Siempre me sorprendió que Glenn Gould se retirara de los escenarios tan joven, con poco más de treinta años. Según he leído, el primero en enterarse fue el tramoyista a quien, justo al acabar su recital, le comentó que acababa de presenciar su último concierto. Eso no significó que abandonara su carrera ni su contacto con el piano sino que la enfocó hacia la grabación de discos.
Al preguntarle las razones nadie lo entendía. Estaba en lo más alto, con contratos por delante, solicitado en los mejores teatros del mundo y, de repente, se acabó. Podría haber múltiples motivos habituales entre los mortales, desde el miedo escénico hasta la inseguridad con el instrumento, desde el cansancio al aburrimiento.
Pero, al parecer, no fue nada corriente, más bien lo contrario: no quería que la influencia del público y de la fama interfirieran en su manera de tocar ni en su repertorio. Y hubo un momento en el que se vio esforzándose por querer agradar, por tocar a gusto del consumidor. Se vio como en una jaula o en un escaparate al que todos se asomaban sabiendo de antemano lo que iban a ver. ¿Una decisión drástica? ¿Una decisión responsable? No es fácil juzgar algo así. Hay que estar en la piel de la persona para conocer los detalles de lo que le llevaron a renunciar al estrellato.
Lo que sí está claro es que significaba una entrega absoluta a la música con una actitud casi reverencial, monástica. La misma con la que siguió estudiando y grabando sus versiones, tantas veces criticadas pero siempre justificadas. No es un pianista al que se pueda recurrir a modo de referente pues corremos el peligro de que nos abucheen o nos expulsen del concurso. El genio era él y, como tal, inimitable.
Las excentricidades a las que nos tenía acostumbrados podrían parecer algo estudiado desde el punto de vista propagandístico. Hoy parece imprescindible recurrir a lo que sea con tal de llamar la atención y destacar. Pero él era así. Su manera de abrigarse, la casi imposible manera de sentarse, sus cantos simultáneos a la música que llegan a desesperar, su horario sin control, sus exigencias técnicas...
Quizás no sea razonable, pero para mí una persona con una inteligencia de tal nivel no hace nada porque sí, todo tiene una explicación. Por eso no lo considero extravagante, en absoluto. Creo que estaba convencido de la necesidad de hacer las cosas como las hacía, de tocar como tocaba. La demostración a todo esto está en su libro, imprescindible, Escritos críticos. La visión que tenía sobre la música, los músicos, los conciertos, los concursos, la estética, la crítica y mucho más hay que conocerla pues viene de alguien que lo ha vivido. Y no sólo eso, sino la ironía, el darle la vuelta a todo, el plantearse los más mínimos detalles, el no dar nada por sentado, el humor, la creatividad...
Podremos estar de acuerdo o no con los resultados pero con una atenta audición, partitura en mano a ser posible, descubriremos un universo musical de una altura inimaginable. El respeto que le tengo viene de ahí, de no haberse conformado con lo obvio ni con lo tradicional, de no haberse entregado a una vida más fácil, que ya tenía, de poner toda su inteligencia en guardia sin descanso, de ser honesto consigo mismo para serlo con los demás.
En tiempos en los que es más fácil encontrar una vedette que un músico, por aquello de vender, pienso que no está de más replantearse la profesión, cada cual a su nivel y con su cabeza, no vaya a ser que perdamos el control con tanta vorágine y acabemos cambiando tanto que no nos reconozca ni la madre que nos parió.
miércoles, 20 de junio de 2012
domingo, 17 de junio de 2012
No pido la luna
Ayer oí en la radio que en Austria la gente va a la ópera con la misma facilidad que va al cine. Igual es la típica exageración pero lo que sí es seguro es que en España no, ni a la ópera ni a un concierto. Y hace varias décadas tendría sus motivos simplemente por una cuestión cultural, de estudios, de formación intelectual, pero ¿hoy?
No voy a ponerme a despotricar sobre lo mal que está todo, lo mal dirigidos que estamos, lo mal que se gasta el dinero público... Por principio, quise dedicar el blog a lo positivo justamente en contraposición a la negatividad en la que estamos sumidos.
Cuando terminé la carrera, en Andalucía creo que había siete conservatorios. Esa cifra se ha multiplicado por diez. El grado superior de piano lo terminé solo y puede que alguien más lo hiciera en otro instrumento. Eso hoy es impensable. Podemos calcular en miles los alumnos actuales matriculados en los centros dependientes de la Junta de Andalucía. Si añadimos el resto de autonomías y los privados nos salen cifras astronómicas.
