miércoles, 11 de junio de 2014

Notas

Creo que estaremos de acuerdo en que el uso de las calificaciones sirve para estimular al alumno, como premio si son buenas, y como revulsivo si son flojas. Al menos, eso es lo que se defiende en la pedagogía tradicional. Hace ya mucho tiempo que no califico a nadie, por lo que tengo oxidada la percepción a la hora de medir.
Me conformo con el me gusta o no, y no necesito más.
Pero sí tengo frescos en la memoria muchos recuerdos al respecto. Durante mi paso por los grado profesional y superior, se me hizo creer que la nota era lo de menos, que lo importante era tocar. Y yo me lo creí porque, en efecto, el piano al final hay que tocarlo. Eso estaría bien cuando todos los baremos del mundo funcionaran de esa manera, es decir, obviando las calificaciones, algo que todos sabemos que no ocurrirá en la vida.
Pongamos por ejemplo las famosas oposiciones, que parecen pertenecer a una era pasada como el Pleistoceno. A la hora de baremar, una milésima puede decidir que vivas junto a las praderas donde pastan las vacas lecheras o rodeado de dióxido de carbono y ruido las veinticuatro horas del día. Ahí echamos de menos no haber protestado en su día aquella nota injusta o haber pasado de puntillas por alguna asignatura teórica. Lo mismo ocurre a la hora de calcular la nota media, que queremos rascar décimas de donde ya no hay. Y todo debido a una general laxitud, ya que lo importante era ir tirando como fuera hacia delante.
Aún conservo las espinas clavadas (en un frasquito, no en el alma) de lo que yo consideraba injusticias, y es que ciertos profesores se permitían manejar su juicio con total ausencia del mismo. De ahí los números inflados si les caías bien o la rigurosidad más improcedente sin venir a cuento. Todos sabemos de lo que hablo aunque no sea políticamente correcto y absolutamente todos los docentes lo negarán ante un tribunal de la Santa Inquisición a punto de condenarlos a la hoguera.
La pena de todo este asunto, que podría no tener mayor trascendencia, es que, en la práctica, la tiene y mucha. Un compañero de fatigas, al que admiraba mucho, dejó la carrera en octavo curso al sentir todo el desprecio de un tribunal al que le fastidiaba trabajar en septiembre. Un simple aprobado para alguien sobresaliente fue demasiado difícil de asumir y digerir. Y, al revés, he visto el enfado del beneficiario por una nota demasiado alta para compensar una situación familiar difícil.
Visto desde fuera, un porcentaje altísimo de universitarios se conforma y alegra con poder aprobar sus asignaturas e ir promocionando año tras año. Nosotros no. Los pianistas somos tan soberbios que no aceptamos ni siquiera un notable. Como poco, matrícula de honor. Aunque también todos conocemos cátedras de las que emanaban dieces a mansalva frente a las que los escatimaban aun cuando el resultado objetivo era superior.
En fin, este tema da para otras entradas y para muchos comentarios. Lo que sí me gustaría concluir es que la música tiene difícil calificación e igual sería razonable ser algo más permisivos y generosos para probar si un estímulo inculcado desde la niñez funciona en positivo mejor que castigando a las distintas generaciones con el latiguillo de 'no hay nivel'.

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