal como individuo, sino que también, consciente o inconscientemente, participa de la de su época y de la de sus contemporáneos. Aunque inclinado a considerar las bases generales e impersonales de su existencia como bases inmediatas, como naturales, y a permanecer alejado de la idea de ejercer contra ellas una crítica, el buen Hans Castorp es posible que sintiese vagamente su bienestar moral un poco afectado por sus defectos. El individuo puede idear toda clase de objetivos personales, de fines, de esperanzas, de perspectivas, de los cuales saca un impulso para los grandes esfuerzos de su actividad, pero cuando lo impersonal que le rodea, cuando la época misma, a pesar de su agitación, está falta de objetivos y de esperanzas, cuando a la pregunta planteada, consciente o inconscientemente, pero al fin planteada de alguna manera, sobre el sentido supremo más allá de lo personal y de lo incondicionado, de todo esfuerzo y de toda actividad, se responde con el silencio del vacío, este estado de cosas paralizará justamente los esfuerzos de un carácter recto, y esta influencia, más allá del alma y de la moral, se extenderá hasta la parte física y orgánica del individuo. Para estar dispuesto a realizar un esfuerzo considerable que rebase la medida de lo que comúnmente se practica, sin que la época pueda dar una contestación satisfactoria a la pregunta '¿para qué?', es preciso un aislamiento y una pureza moral que son raros y una naturaleza heroica o de vitalidad particularmente robusta. Hans Castorp no poseía ni lo uno ni lo otro, no era, por lo tanto, más que un hombre; un hombre, en uno de sus sentidos más honrosos.

(La montaña mágica. Thomas Mann. Plaza & Janés Editores, S.A.)

Estas palabras las escribió Thomas Mann entre 1911 y 1923, tiempo que empleó en crear este gran libro. Así pues, hace un siglo, y seguro que hace dos y tres o cuatro también, cualquier esfuerzo personal necesitaba la sola justificación interior, lejos del alcance de la inercia de la sociedad y de las circunstancias de la época.
Como si en este momento alguien decide hacer del piano su vida, las miradas que percibirá a su alrededor no dejarán de ser, cuando menos, curiosas, si no incrédulas o, incluso, despectivas.
Y no digo ya responder a la pregunta '¿para qué?'...
Creo que nunca había leído de manera tan clara, ni había visualizado tan físicamente, la naturaleza heroica de un pianista.
Ahora y siempre.


miércoles, 9 de enero de 2013

¡Mañana será otro día!

Hay días que comienzan con una maraña de asuntos por resolver, cada uno de su padre y de su madre, que llegan a poner la cabeza a mil por hora. Recordé una entrada que escribí al respecto en junio pasado, titulada La batidora, en la que trataba varios aspectos, incluidos la manera de abordarlos con distancia.
La necesidad de que nuestra cabeza funcione por carpetas, algo en lo que Beatriz me insiste continuamente, creo que es interesante para nosotros los pianistas. (Siempre que hablo lo hago por experiencia propia y, como sé que no soy único en el mundo, creo que me suceden cosas normales, como a muchos otros). El esfuerzo debe ir encaminado a no mezclar dichas carpetas. Todas las parcelas de nuestra vida han de tener, cada una, su carpeta, a fin de no mezclarse.
Esta teoría, si no tenemos el hábito, es muy fácil de enunciar y muy difícil de cumplir. Por eso, cuanto antes comencemos mucho mejor.
Tengo comprobado que, casi siempre, ponerse a tocar es un buen escape, por mucho ruido que tengamos en la 'azotea'. Al final, el ruido de las notas será más potente y acabará acallando el runrún o come-come cerebral. Pero a veces, ni por esa nos escapamos.
Es más que probable que una batería de problemas logre desanimarnos y nos haga ver el horizonte más que nublado. Ya sé que es cuestión de caracteres y cada uno se toma las cosas como sabe o como puede, pero si vemos la montaña muy alta en ese momento concreto, es lo que hay.
Aquí es donde creo que los pianistas tenemos un grave peligro de desmoronamiento. Tenemos muy fácil que las circunstancias nos provoquen una 'bajona' debido a nuestra sensibilidad. Estamos acostumbrados a trabajar sin descanso, a superar metas inaccesibles, a sacrificarnos..., pero suele ocurrir que cuando más desprevenidos estamos nos asalte una tontería y nos derrumbe. Digo tontería por simplificar ya que cada tema tiene su importancia.
A lo largo de la carrera los periodos de desánimo aparecen sin dar explicaciones y es posible, ya con el tiempo a mis espaldas, que se deban a interferencias para nada relacionadas con la música. Por poner un ejemplo al alcance de todos, servirían los amores adolescentes . A ciertas edades todo se magnifica y es frecuente dramatizar, llevándose todas las de perder nuestra brillante carrera. Cuando estamos descendiendo, ¿quién puede ponerse a pensar en estudiar?
Pues ahí entra en acción el mecanismo de las carpetas:  pasaré un buen rato, o una buena noche en blanco, con el tema del 'me quiere no me quiere', pero, llegada la hora, hay que sobreponerse, pegar carpetazo momentáneo, y pasar a otro asunto. Si hay que estudiar, hay que hacerlo. Puede parecer algo frío, lo sé, pero siempre he oído que para mantener la calma hay que mantener la mente fría.
Así que, estos días en los que se nos acumulan las decisiones y los trabajos pendientes, hay que saber pensar y decidir y, sobre todo, no mezclar.
Afortunadamente, el tiempo va pasando, lentamente eso sí, y las soluciones van llegando. Y mañana será otro día.
Si a pesar de todo no lo logramos, pues a la calle a desfogar, a divertirse, a pasear, al cine, a ver gente... ¡Y mañana será otro día!