Ahora echemos un vistazo a las salas de concierto y auditorios. Las capitales de provincia a duras penas sostienen la programación anual en las que la música clásica ocupa un lugar rezagado. Las que cuentan con orquesta sinfónica estable, a base de recortar en plantilla y producción propia van subsistiendo. Las asociaciones musicales que han formado un tejido estable y duradero hacen verdaderos malabarismos para no tirar la toalla.
En todo esto hay algo que no me cuadra. Si miles de personas dedican tanto esfuerzo y años a la música será porque les gusta. Si les gusta la música igual querrían dedicarse a tocar. Si quieren tocar necesitarían hacerlo en una sala ad hoc. Si dichas salas dependen de organismos públicos o privados con escasos recursos estarán infrautilizadas. O bien, si dichas salas funcionan correctamente, no dan cabida a los jóvenes músicos llenos de ímpetu porque son novatos o desconocidos (o no son extranjeros, que es más mejón).
Soluciones: acudir en tropel (aunque me gusta más en manada) a pedir el uso de los locales para no sentir la pena y la vergüenza de verlos cerrados. Ya que damos por hecho que las subvenciones han muerto, establecer de una vez por todas el sistema de taquilla, es decir, quien quiera ver un concierto que pague una entrada a un precio razonable (si nos vamos por las nubes, apaga y vámonos). Organizar ciclos de intérpretes y de música de cámara para dar continuidad a la actividad (¡que no decaiga!). Igual que muchos de nosotros sólo servimos para tocar, hay otros que tienen una epidermis facial más consistente y podrían dedicarse al tema de la organización. Si se lograse incrementar la frecuencia de conciertos, el público, sin duda, crecería, lo que permitiría seguir apostando por esta carrera y muchos músicos podrían vivir de su pasión. Si se estabilizara el número de actuaciones podrían pagarse unos cachés moderados, pero más que suficientes, y cubrirlos con la taquilla. Si los intérpretes lograran mantenerse igual podrían dedicar su tiempo a estudiar repertorio y no tener la obligación de dar clases si no lo desean, al menos durante un cierto tiempo. Si los que dan clases se hubieran curtido en los escenarios seguramente animarían a sus alumnos a tocar sin miedo. Si tocásemos sin miedo viviríamos mejor e incluso más tiempo. Si viviésemos mejor no estaríamos crispados o frustrados. Si...
¿Dónde estoy? ¿Qué hora es? Vaya, me he quedado dormido. Cada vez sueño cosas más raras. ¿Pues no parecía que en España había conciertos a diario y los músicos podían dedicarse a tocar? Seguro que al agua le echan algo para atontarnos (igual que en la mili nos echaban bromuro). Por si acaso voy a ponerme a estudiar, no vaya a ser que me coja desprevenido.
No voy a ponerme a despotricar sobre lo mal que está todo, lo mal dirigidos que estamos, lo mal que se gasta el dinero público... Por principio, quise dedicar el blog a lo positivo justamente en contraposición a la negatividad en la que estamos sumidos.
Cuando terminé la carrera, en Andalucía creo que había siete conservatorios. Esa cifra se ha multiplicado por diez. El grado superior de piano lo terminé solo y puede que alguien más lo hiciera en otro instrumento. Eso hoy es impensable. Podemos calcular en miles los alumnos actuales matriculados en los centros dependientes de la Junta de Andalucía. Si añadimos el resto de autonomías y los privados nos salen cifras astronómicas.
Ahora echemos un vistazo a las salas de concierto y auditorios. Las capitales de provincia a duras penas sostienen la programación anual en las que la música clásica ocupa un lugar rezagado. Las que cuentan con orquesta sinfónica estable, a base de recortar en plantilla y producción propia van subsistiendo. Las asociaciones musicales que han formado un tejido estable y duradero hacen verdaderos malabarismos para no tirar la toalla.
En todo esto hay algo que no me cuadra. Si miles de personas dedican tanto esfuerzo y años a la música será porque les gusta. Si les gusta la música igual querrían dedicarse a tocar. Si quieren tocar necesitarían hacerlo en una sala ad hoc. Si dichas salas dependen de organismos públicos o privados con escasos recursos estarán infrautilizadas. O bien, si dichas salas funcionan correctamente, no dan cabida a los jóvenes músicos llenos de ímpetu porque son novatos o desconocidos (o no son extranjeros, que es más mejón).
