miércoles, 31 de octubre de 2012

Al salir de clase

La verdad, los recuerdos se mezclan y a veces hasta son contradictorios. Cuando escribo las entradas para el blog intento ser coherente y equilibrar su contenido. Si sólo me dedicara a soltar bilis o, por el contrario, a dibujar un mundo de luz y color, creo que no serviría para nada. Por eso me gusta rescatar los momentos alegres, intranscendentes quizás, que acompañan a cualquier actividad.
Nos creemos que somos únicos de tanto que nos ven como a bichos raros. Pero no lo somos, en absoluto. Somos gente corriente, lo que no significa vulgar, que hemos dedicado un buen número de horas a intentar 'domesticar' unas teclas que golpean unas cuerdas. Y, como la única manera que conozco requiere el uso de la mente, es posible que la tengamos algo más desarrollada, pero ya está.
Por eso sonrío cuando veo a jóvenes pianistas, niños aún, queriendo aparentar una edad mayor, medio disfrazados de adultos, con un porte altivo que diga a los demás con quién se están cruzando. Niños que piensan, o quizás les han hecho creer, que el piano, la música clásica, tiene que ir rodeada de seriedad. Si están estudiando, pobre del que se atreva a interrumpir tan sagrada dedicación; si hay visitas, que se vayan pronto y sin hacer ruido; si son preguntados por su afición, usarán un lenguaje rebuscado, falsamente culto. Pero, ¿hemos olvidado que detrás de cada músico hay un gamberro? ¡Que levante la mano el que no lo sea! En efecto, pura fachada.
Ya con otra edad, cuando acababa la clase, una encerrona colectiva de cinco o seis horas, era el momento de la cervecita. De alguna manera, la tensión acumulada tenía que liberarse y surgían las bromas, los chistes, las tonterías, las carcajadas. Era una distensión absoluta en la que las preocupaciones por el resultado de la clase pasaban a segundo plano. Mañana sería otro día. Pero se convertía en necesario desfogar, pasar un rato divertido, fuera la hora que fuera. Lo más importante, aprender a reírse de uno mismo, sobre todo porque, como hubieses metido la pata de alguna manera, te lo restregaban sin piedad a mandíbula batiente. Si intentabas justificarte era peor, así que, lo mejor era aceptar los hechos como venían y quitar hierro, con lo que se cumplía perfectamente la función de aliviar la carga mental.
Creo que, de no haber existido esos espacios de alegría, de juego, de normalidad, no habría resistido una carrera tan larga y tan exigente. Si sólo vemos el lado del estudio, de la responsabilidad, de la seriedad, de la temprana madurez y de la exigencia, sin haber rebasado la barrera de los veinte años, ¿de qué infancia y juventud hablaremos a nuestros nietos? Los años pasan a una velocidad que no podemos ni imaginar, pero, por mucho que lo digan los que van por delante, nos negamos a escucharlos.
Así que, si alguien tiene su vida basada en el recorrido piano/conservatorio/piano, y empieza a notar que falta alguna parada intermedia, igual puede plantearse un escape, asistir a una fiesta, quedar con ese alguien especial para ir al cine, trasnochar sin necesidad de caer derrengado, jugarse una partidita en la Play (ojo con la tendinitis) o relajar el horario y, antes de volver a casa, tomarse algo con los compañeros, que son quienes comparten nuestras inquietudes, las mismas, y con quienes, al comentar en voz alta, perderemos el miedo a tanta incertidumbre, a tanta desazón y a tanta angustia que, en la soledad, puede llegar a producir nuestra querida carrera, nuestro querido piano. 

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