domingo, 25 de noviembre de 2012

No es lo mismo

Durante muchos años no he dejado de pensar en que, a pesar de todos los pesares (en sentido literal), la etapa final del conservatorio no acaba de prepararnos para lo que nos vamos a encontrar una vez salgamos a explorar la jungla (también en sentido literal).
Aunque siempre con matices, dependiendo de los profesores, lo habitual es seleccionar un programa variado en estilo para trabajarlo durante el curso académico: un puñado de estudios, una obra barroca, una sonata clásica, algo romántico, una pieza a elegir entre todos los 'ismos' del siglo XX y un concierto para piano y orquesta. ¡Qué largo!, o..., ¡qué corto! Todo es relativo, os lo puedo asegurar.
Lo que quiero comentar es cómo disponemos de mucho tiempo para hacernos con un número concreto de obras. El curso viene a durar unos ocho meses, de octubre a mayo, si acaso algo de junio (es un poco desperdicio cuatro meses en blanco que cada uno debe rellenar a su albedrío). Además, el número de clases se reduce con vacaciones intermedias, puentes, festivos y enfermedades, reales o imaginarias, que de todo hay.
Es verdad, añadamos en la coctelera el elevado número de asignaturas complementarias y presenciales que nos 'roban' esas preciosas horas que pasaríamos torturando a vecinos y familiares. Así que, sin saber muy bien cómo, siempre vamos asfixiados y con un estrés más propio de un agente de bolsa neoyorquino.
Bueno, pues a pesar de que el grado superior parece pensado para una reducida élite, me parece un paseo con lo que viene después. Y ahora que recuerdo el pasado, el concertismo me parece un paseo comparado con aquellos años. ¿En qué quedamos? ¿Qué es mejor? ¿Qué es peor?
Creo que, como todo, es algo mental y, también, una cuestión de perspectiva.
Los años de estudio van inevitablemente ligados a la repetición, al machaqueo, sobre todo por falta de entendimiento: hay que entender la obra, el estilo y el autor, y entender el sistema o el método de estudio. Todo es nuevo y por eso nos entra la sensación de que no vamos a poder, de que no es lo nuestro, de que es mejor abandonar. ¡Ojo!, ocurre en todas las carreras y profesiones, que siempre pensamos que somos únicos. Pero tienen como ventaja que, con sus inconvenientes, tenemos dedicación exclusiva y nos cunde, y montamos obras con una solidez que va a durar toda la vida gracias a tantos meses de insistencia. Además somos jóvenes, ilusos, estamos llenos de energía y la cabeza está centrada en una labor concreta.
¿Por qué somos tan inseguros cuando realmente deberíamos ir sobrados al examen o a la audición? La cabeza... Esa bola que parece que se rellena por sorteo, al azar, con la que tenemos que conformarnos. El profesor... Esa ¿bola? que parece que nos toca por sorteo, al azar, con el que tenemos que conformarnos. Si logramos que las dos 'bolas' caminen con ánimo hacia el mismo objetivo, entonces sí podremos hablar de un verdadero y placentero paseo.
Recordemos que un estudiante (casi) siempre tiene la intendencia cubierta. No es poco. Supone tiempo y energía. Por contra, un profesional tiene toda su vida para él, pero para gestionarla tiene que ordenar el horario y ahí es donde empieza a echarse de menos la libertad inconsciente. Comienzan a entremezclarse las obligaciones haciendo que los días corran de dos en dos. Ahora sí que es complicado seguir montando programas completos con el sistema recién abandonado. Es necesario cambiar el chip pues debemos optimizar las horas de estudio. Hay que mantener repertorio, incorporar obras nuevas, interpretar varios programas simultáneamente... ¿Quién me manda a mí meterme en este jaleo?
Mi compañera de viaje es quien mejor me ha hecho comprender que el uso de la cabeza lo es todo. Ahí está la clave y la solución. Cada etapa es distinta de la anterior, y en vez de quejarnos tenemos que sacar lo positivo y aprender de verdad. Afortunadamente, nada va a ser igual, nada va a ser lo mismo.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Al salir de clase

