miércoles, 30 de mayo de 2012

La oveja

Sigo dándole vueltas a la gran responsabilidad que tienen los profesores ante los alumnos. Puede que esté un poco obsesionado pero me da lo mismo. La perspectiva que da el tiempo transcurrido, los años cumplidos, la experiencia y, sobre todo, el revivir los propios recuerdos sin dejar de analizarlos, me hacen tener algunas ideas al respecto.
Ya he ido soltando en otras entradas varios pensamientos con los que se puede estar en desacuerdo, evidentemente. Pero siempre voy directo a la actitud, al comportamiento, a la entrega. Siempre, y recalco siempre, intento ver lo positivo de cada músico, de cada intérprete, quedarme con lo mejor de cada recital, y me cuesta mucho criticar, en el sentido peyorativo de la palabra, pues sé lo difícil que es llegar a estar sobre un escenario tocando un programa mínimamente aceptable. Me malhumora instantáneamente el más mínimo comentario despectivo hacia un concertista, sobre todo cuando quien lo hace no tiene lo que se llama autoridad moral. Y, por supuesto, como también hay excepciones para esto, quedan excluidos los caraduras, que alguno anda suelto por ahí.
Salir a escena requiere preparación y estudio, está claro. Lo que de verdad cuesta es atreverse a dar ese primer paso, no digo ya el que te dirige hacia el instrumento situado en el centro de la caja escénica, sino al que te lleva a querer dar tu primer concierto. Ahí está la madre del cordero (o sea, la oveja).
Al contemplar en el encuentro de Jerez las caras de tantos estudiantes cuando les pregunté quién había dado ya su primer concierto (nadie levantó la mano), sólo vi ganas de hacerlo. Es verdad que el conservatorio es profesional y aún les queda un buen trecho por recorrer, pero ¿dónde está escrito que para ofrecer un recital haya que tener tal curso acabado? ¿Cuál es el nivel mínimo aceptable? Y, a donde realmente quiero llegar, ¿quién tiene el poder de decidirlo?
Por desgracia, he sido testigo de broncas monumentales, castigos ejemplares e incluso expulsiones de clase de por vida por parte de profesores que creen tener el derecho de prohibirnos el más mínimo desarrollo personal, el más mínimo movimiento ajeno a su control. Y todo para que alguien igual de ... que él no vaya corriendo a decirle que su alumno ha dado un concierto a sus espaldas y que, además, no le ha gustado nada (¡cómo va a gustarle si es un frustrado que no consiente que nadie camine!).
Y, lo peor de todo, es que la suma de estos actos a una rutina de la negatividad en clase nos va a dar como resultado una legión de alumnos convencidos de que no sirven para nada. ¿Nos hemos parado a calcular cuántos futuros pianistas que llenan los conservatorios siguen abandonando sistemáticamente este divino oficio?
Ésta es la responsabilidad de la que hablo. El profesor, en cualquier nivel, es quien tiene en sus manos la vida de un músico incipiente, lleno de ilusión y de miedo, de ganas de saber y de lagunas, que va a recorrer un desierto confiando en las instrucciones de su mentor que le han de llevar al oasis.
Mirad sólo un poco a vuestro alrededor. Son adolescentes, llenos de vida, de energía, de futuro (sí, también de granos). Qué mejor satisfacción que haber sido el artífice de su éxito. Qué mayor honor que el ser recordado con gratitud eterna. Qué cara de felicidad al disfrutar de lo conseguido por ellos.
Es posible, esto no es un sueño. Hay muchos profesores estupendos volcados con sus alumnos. Muchos profesionales de la enseñanza que son conscientes de la alta responsabilidad que tienen a diario y con todos y cada uno de sus pupilos. Esta carrera no se puede estudiar solo, no se puede aprender de la nada. Por eso, cada vez que un nuevo nombre salta a la palestra, suele venir respaldado por el saber de otros que le precedieron.
Igual no nos fue posible tener nuestro minuto de gloria sobre el escenario pero sí podemos ayudar a que otros lo consigan. Y la manera de hacerlo no es recomendando abandonar o aconsejando la dedicación a la bicicleta (tal como suena), sino dando sentido a la misión que, en muchos casos sin esperarlo, tenemos encomendada.
Ellos siempre lo merecen, son el futuro, nuestra esperanza.

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