domingo, 19 de enero de 2014

Comienzos

Dicen de la gente mayor (dicen...) que sus recuerdos retroceden conforme avanza la edad. Su vida mental camina hacia la juventud y la niñez, no sé si en busca del paraíso perdido o de las fotografías que el tiempo se encarga de retocar.
No sé por qué, me han venido hoy a la memoria unas caras y unos nombres que fueron los que me dieron la mano para comenzar a andar en este mundillo de la música. Del primero de todos sólo tengo la visión de un piano de pared antiguo, una bombilla de no más de cuarenta vatios al final de un largo cable que colgaba del techo, y la partitura de la Sociedad Didáctico Musical con los ejercicios básicos para soltar los dedos. Monotonía y aburrimiento. Al poco, don José Martínez Carmén se hizo cargo de mis estudios de Solfeo. Fue un gran violinista que contaba haber pertenecido a la orquesta de cámara del rey Alfonso XIII. Tenía genio y un carácter fuerte, pero conmigo era muy cariñoso (quizás porque me lo merecía). Imborrable la imagen de su hija Carmen llegando puntual a las seis de la tarde con el termo lleno de café con leche y un paquetito de galletas María. Era su merienda, acompañada del inevitable ofrecimiento ¿ustedes gustan?, al que siempre respondíamos con el educado ¡que aproveche! A pesar de su avanzada edad, allí estaba siempre al pie del cañón.
El piano, tras ese nebuloso recuerdo, pasó por varios profesores. Emilio de Mera Margotón, magnífico oboísta, que también tocaba el piano, claro está, fue quien me ejercitaba los ejercicios más típicos, escalas incluidas, y las primeras obritas impresas en la segunda parte de los volúmenes siguientes del mencionado método. Don Joaquín Villatoro, a la cabeza del conservatorio de Jerez, comenzó a abrirme el horizonte con Béla Bartók, Debussy, Schumann, Albéniz, Mozart, Beethoven, Granados... (voy a resistir mi tara de nacimiento y no los voy a colocar en orden cronológico). Compositor, director de orquesta y pianista (parte de su formación la realizó con Alfred Cortot en París), supo ver en mí lo que ni yo sabía que tenía. Fue él quien decidió presentarme en público con el Re menor KV 466 de Mozart para piano y orquesta con sólo trece años. La perspectiva hace valorar cada hecho concreto y sus consecuencias (de ahí, uno de los violinistas invitados que venía de Sevilla convenció a mis padres de la necesidad de ampliar horizontes). También me inició en la Armonía y soy consciente de que con otra edad hubiera sacado mucho mayor partido a sus enseñanzas. De su inmenso cariño también fue partícipe su mujer Beatriz, compañera infatigable de su vida a veces azarosa.
El hijo de ambos, Alejandro, pianista formado en el Real Conservatorio de Madrid y avanzado compositor, también tuvo culpa de mis progresos. Cómo no recordar sus cigarrillos encendidos sobre las últimas teclas del Yamaha, que acababan dejando en el descuido musical una huella parduzca.
Estas personas lograron mantenerme en el estudio de la música, al igual que los cientos de profesores que hoy ejercen en los conservatorios elementales haciendo el trabajo lento, pesado, aburrido e ingrato. Qué poco solemos valorar esta labor y qué pronto nos olvidamos de ellos en favor de algún nombre con un poquito de más lustre. Yo mismo, con la excusa de abreviar el texto del curriculum, opté en su día por suprimirlos y siempre me quedó la sensación de ingratitud.
Sirvan estas líneas de recuerdo entrañable y cariñoso de unos hombres y una época que, sin ser el conservatorio de Moscú, ni falta que hacía, llenaron mis primeros años musicales y estoy orgulloso de que aparezcan nítidos en mi pasado.

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