La verdad, los recuerdos se mezclan y a veces hasta son contradictorios. Cuando escribo las entradas para el blog intento ser coherente y equilibrar su contenido. Si sólo me dedicara a soltar bilis o, por el contrario, a dibujar un mundo de luz y color, creo que no serviría para nada. Por eso me gusta rescatar los momentos alegres, intranscendentes quizás, que acompañan a cualquier actividad.
Nos creemos que somos únicos de tanto que nos ven como a bichos raros. Pero no lo somos, en absoluto. Somos gente corriente, lo que no significa vulgar, que hemos dedicado un buen número de horas a intentar 'domesticar' unas teclas que golpean unas cuerdas. Y, como la única manera que conozco requiere el uso de la mente, es posible que la tengamos algo más desarrollada, pero ya está.
Por eso sonrío cuando veo a jóvenes pianistas, niños aún, queriendo aparentar una edad mayor, medio disfrazados de adultos, con un porte altivo que diga a los demás con quién se están cruzando. Niños que piensan, o quizás les han hecho creer, que el piano, la música clásica, tiene que ir rodeada de seriedad. Si están estudiando, pobre del que se atreva a interrumpir tan sagrada dedicación; si hay visitas, que se vayan pronto y sin hacer ruido; si son preguntados por su afición, usarán un lenguaje rebuscado, falsamente culto. Pero, ¿hemos olvidado que detrás de cada músico hay un gamberro? ¡Que levante la mano el que no lo sea! En efecto, pura fachada.
Ya con otra edad, cuando acababa la clase, una encerrona colectiva de cinco o seis horas, era el momento de la cervecita. De alguna manera, la tensión acumulada tenía que liberarse y surgían las bromas, los chistes, las tonterías, las carcajadas. Era una distensión absoluta en la que las preocupaciones por el resultado de la clase pasaban a segundo plano. Mañana sería otro día. Pero se convertía en necesario desfogar, pasar un rato divertido, fuera la hora que fuera. Lo más importante, aprender a reírse de uno mismo, sobre todo porque, como hubieses metido la pata de alguna manera, te lo restregaban sin piedad a mandíbula batiente. Si intentabas justificarte era peor, así que, lo mejor era aceptar los hechos como venían y quitar hierro, con lo que se cumplía perfectamente la función de aliviar la carga mental.
Creo que, de no haber existido esos espacios de alegría, de juego, de normalidad, no habría resistido una carrera tan larga y tan exigente. Si sólo vemos el lado del estudio, de la responsabilidad, de la seriedad, de la temprana madurez y de la exigencia, sin haber rebasado la barrera de los veinte años, ¿de qué infancia y juventud hablaremos a nuestros nietos? Los años pasan a una velocidad que no podemos ni imaginar, pero, por mucho que lo digan los que van por delante, nos negamos a escucharlos.
Así que, si alguien tiene su vida basada en el recorrido piano/conservatorio/piano, y empieza a notar que falta alguna parada intermedia, igual puede plantearse un escape, asistir a una fiesta, quedar con ese alguien especial para ir al cine, trasnochar sin necesidad de caer derrengado, jugarse una partidita en la Play (ojo con la tendinitis) o relajar el horario y, antes de volver a casa, tomarse algo con los compañeros, que son quienes comparten nuestras inquietudes, las mismas, y con quienes, al comentar en voz alta, perderemos el miedo a tanta incertidumbre, a tanta desazón y a tanta angustia que, en la soledad, puede llegar a producir nuestra querida carrera, nuestro querido piano. 

