domingo, 3 de marzo de 2013

Imprevisto

Tenía la semana perfectamente planeada, mañanas, tardes y noches. Tres programas distintos, sin meternos en demasiados berenjenales, que no voy a alardear, pero cada uno con su cosa y, por supuesto, los dedos más que a punto.
Orgulloso de mí mismo por mi capacidad, un mensaje en el contestador automático vino a dar al traste con tanta división horaria y con tanta antelación de los hechos. Así es la vida. Un asunto familiar inesperado (bueno, esperado, pero no cuando a mí me venía fatal) se coló en la agenda como un elefante en una cacharrería, que dicen en Cádiz.
En primer lugar, a hacer kilómetros, como está mandado. Esa tarde, en la que ya tenían su lugar un repaso tranquilo, un breve descanso, un paseo para la espalda y una merienda atractiva, se convirtió en paisaje a través del parabrisas, a la ida, y contemplación de las estrellas entre las nubes, a la vuelta (sin dejar de mirar el asfalto, claro).
Los días siguientes, un estado de ansiedad creciente se iba apoderando de mí en una mezcla difícil de discernir: no sabía si se debía a la interrupción laboral o al problema causante de esta fractura, porque eso es lo que fue, una ruptura del modo de vida ordenado. Nunca pensamos cuando hacemos planes que algo se puede cruzar por el camino, ni tampoco sería sano vivir pensando que en cualquier momento algo va a suceder, trágico, por supuesto.
Así que no tuve más remedio que poner en marcha los mecanismos mentales que conozco pero que, aun así, cuesta que funcionen espontáneamente. Las tonterías sobraban, que lo importante era lo primero y tenía claro que era el asunto familiar (todos conocemos casos en los que el trabajo tiene prioridad absoluta). Me tenía que repetir que los programas estaban más que preparados, que los dedos, por un poco de falta de entrenamiento, no se iban a atrofiar, que las mañanas cunden mucho si estamos con todos los sentidos alertas, que cuando llega el momento damos mucho más de lo que creemos, que si llevo cuarenta y seis años tocando el piano no me voy a quedar en blanco...
Creo que estoy exagerando un poco (¿o no?). Tengo que estudiar, tengo que estudiar, tengo que estudiar... Pero, ¿el qué?, si ya me lo sé. ¿Por qué el piano nos tiene amarrados de esta manera? ¿Acaso un oficinista tiene un sólo pensamiento fuera del lugar de trabajo, y a veces ni eso? Si tenemos listo lo nuestro, porque para eso somos previsores, por qué cuando llega el imprevisto nos atacamos como si todo estuviera perdido.
Las veces en que me ha ocurrido algo similar no he podido quitarme de encima la mirada perpleja de Beatriz, con una sonrisa de 'pobrecito, cómo sufre; si supiera que no le va a pasar nada...'. Y es gracias a ella que he aprendido (el automático cuesta que salte libre de temores, pero va mejorando) que es así, que no pasa nada, que llegado el momento hay tiempo para todo, que es más una cuestión de exigencia interna y de intransigencia que de realidad, que es un problema de educación.
Y el remedio es único: hacer en cada momento lo que haya que hacer, dando prioridad a lo importante, a lo verdaderamente importante. Y el piano lo es y siempre va a estar ahí, pero hay cosas y personas que no son eternas y es mejor actuar con disponibilidad total. Nuestra conciencia y nuestro organismo lo agradecerán. Demostrado ante notario.

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