miércoles, 9 de abril de 2014

Impresión

Tenía concierto en Almuñécar (Granada) y seguí los pasos habituales. El viaje lo inicié con la suficiente antelación, acompañado de Beatriz quien, como siempre, me indicó alguna pequeña desviación de la ruta que hiciera del viaje algo más lúdico y no sólo un trámite necesario. Pasamos a echar un vistazo a una antigua estación de trenes que estuvo a punto, muy mucho, de ser nuestra casa (igual os cuento esta historia romántica otro día). De coche son tres horas y media de ida y otras tantas de vuelta, así que, me gusta tener por lo menos un poco de tiempo para estirar las piernas y la espalda.
La llegada a la sala, en la que voy a tener que estudiar una horita para hacerme con el piano, y después dar el recital, me produjo una sensación que es de la que quiero escribir. He tocado ya muchas veces en este auditorio, de acústica magnífica. Mis pasos ya van solos desde la entrada hasta el interior. Al abrir la puerta y adentrarme un poco más por la zona media de las butacas, colocadas en pendiente, me quedé como inmóvil. Estaban las luces tenues y los focos iluminaban el escenario con el piano en medio.
Es en este momento en el que visualizo de golpe el hecho artístico, la transcendencia que supone dar un concierto, lo cual me causa una fuerte impresión. No digo con esto que sea algo negativo, para nada. Es algo tan simple como tomar consciencia de que tantos días y meses de estudio van a dar su fruto en breve. Ser consciente de que esa sala vacía, en la que resuenan mis pasos y el chasquido de la puerta al cerrarse, va a llenarse de un público que sabrá escuchar con recogimiento el programa que voy a tocar (en serio, es uno de los mejores públicos que conozco, absolutamente respetuosos y silenciosos, pertenecientes a las distintas nacionalidades que Europa nos manda hacia la buena vida).
Contemplar el escenario como si yo fuese parte del público y mirar el piano, cerrado y recién afinado, me hace sentirme responsable. Dar un concierto no es fácil, ya lo sabemos, pero para mí lo importante es poder transmitir aquello que cada partitura encierra de la manera más honesta posible, sin trucos ni artificialidad, con mucha concentración y musicalidad.
Ese silencio en el que estoy metido justo al llegar es el mismo que reinará horas después. No hay nada que me guste más que tocar y escucharme en el aire denso de la sala, como desde fuera. Para esto se tienen que dar varias circunstancias y no es frecuente. Por eso lo disfruto mucho más, por lo escaso.
Tras la contemplación, me dirijo al escenario, suelto la bolsa de viaje y la apoyo en una de las patas delanteras (siempre igual y no es un ritual), descubro el teclado, levanto la tapa en su plenitud, me siento sin preocuparme aún de la altura de la banqueta y toco algunos acordes suavemente, sin estridencias. Compruebo los pedales, el tacto de las teclas y, en nada, ya sé si estaré a gusto o algo incómodo. Los años te van ayudando a entender que no siempre se puede salir victorioso de la lucha a muerte contra un instrumento y que es mejor sacar partido a todas sus virtudes que empeñarse en destacar los defectos. Este Yamaha ya es un viejo amigo y sólo necesité un pequeño 'apretón de manos' para recordarlo y relajarme.
Es curioso, pero las sensaciones nos entran a través de los distintos sentidos y son las que nos hacen sentir que estamos vivos, que no hay nada mecánico y que el concierto es necesario como alimento espiritual, tanto para el que toca como para el que oye.
Por eso me gusta tocar.

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