domingo, 28 de octubre de 2012

Tirar la toalla

Una expresión propia del boxeo que se puede aplicar a cualquier actividad: tirar la toalla. Está llena de contenido y de connotaciones, generalmente peyorativas, y al referirnos a otros no solemos aplicarla con demasiado cariño.
En muchos de los comentarios que recibo me estoy encontrando con que las palabras 'desánimo', 'abandono', 'frustración', 'agobio' y otras del estilo, son demasiado habituales. Pensaba que formaban parte de un pasado, no muy lejano, en el que la enseñanza carecía de pedagogía, era más descarnada, heredera de la no menos famosa frase la letra con sangre entra.
Mi memoria me recuerda a menudo la infinidad de ocasiones en las que eran más fuertes las ganas de dejar el piano que las de continuar. El salir de cada clase con el ánimo por los suelos, el ver que la meta era inalcanzable, la incomprensión, la soledad... Un panorama nada apetecible, la verdad. Y si le añadía el tiempo, los años, en los que la respuesta para cualquier propuesta de diversión con los amigos era tengo que estudiar...
Que uno mismo se pregunte qué hace dedicándose o queriendo dedicarse al piano está bien; cuando es tu profesor el que te lo pregunta..., te quieres morir. Y eso todavía ocurre. Y hay que ser muy osado para emitir un juicio sobre cualquier persona sobre su valía. En esta carrera hay muchos 'patitos feos' a los que les perdimos la pista hasta que los vimos aparecer transformados en bellos cisnes. Insisto, que uno lo piense forma parte del crecimiento, pero quien debe guiarnos está obligado a no meter la pata (que, en este caso, no es la madre del pato; un poco de distensión).
He dedicado muchas entradas a la relación alumno/profesor, siempre con el ánimo de que cualquiera que ame la música y quiera que su vida pase por el piano pueda hacerlo. Esto no es una utopía, es posible. No hay excusas. Por desgracia, o mejor pensado, por fortuna, en última instancia la decisión sólo es nuestra, absolutamente personal. Luego somos únicamente nosotros los que decidimos si seguimos o abandonamos.
La edad en la que comenzamos los estudios es muy temprana y, sin darnos cuenta, nos vemos rodeados de partituras, de apuntes de Historia, de ejercicios de Armonía, de más partituras... Y, además, el instituto. ¿Y cuándo vivimos? ¡Que tenemos una edad maravillosa e irrepetible y nos tiene que dar el sol!
Tenemos que tomar las riendas, que ya hemos demostrado que somos inteligentes y, generalmente, muy maduros para nuestra edad. Mantengamos la cabeza fría y no nos dejemos llevar por un mal día, o varios malos días. Es imprescindible tener clara la idea que nos mueve. ¿Quién dijo que iba a ser fácil? ¿Qué empresa o carrera lo es? Es cuestión de perseverar, de tomar un respiro en un momento de agobio, de airearse cuando el ambiente está viciado y enrarecido, de salirse un poco para tomar distancia y, sobre todo, de no exagerar ni ser dramáticos. En un momento bajo hay que quitar importancia y transcendencia, ver el piano como una asignatura más; o, más sencillo, mirar alrededor y ver las ocupaciones de la mayoría de los mortales.
Si quien nos está dirigiendo sólo se dedica a mostrarnos la puerta de salida, es hora de hacerle caso, pero para buscar a la persona adecuada. En el fondo nos está haciendo un favor pues ya sabemos lo difícil que resulta romper un vínculo. Hay profesores entregados a sus alumnos, que los animan, que les muestran sus virtudes, sus cualidades, que les corrigen los defectos sin hundirlos en la miseria, que los respetan. Y en muchas ocasiones, por cuestiones burocráticas, no están en donde les corresponde, pero están ahí, podemos dirigirnos a ellos, podemos consultarles, pedirles consejo.
Hay que resistir, hay que aguantar. No vivimos en un cuento, esto es la vida misma. Puede que no lo entendamos, que no paro de repetir que somos material sensible, pero hay que apretar los dientes, concentrar la energía que nos quede y reanudar la marcha. Los baches hay que bordearlos y dejarlos atrás, y cuando el camino nos parezca demasiado pedregoso, igual podemos hacer un alto y admirar el paisaje.
 
