domingo, 9 de diciembre de 2012

Disciplina

En varias entradas he escrito acerca del disfrute personal, del tiempo libre, incluso de la necesidad de parar en el estudio o aflojar la intensidad para que no se nos vaya la olla. Eso lo tengo claro a estas alturas de mi vida, lo que no significa que me resulte aún de fácil aplicación (para eso está uno marcado con un hierro candente).
Pero estoy convencido de que no podremos lograr ningún objetivo si no tenemos un mínimo razonable de disciplina. Por mucho que nos cuenten y queramos creernos, nadie llega a nada con el piano si no tiene disciplina. Lo de la facilidad, los niños prodigios u otros bichos raros es un cuento si no van acompañados de un esfuerzo constante y largo en el tiempo. Ya he contemplado demasiados casos de jóvenes promesas perfectamente dotadas para la música a las que el sistema de trabajo que requiere nuestro querido instrumento ha dejado fuera del camino.
Creo que es fundamental aplicarla en muchos campos, hasta para asuntos menores y cotidianos. La tendencia al mínimo esfuerzo no tiene por qué ser despreciada si obtenemos el resultado que nos proponemos. Pero habitualmente solemos necesitar un poquito más. ¿Qué hacemos cuándo tenemos por delante una obligación, un encargo, una tarea..., lo que sea, y no tenemos demasiadas ganas de cumplirla? Pues que tiramos de la disciplina y listo. Es cuestión de hábito. Por mucho que en nuestra educación hayan metido el trabajo como la glorificación del ser humano, el pasarlo bien y divertirse son igualmente sagrados (esta parte no la dan en clase o yo falté ese día). Sólo hay que dividir cada parcela y cuidarla como corresponde.
Quiero explicarme bien para que no pueda parecer que un pianista sólo vive del estoicismo y rehúye el epicureísmo (...). En serio, lo más difícil de todo en la vida es lograr el equilibrio. Por mucho que leo al respecto, la palabra disciplina aparece como el verdadero motor de cualquier actividad. Y hace falta aplicarla también para el ocio. Si no nos aplicamos en tener un tiempo dedicado a desconectar, a evadirnos, es probable que las horas muertas pasen sin pena ni gloria con nuestra obsesión en no separarnos del piano (aquí los jueces deberían imponernos el alejamiento como medida preventiva a la comisión de futuros delitos, en especial contra nosotros mismos).
Cuando por muchos sitios distintos me preguntan cómo se puede dedicar uno al concertismo no tengo una respuesta mágica. Es más, sé que hay buenísimos pianistas que viven esperando que su hada madrina aparezca con la varita. Pero esto es como la lotería, que nunca toca. Nos toca a cada uno poner todo de nuestra parte para conseguir lo que, en pleno uso de nuestras facultades mentales (o, igualmente, con el juicio perdido, lo mismo da), nos propusimos ese día en el que vislumbramos nuestro horizonte y nos gustó tanto que nos pusimos en marcha. Sin disciplina, la euforia del comienzo dura muy poco. Enseguida llegan las dificultades, externas e internas, las dudas, el cansancio, las distracciones. Si no lo tenemos claro y no conseguimos una inercia trabajada, lo normal es que abandonemos o nos quedemos a medio camino, en un estado de decepción nada deseable.
En mis años finales de carrera pertenecí a la tuna de mi Colegio Mayor (adiós a mi escaso prestigio). La fama de golfos y crápulas que poseen los tunos es inmerecida (?). ¡Es mucho peor! Cuento esto para acabar porque, tras las salidas nocturnas a rondar a las amigas y novias, regresando con el amanecer de un domingo cualquiera, servidor ponía el despertador a las pocas horas para sacar un buen rato de estudio antes de comer y otro por la tarde. Hubiera estado mejor en la cama, como el resto, pero me imponía ese horario porque era vital para mí no dilatar mi etapa en el conservatorio. Tenía claro el objetivo y no quedaba otra.
En fin, que lo cortés no quita lo valiente. Ahora mismo usaré toda mi disciplina para descansar un buen rato.

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