miércoles, 17 de julio de 2013

Escenas de niños

Tendría yo doce o trece años cuando escuché por primera vez en directo las Escenas de niños, el opus 15 de Schumann. Fue en Jerez, por supuesto, en la Academia de San Dionisio, y, si no me equivoco (aunque con reservas), el pianista era Mario Monreal. El caso es que ya estaba en el aire mi primer concierto con orquesta y el círculo musical jerezano, nada reducido por cierto, ya se fijaba en mí (lo que me suponía, inevitablemente, la subida de los colores a la cara).
Podría decir que recibía, además del cariño, una especial atención ya que era algo bastante excepcional. Por eso, algunas veces, sin esperarlo, recibía algún regalo de manera espontánea y desinteresada. Uno de ellos fue, al poco de haberse celebrado el concierto del que hablo, el LP con la grabación de dicha obra interpretada por Wilhelm Kempff, junto con la Sonata en sol menor, op. 22. Como mi profesor, don Joaquín Villatoro, me había hecho trabajar algunos números de la colección, me vino que ni pintado.
Pasaron algunos años y el repertorio fue creciendo, pero claro, uno se cree un virtuoso y todo tiene que ser como en el circo, el más difícil todavía, algo a lo que, por cierto, se suele animar con demasiada frecuencia, en detrimento de inmensas obras de arte que son infinitamente más asequibles y que podrían dar lugar a que otro infinito número de pianistas se decidiera a continuar con la carrera en vez de abandonarla por no poder competir con Volodos (no es de esto de lo que quiero hablar hoy, que ya se me vuelve a ir la pelota).
José Manuel de Diego, amigo y profesor de piano en Sevilla, siempre me decía que esta obra era para la tercera edad, algo que tocar cuando las fuerzas comienzan a abandonarte. Hasta entonces, era preferible el Carnaval, la Kreisleriana, los Estudios Sinfónicos o cualquiera de esas montañas rusas que Schumann dejó para deleite de los oyentes y padecimiento de los pianistas. Pero yo, como buen Tauro, cabezón hasta el límite, seguía empeñado en las Escenas de niños. Así que, por mi cuenta y riesgo, decidí completar la colección, convirtiéndola en una de mis obras favoritas.
No voy a comentar lo que viene en todos los libros sobre si fue antes el huevo o la gallina (el título o el contenido), que siempre nos perdemos en tonterías. A mí me gusta la música, lo que suena y lo que lleva encerrado. Un universo y, sin duda, un paraíso. Adoro este Schumann, esta manera de componer con pocos elementos. Ni sobra ni falta nada. Y, claro, aquí se ve al músico, al verdadero intérprete. Cuando un pianista se acerca a esta obra con unas cuantas lecturas y listo, es que no se ha enterado de nada. Realmente creo que hay que crecer en edad para estar cada vez un poco más cerca de este mundo infantil, pues es en verdad la visión del adulto. Y cuanto más creces más frescos están los recuerdos, las reminiscencias, las añoranzas, la idealización (Estos días azules, este sol de la infancia... Antonio Machado).
Cada vez que la toco el mundo real se evapora y, aunque no se pueda llamar trance, la concentración que requiere es suficiente para disfrutar desde el mismo comienzo hasta el último acorde del poeta.
O en cita del poeta alemán Fiedrich Hölderlin, calma feliz de la infancia, calma divina que a veces me hace detenerme y contemplarte con amor...

(Aquí os dejo a Horowitz para poner los puntos sobre las íes).

  

2 comentarios:

  1. ¡Vaya, da la casualidad que es una obra que estoy estudiando! Coincido totalmente contigo, es una obra preciosa, intima...y no es sencilla, aunque por supuesto hay obras de Schumann mucho más complicadas, lo que no significa que esta no sea "digna" de atención. Muy buena entrada.

    ResponderEliminar
  2. Te alabo el gusto. Esta obra sólo da satisfacciones, así que, a disfrutarla.
    Gracias por el comentario.

    ResponderEliminar