Agarrémonos a cualquier asidero. Todo antes que tirar la toalla.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Confianza

Es inevitable seguir las Olimpiadas de Londres. Aunque no te guste el deporte, siempre hay una final con tirón, un español (o, mejor dicho, una española) dejando el pabellón lo más alto posible, o un partido del deporte que practicabas cuando joven.
Hay muchas similitudes en determinadas especialidades con el piano: horas interminables de entrenamiento/estudio, individualidad/soledad y, cómo no, el directo, la hora de la verdad. Me deja a veces una sensación de inquietud observar determinados comportamientos.
Vamos a fijarnos en primer lugar en la gimnasia, en concreto, el salto de potro femenino. Dos saltos, uno detrás de otro, en los que, tras una carrera potente, el cuerpo se eleva y gira para caer y clavarse en la colchoneta. En esta final, una de las chicas, canadiense, cayó mal y se hizo daño; aún así, intentó realizar el segundo aunque no pudo. Tanta preparación al traste en un instante. Pero lo que más llamó mi atención fue la actitud de la segunda clasificada, McKayla Maroney (USA), que perdió el oro tras ser penalizada por el culazo (perdón, pero cayó de culo) en uno de los saltos. Inconsolable. Pero era su cara de enfado (aunque fuese con ella misma), la poca deportividad que demostró a partir de ahí, los malos modos al no saludar a las otras medallistas... Me acordé de aquel concurso de piano en que una amiga no pasó a la final y lloró sin parar con una pataleta. Creo que esto se acerca más a la soberbia que al pundonor.
Quiero fijarme en segundo lugar en la relación con el entrenador: la concentración con la que salen también es inculcada y ensayada. No pueden permitirse una distracción ya que la prueba dura dos segundos. Apenas las dejan solas, les dirigen miradas tranquilizadoras y de ánimo, las consuelan ante el error y las abrazan con el triunfo. La verdad, no deja de ser un papel incómodo en cuanto que todo tu saber es exteriorizado por otra persona en la que tienes que confiar y a la que tienes que inyectar confianza.
Ya he hablado de esto nada más empezar el blog. Lo que ocurre es que, constantemente, me vienen a la cabeza los recuerdos de nuestro 'entrenamiento' como pianistas.
Y una última imagen (podría seguir con cada especialidad) es la de la natación sincronizada, medalla de plata también para las españolas. Las entrenadoras parece que se juegan algo más que la vida y esa presión la transmiten a las nadadoras que, finalizada la prueba, más que estar contentas parecía que habían ejecutado una venganza de sabor agridulce.
He visto pianistas, buenos pianistas, zapatear malhumorados mientras salían del escenario por haber errado un par de notas; he visto pianistas, buenos pianistas, llorar de rabia por observar cómo alguien tocaba mejor que ellos; he visto pianistas, buenos pianistas, venirse abajo por una mirada asesina de su profesor... ¿Sigo?
Tocar el piano no es que sea difícil, a veces me parece imposible. Ahora imaginad que tenemos que cargar con una mochila durante la carrera: ¿cuál elegiríamos, la de la confianza en uno mismo con enormes reservas de la que nos ha infundido nuestro profesor y nuestro entorno, o la de la inseguridad, igualmente personal y potenciada por el profesor, inagotable?
Si elegimos la segunda jamás lograremos nada. Por miedo y por insatisfacción. La primera nos hará felices, que no tontos, pues tan sólo sabiendo matizar y relativizar cualquiera de nuestros pequeños lapsus notaremos que somos pianistas completos al apreciar el todo, el conjunto de una vida.
Si tenemos la suerte de que nuestro profesor/entrenador/guía nos ha potenciado el optimismo y nos ha hecho fuertes, sabremos enfrentarnos a cualquier reto, que siempre será ilusionante. De lo contrario, el bloqueo mental será en poco tiempo insuperable y tan siquiera llegaremos a pisar un escenario por miedo a... ¿nada?, ¿fantasmas? De verdad, no merece la pena, tanta pena.
No estrechemos nuestro horizonte y confiemos en nuestras posibilidades, disfrutando antes, durante y después del concierto, si no parecerá que nos ha dado un berrinche inconsolable que, visto desde fuera, resulta incomprensible.
¿Habéis caído en la cuenta de que tocar el piano nunca debe ser contemplado como una competición...? 

