domingo, 18 de mayo de 2014

Fuerza

Me dirigía en coche a comprar comida para Camila al pueblo de al lado, que ella no come cualquier cosa a sus seis meses y veintisiete kilitos, y, como suelo acostumbrar, sintonicé Radio Clásica a ver qué se cocía por ahí.
Cuando suena un piano, me gusta jugar a intentar adivinar los mayores datos posibles del intérprete, incluso su nombre, lo que ya es para matrícula de honor. Hace mucho que sea una grabación en directo o en estudio, ya que en la primera no hay tanto artificio. No voy a alardear de mis cualidades adivinatorias, pero hasta yo mismo me sorprendo a menudo. Intento poner edad, cara, nacionalidad, escuela pianística, época de la grabación (el año no), tipo de sala, dedicación exclusiva..., y cosas por el estilo.
No me avergüenzo al reconocer que también tengo que intentar descubrir a menudo la obra que están interpretando, logrando estrechar el círculo casi hasta hacer diana. En fin, cosas que tiene uno mientras oye la música.
Pero bueno, a lo que voy no es tanto a los jueguecitos de viejo sino a lo que estaba oyendo ese día concreto. Sonaba la Tercera Sonata de Prokofiev, con la que en su día batallé hasta que nos hicimos amigos. Ya por los detalles intuí a alguien muy dotado y muy joven, con un futuro garantizado y, de momento, muy obediente hacia sus profesores (esto es como echar las cartas). No puedo explicar cómo lo sé, pero las aclaraciones de la locutora y la lectura de su intensa biografía me dieron la razón.
Conforme iba escuchando, notaba leves fluctuaciones de sonido, quizás imperceptibles si no se ha tocado la obra. Este Prokofiev nos ha dejado una buena caja de regalos envenenados: cuando abres una partitura suya la ves tan clarita, que no piensas que vas a derramar sangre para llegar a buen término. Cada vez que el joven pianista tenía que 'pegarle' al teclado, ya sabéis, esas demostraciones de fuerza y vigor tan característicos y que tanto contrastan con los momentos dulces y melódicos, se oía una masa sonora fuerte, sí, pero poco definida. O sea, el trallazo lo pegaba, pero no se distinguían los distintos planos, con lo que, desde mi modesta opinión, la interpretación se veía perjudicada en beneficio de la demostración externa cara a un público encantado.
He contemplado muchos pianistas que, con una apabullante agilidad en sus dedos, se venían abajo ante un piano gran cola cuyo teclado pesaba un poco más de lo normal. Y quiero pensar que es más un problema del instrumento que del músico. Lo que ocurre es que ya sabemos de antemano que vamos tener que lidiar con lo que nos echen, que todos tenemos un piano ideal en la cabeza y siempre nos estrellamos con la realidad.
Igual estaría bien que durante la carrera nos dieran algunos consejos (no voy a decir trucos) con los que abordar estos problemas. Seguro que cada uno ha ido elaborando a su manera la forma de salir del aprieto, pero quizás sea todo más sencillo. Quizás un comienzo sea (independientemente de haber estudiado in situ) no intentar tocar como siempre, de una sola manera, sino adaptando mínimamente esos pequeños momentos en los que vamos a sudar un poco más, para que no desentonen con el resto. No podemos coger un tempo y frenarlo porque llegan unas escalas en terceras, por ejemplo, o unos acordes llenos de notas que nos cansan. Así que, como conocemos los escollos, sólo tenemos que preparar el terreno con la suficiente antelación para que sea tan gradual que nadie lo note.
La juventud no es la mejor consejera para medir las fuerzas, de ahí los habituales excesos de velocidad y salidas en las curvas, pero el tiempo y la experiencia nos van aconsejando sabiamente y nos hacen crecer como pianistas y como músicos, eso sí, siempre que estemos en activo. Pero no vayamos a pensar que por cumplir años las interpretaciones van a perder ímpetu y vigor, en absoluto, es sólo un pequeño matiz que va a lograr que el todo resulte redondo aunque tengamos un piano en contra.

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