domingo, 14 de julio de 2013

Música

Tras la ventana, el viento de Levante está dejando una temperatura de 42º centígrados. El cerebro está pronto a derretirse y a mí no se me ocurre otra cosa que seguir leyendo La montaña mágica, de Thomas Mann (allí arriba, en Davos-Platz, en el Sanatorio Bergohf para tuberculosos, están a sólo 6º en pleno mes de agosto):

- Bien, pues... lo acepto, soy un aficionado a la música, lo que no significa que la estime particularmente, como estimo y amo por ejemplo la palabra, el vehículo del espíritu, el instrumento, el arado resplandeciente del progreso... La música es lo informulado, lo equívoco, lo irresponsable, lo indiferente. Tal vez quieran objetar que puede ser clara, pero la naturaleza también puede serlo al igual que un simple arroyuelo, ¿y de qué nos sirve eso? No es la claridad verdadera, es una claridad engañosa que no significa nada y no compromete a nada, una claridad sin consecuencias y, por tanto, peligrosa, puesto que nos lleva a contentarnos... Dejad tomar a la música una actitud magnánima. Bien..., así inflamará nuestros sentimientos. ¡Pero se trata de inflamar nuestra razón! La música parece ser el movimiento mismo, pero a pesar de eso, sospecho en ella un atisbo de estatismo. Déjeme llevar mi tesis hasta el extremo. Tengo contra la música una antipatía de orden político.
Hans Castorp no pudo contenerse, golpeó con la mano sus rodillas y exclamó que en toda su vida jamás había oído nada semejante.
- Piénselo, ingeniero. La música es inapreciable como medio supremo de provocar el entusiasmo, como fuerza que nos arrastra hacia adelante, cuando encuentra el espíritu preparado para sus efectos. Pero la literatura debe haberla precedido. La música sola no hace avanzar el mundo. La música sola es peligrosa. Para usted personalmente, ingeniero, es sin duda peligrosa. Su propia fisonomía me lo demostró cuando llegué. (...)
- Me parece que debemos estar agradecidos a la dirección con estos conciertos - dijo Joachim con aire reflexivo -. Usted considera el asunto desde un punto de vista superior, señor Settembrini, en cierto modo como escritor, y no puedo contradecirle en ese plano. Pero a pesar de todo, creo que debe mostrarse agradecido por un poco de música. No soy, en modo alguno, músico, y además las obras interpretadas no son muy notables, ni clásicas ni modernas; es sencillamente música de banda, pero a pesar de todo, constituye un cambio agradable, que llena unas horas de algo diferente; las distribuye y las llena, una detrás de otra, de tal manera que rompe la monotonía, mientras que de lo contrario los días y las semanas pasan espantosamente. Mire, cada una de esas piezas musicales sin pretensiones dura unos siete minutos, ¿no es verdad? Pues bien, esos minutos constituyen algo en sí, tienen un principio y un fin, se destacan, de alguna forma evitan el deshacerse imperceptiblemente en el ritmo monótono del tiempo. Además, esas obras están divididas en ellas mismas por tiempos y medidas, de manera que siempre ocurre algo y cada instante tiene un cierto sentido al cual uno puede referirse, mientras que en otros casos... No sé si me he...
- ¡Bravo! - exclamó Settembrini -. ¡Bravo, teniente! Ha definido a la perfección un aspecto incontestablemente moral de la música, a saber: que ella presta al transcurso del tiempo, midiéndolo de un modo particularmente vivo, una realidad, un sentido y un valor. La música despierta el tiempo, nos despierta al disfrute más refinado del tiempo... La música despierta..., y en este sentido es moral..., ética. El arte es moral en la medida en que despierta. Pero, ¿qué pasa cuando ocurre lo contrario: cuando entorpece, adormece y contrarresta la actividad y el progreso? También la música puede hacerlo, es decir, ejercer la misma influencia que los estupefacientes. Una influencia diabólica, señores. La droga pertenece al diablo, pues provoca la letargia, el estancamiento, la pasividad, el servilismo... Les aseguro que hay algo de inquietante en la música. Sostengo que es de naturaleza ambigua. No me excedo al calificarla de políticamente sospechosa.
Continuó esa diatriba y Hans Castorp le escuchaba; pero no consiguió comprenderle del todo a causa de su fatiga. (...)
La banda tocaba una polka.

2 comentarios:

  1. Es muy interesante, voy a tener que conseguir ese libro.

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  2. Es realmente fascinante y Thomas Mann me parece de una inteligencia sublime. Además es muy divertido.
    Muchas gracias por comentar.

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