miércoles, 13 de junio de 2012

La batidora

Tengo tantas cosas en la cabeza, tantas cosas que hacer, que, como me he levantado algo aturdido y en vez de ver cada elemento por su orden de prioridad los tengo amontonados y mezclados, voy a tomar una decisión drástica: ¡me voy a la playa!
¿A perder el tiempo? Espero que justo lo contrario. El estrés viene de la acumulación de días como éste en los que no se puede pensar con claridad, en los que no actuamos con tranquilidad, en los que la justa medida de las cosas desaparece, en los que estuviste más tiempo del debido oyendo las noticias sobre el fin del mundo (tenemos entradas de preferente para contemplarlo), en los que tienes que hacer llamadas sin ganas de hablar, en los que los correos electrónicos sólo pretenden venderte vacaciones, ropa de verano, libros para el verano, tiempo para el verano...
La batidora empieza a recalentarse y a oler a chamusquina. Lo mejor entonces es ponerla en remojo, al abrigo de una muy suave brisa del suroeste, al oído del constante rumor del oleaje moderado previsto y con la marea empezando a bajar dentro de unos minutos.
Lejos del ordenador y de las teclas y sin posibilidad de producir, aunque no quiera me voy a ir relajando. Aunque sea por unas horas, el descenso en la velocidad del pensamiento va a dejar que cada asunto vuelva a su sitio. Beatriz siempre me dice que hay que tener la cabeza ordenada por cajones y que sólo hay que abrirlos de uno en uno. Es un ejemplo muy gráfico de cómo debemos controlar la mente. Se abre uno primero, se cierra, abrimos otro... Si los vamos dejando abiertos va a comenzar el desorden y la ineficacia. No me cansaré de repetir que tenemos mucha más capacidad de la que pensamos, que podemos con todo y más, pero eso no significa que no podamos cansarnos o agobiarnos, somos mortales (la muerte..., casi nunca pensamos en ella pero está ahí. ¿Será todo relativo...? Buena idea para otro día).
Es muy probable que durante este mes de junio estemos todos desbordados, con prisa, con exámenes, con interferencias de última hora, con tensión acumulada después de tantos meses intensos... El día tiene veinticuatro horas para todos y hay veces en las que no se puede más. La mejor opción es provocar un corte, un parón que nos dé aliento, que nos despeje lo suficiente para poder continuar sin meter la pata o ponernos agresivos, sobre todo con nosotros mismos, incluso intransigentes. Nuestra cabeza es nuestra desde el día que la razón empieza a clarear, y básicamente lo que hacemos es rellenarla con datos, fechas, imágenes y personas. Pero su mecanismo, los resortes por los que se mueve son idénticos desde nuestra infancia, aunque nos pasemos la vida intentando entenderlos y asumirlos. A lo más que llegamos es a domesticarlos, poco más. Pues eso, como ya nos conocemos, no vamos a seguir chocando contra la misma pared. ¿Que hoy estamos espesos?... a despejarnos; ¿que estamos cansados?... a dar una vuelta; ¿que nos sentimos agobiados?... a comunicarnos. En sólo unos minutos lo que parecía oprimirnos desaparece o, al menos, deja de apretar.
Y cuando nos contemplemos desde fuera, como si fuésemos espectadores, sólo podremos esbozar una sonrisa, a veces lastimera, por descubrir que el motivo de nuestra inquietud tenía una fácil solución.

