miércoles, 19 de septiembre de 2012

Emoción

La primera vez que lo hizo tenía siete años. Un buen amigo que estaba entre el público se me acercó con voz temblorosa y ojos brillantes para preguntarme cómo lo había hecho.
El viernes pasado volvió a ocurrir. Ahora tiene veintisiete y durante estos veinte años ha sido un efecto/reacción continuado. Nos llamaron para ofrecer un concierto en la clausura de la VIII Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo, en Cádiz. Al recibir las felicitaciones habituales (no por ello obvias), una de las asistentes nos reconoció que no había podido contener las lágrimas y que lo mismo había ocurrido a otros congresistas, todos ellos arquitectos.
¿Aún no he dicho que hablo de mi hija Beatriz? Es violonchelista y yo tengo el placer de acompañarla. Llevamos tantos años tocando juntos que, como se observa desde fuera, respiramos juntos sin necesidad de mirarnos. Da gusto participar de lo que es capaz de arrancar a esas cuatro cuerdas (con esto me he ganado una buena difusión a través de su facebook).
Pero bueno, al grano, que no se trata de hacer autobombo sino de seguir hablando de música. ¿Sería mucho pedir(nos) a los músicos que el concierto se convirtiera en algo mágico? No paro de darle vueltas y llego a una dicotomía antigua: el artista, y su arte, ¿nace o se hace? ¿Esto se puede llegar a enseñar en los conservatorios o es innato?
Si intentara solucionar estas incógnitas es probable que empezara a divagar. Ya sé que habrá respuestas tanto en un sentido como en otro. Quizás sea más fácil recurrir a nuestra experiencia como público. No es frecuente que escuchando a un intérprete desconocido un escalofrío de emoción recorra nuestro cuerpo. Y, ojo, que no estoy hablando de una obra bonita y maravillosa. Estoy hablando de interpretación, de comunicación, de transmisión, de sentimientos, de alma.
Por el contrario, a cuántos conciertos hemos asistido en los que hemos empezado a contar butacas vacías, o a admirar los decorados del techo, o a calcular lo lejos que podríamos lanzar cualquiera de los teléfonos móviles que constantemente iluminan el oscuro.
Todavía recuerdo cómo las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas con la Sonata de Rachmaninoff, para violonchelo y piano, tocada por Natalia Gutman y Elisso Wirsaladze; o la Suite Iberia en directo de Rafael Orozco; o la Sonata nº 7 de Prokofiev por Sokolov; o la Tercera Sonata de Chopin por María Joao Pires; o...
Parece que hay gente buena por ahí tocando, pero no tanta. Vivimos una época, demasiado larga ya, en la que el mecanismo puro y duro se ha convertido en lo principal, relegando al hecho artístico, a la música, a un segundo plano. El nivel de virtuosismo es muy alto y muy extendido, pero eso no basta, al menos a mí no me basta. Ya comenté aquel concierto del que me salí en el que tocaron la Fantasía de Schumann como si se tratase de la tabla de multiplicar cantada a la hora de la siesta.
Por eso hablaba en mi anterior entrada de la necesidad de sentir la música durante el estudio y no dejarlo todo a la improvisación del momento, aparte de que es más llevadero.

Me acuerdo de un cuento que le regaló a mi hija un amigo pintor de una niña que con su violín hacía llorar a todos los que la escuchaban, personas y animales. Y ella iba por todo el mundo y por todos los lugares imaginables haciéndolo. Hasta que un día fue a la selva y se la comió un león: ¡era sordo!

No hay comentarios:

Publicar un comentario