miércoles, 22 de febrero de 2012

La armadura abollada

Érase una vez un niño que nació en un pueblo no demasiado pequeño. De carácter apacible y algo serio, gustaba de observar cuanta gente y cosas sucedían a su alrededor. Mostrando una especial sensibilidad hacia la música que emanaba de la vihuela de arco paterna y de la orquesta de la villa, quisieron sus progenitores que velaran por su formación los más destacados profesores.
Tras unos años de iniciación se convino su marcha a la Academia, de donde saldría nombrado caballero de las artes. Allí fue puesto bajo la tutela de renombrados maestrantes e hidalgos, que velarían por hacerlo refinado y capaz. Confiado, apretó mandíbula y puños dispuesto a responder a las expectativas en él depositadas. Destacó pronto en cuanta materia iniciaba, disfrutando de la compañía de otros educandos.
Corrido el periodo de adaptación, fue creciendo en cuerpo y espíritu al son de clarines, dulzainas y zanfonas, a la vez que dominaba el tiro con arco, el lanzamiento de jabalina y el salto con el caballo, todo ello conducente al gran día en que habría de enfrentarse al gran público. Su tutor, Lord Farquaad, que observaba con asombro la transfiguración de aquel plebeyo, consideró llegado el momento en el que habría de participar en la contienda mayor. Se acercaba el final de su formación y debería demostrar su preparación para el reto si quería conservar en adelante la armadura que con esmero herraban en la fragua.
Y llegó el día. No durmió en toda la noche, velando sus armas e imaginando el discurrir de la justa. Su escudero llegó con el alba para ayudarlo a armarse y lo encontró de rodillas, orando ante el breve altar de su aposento. Con los primeros rayos horizontales del sol, el pecho plateado resplandecía como un espejo. Era necesario protegerse de los ataques y para eso se había prevenido. Sonó su nombre y cabalgó a la grupa de su fiel compañero, empuñando espada y escudo. Toda precaución era poca. El yelmo le protegería la cara y el cráneo. Todo su frente, alerta, se entregó al más excitante juego que había entrenado durante tantos años. Ni un rasguño, ni una mota de polvo ensuciando su peto, ni siquiera un golpe en la manopla. Fue un acto perfecto de sincronía y armonía. El público enmudeció de asombro guardando los nervios en tensa espera cuando, de pronto, notó una fina esquirla que le perforó el delgado espaldar. No era posible, el contrincante se encontraba delante y en ese momento se disponía a iniciar una nueva carrera por lo que, detrás, sólo estaban sus maestros y condiscípulos. Eran los suyos, sus amigos, con los que había crecido y en los que confiaba. Su atento escudero, rápido de reflejos, le aguantó para evitar su caída, más por la sorpresa que por el dolor. La confusión nubló su mente un instante. Repasó una a una las caras, intentando recordar sus miradas. Y ahí fue entendiendo lo que nadie le había enseñado y tendría que aprender por sí mismo. Tras la justa, junto con la armadura de caballero y las armas, ganaría nuevos enemigos que no harían más que usar la maledicencia, la zancadilla y el enredo para desacreditar lo que el pueblo y el público reconocieron con entusiasmo sin dudar un instante.

Ha pasado el tiempo. Cada vez que se prepara para un nuevo combate, entretenido con su nueva espineta, rememora aquel día en que sintió la punzada de la astilla. Aún no entiende que su coraza siga intacta ante lo que le indicaron sería el enemigo: el público no era ninguna amenaza, más bien al contrario, era su aliado. Sólo habría de cuidarse de no ser dañado por los tiradores ocultos bajo las máscaras sonrientes, delatoras de su vileza. Aunque redobló el blindaje de su espalda y no sufrió herida alguna, siempre que mira las numerosas hendiduras suspira triste.
Nunca lograron derribarle. Quizás tan sólo molestarle, como insectos que se espantan con la mano. 

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