Lo dicho, me voy a la playa, que me espera.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Vamos de concurso

La idea de empezar a escribir este blog surgió con la coincidencia de varias circunstancias. Una de ellas fue la lectura de la excelente novela La hija del sepulturero de Joyce Carol Oates. La autora, que estudió piano, demuestra conocer el mundillo al comentar aspectos internos del concurso al que se presenta el prodigioso hijo de la protagonista, además de idolatrar la Sonata Appassionata, versión Schnabel. Me resultó inquietante comprobar la universalidad de los estados de ánimo de los pianistas y la transformación del carácter según se crece en edad y objetivos.
¿Es que no es posible disfrutar?, ¿es que un pianista tiene que estar continuamente malhumorado? A pesar de mis cincuenta añitos mi cabeza tiene frescas todas las sensaciones de los concursos a los que me presenté. Hubo de todo, pero, sobre todo, experiencias magníficas. A ellas me referiré pues para eso escribo.
En primer lugar es innegable la presión a la que nos sometemos, generalmente de manera voluntaria, al presentarnos a un concurso. Hay una diferencia notable con respecto a un concierto: no tocamos para el público sino para el jurado. Y, para colmo, por mucho que se empeñen en decirnos otra cosa, en el 99,98% de los casos, ganan la velocidad y la pulcritud. ¿La música...? La dejamos para otra ocasión (de ahí la expresión "es un pianista de concurso"). Entonces, ¿cómo nos planteamos la interpretación? Pues mi opinión es que como siempre, o sea, como si no fuera una competición. A ver si me aclaro y me explico: es un problema del jurado no de los concursantes. Tenemos que ir con nuestra mejor arma, que es la música. Si nos toca algún miembro (con perdón) capaz todavía de entusiasmarse con los jóvenes talentosos y que no lo flipe con las maquinitas, tendremos alguna oportunidad. Pero tenemos que ser nosotros mismos. Tenemos que mostrar nuestra preparación y nuestra capacidad. Es esa diferencia con los MIDI la que nos hará diferentes y merecedores de atención.
Otro aspecto interesante de presentarse a un concurso es el darse a conocer. Nos van a oír pero también nos van a 'ver'. Van a ponernos cara y nombre. Si la suerte nos acompaña, brotará la gota de aceite que lubricará el mecanismo invisible que empezará a difundir los comentarios a nuestro favor. Si los miembros del jurado son pianistas (¿acaso no es así?), tenemos que acercarnos a ellos para que nos justifiquen su veredicto. No en plan de pedir explicaciones, en absoluto, sino a que, ya que nos han juzgado, nos cuenten su opinión profesional. Se aprende mucho, de verdad, entre otras cosas, a que en muchos casos quienes nos han valorado no estaban cualificados para hacerlo. Pero cuando sí lo están, hay que sacarles una especie de clase particular.
Lo mejor que nos quedará de esta etapa será haber conocido a otros muchos concursantes. Ya he comentado lo importante que es relacionarse. Estamos todos en lo mismo y nos podemos ayudar. Una vez que hemos tocado y hay que esperar, viene la diversión. Es el momento de crear lazos, compartir, aprender, reírse de uno mismo, valorar la situación objetivamente y desfogar. Hablaba de la tensión: un concurso es eso, tensión, y si no la soltamos de alguna manera, estallamos (al libro de J.C. Oates me remito).
Un par de consideraciones más: el concurso nos sirve de manera muy personal para medirnos. Pone a prueba nuestro rendimiento y nos fuerza a alcanzar el límite de nuestras posibilidades. Ya sabéis, hay que contentar a demasiada gente por lo que tenemos que rozar la perfección. Y, por último, es posible conseguir contactos y futuros contratos si nuestro trabajo ha sido bueno. No pocos conciertos he dado en las ciudades en las que me presenté siendo un don nadie.

Resumiendo: la parte fastidiosa no nos la quita nadie, pero hay que superarla lo antes posible y no dejar que nadie nos cree ningún temor o incluso pretenda utilizarnos como tarjeta de visita. He conocido otra mentalidad, muy americana, de presentarse a cualquier concurso, grande o pequeño. Te acabas acostumbrando, te ruedas, te mueves, a veces incluso ganas, y no pasa nada, se le quita trascendencia. Es como una faceta más del estudio, como si nos pusiéramos una fecha tope para tener listo el encargo. Y eso es lo que hay que hacer, vivir los concursos con menos lastre y con más optimismo. Siempre ganaremos, aunque no nos toque (como el cupón).