Soluciones: acudir en tropel (aunque me gusta más en manada) a pedir el uso de los locales para no sentir la pena y la vergüenza de verlos cerrados. Ya que damos por hecho que las subvenciones han muerto, establecer de una vez por todas el sistema de taquilla, es decir, quien quiera ver un concierto que pague una entrada a un precio razonable (si nos vamos por las nubes, apaga y vámonos). Organizar ciclos de intérpretes y de música de cámara para dar continuidad a la actividad (¡que no decaiga!). Igual que muchos de nosotros sólo servimos para tocar, hay otros que tienen una epidermis facial más consistente y podrían dedicarse al tema de la organización. Si se lograse incrementar la frecuencia de conciertos, el público, sin duda, crecería, lo que permitiría seguir apostando por esta carrera y muchos músicos podrían vivir de su pasión. Si se estabilizara el número de actuaciones podrían pagarse unos cachés moderados, pero más que suficientes, y cubrirlos con la taquilla. Si los intérpretes lograran mantenerse igual podrían dedicar su tiempo a estudiar repertorio y no tener la obligación de dar clases si no lo desean, al menos durante un cierto tiempo. Si los que dan clases se hubieran curtido en los escenarios seguramente animarían a sus alumnos a tocar sin miedo. Si tocásemos sin miedo viviríamos mejor e incluso más tiempo. Si viviésemos mejor no estaríamos crispados o frustrados. Si...
¿Dónde estoy? ¿Qué hora es? Vaya, me he quedado dormido. Cada vez sueño cosas más raras. ¿Pues no parecía que en España había conciertos a diario y los músicos podían dedicarse a tocar? Seguro que al agua le echan algo para atontarnos (igual que en la mili nos echaban bromuro). Por si acaso voy a ponerme a estudiar, no vaya a ser que me coja desprevenido.
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miércoles, 13 de junio de 2012
La batidora
Tengo tantas cosas en la cabeza, tantas cosas que hacer, que, como me he levantado algo aturdido y en vez de ver cada elemento por su orden de prioridad los tengo amontonados y mezclados, voy a tomar una decisión drástica: ¡me voy a la playa!
¿A perder el tiempo? Espero que justo lo contrario. El estrés viene de la acumulación de días como éste en los que no se puede pensar con claridad, en los que no actuamos con tranquilidad, en los que la justa medida de las cosas desaparece, en los que estuviste más tiempo del debido oyendo las noticias sobre el fin del mundo (tenemos entradas de preferente para contemplarlo), en los que tienes que hacer llamadas sin ganas de hablar, en los que los correos electrónicos sólo pretenden venderte vacaciones, ropa de verano, libros para el verano, tiempo para el verano...
La batidora empieza a recalentarse y a oler a chamusquina. Lo mejor entonces es ponerla en remojo, al abrigo de una muy suave brisa del suroeste, al oído del constante rumor del oleaje moderado previsto y con la marea empezando a bajar dentro de unos minutos.
Lejos del ordenador y de las teclas y sin posibilidad de producir, aunque no quiera me voy a ir relajando. Aunque sea por unas horas, el descenso en la velocidad del pensamiento va a dejar que cada asunto vuelva a su sitio. Beatriz siempre me dice que hay que tener la cabeza ordenada por cajones y que sólo hay que abrirlos de uno en uno. Es un ejemplo muy gráfico de cómo debemos controlar la mente. Se abre uno primero, se cierra, abrimos otro... Si los vamos dejando abiertos va a comenzar el desorden y la ineficacia. No me cansaré de repetir que tenemos mucha más capacidad de la que pensamos, que podemos con todo y más, pero eso no significa que no podamos cansarnos o agobiarnos, somos mortales (la muerte..., casi nunca pensamos en ella pero está ahí. ¿Será todo relativo...? Buena idea para otro día).
Es muy probable que durante este mes de junio estemos todos desbordados, con prisa, con exámenes, con interferencias de última hora, con tensión acumulada después de tantos meses intensos... El día tiene veinticuatro horas para todos y hay veces en las que no se puede más. La mejor opción es provocar un corte, un parón que nos dé aliento, que nos despeje lo suficiente para poder continuar sin meter la pata o ponernos agresivos, sobre todo con nosotros mismos, incluso intransigentes. Nuestra cabeza es nuestra desde el día que la razón empieza a clarear, y básicamente lo que hacemos es rellenarla con datos, fechas, imágenes y personas. Pero su mecanismo, los resortes por los que se mueve son idénticos desde nuestra infancia, aunque nos pasemos la vida intentando entenderlos y asumirlos. A lo más que llegamos es a domesticarlos, poco más. Pues eso, como ya nos conocemos, no vamos a seguir chocando contra la misma pared. ¿Que hoy estamos espesos?... a despejarnos; ¿que estamos cansados?... a dar una vuelta; ¿que nos sentimos agobiados?... a comunicarnos. En sólo unos minutos lo que parecía oprimirnos desaparece o, al menos, deja de apretar.
Y cuando nos contemplemos desde fuera, como si fuésemos espectadores, sólo podremos esbozar una sonrisa, a veces lastimera, por descubrir que el motivo de nuestra inquietud tenía una fácil solución.
Lo dicho, me voy a la playa, que me espera.
¿A perder el tiempo? Espero que justo lo contrario. El estrés viene de la acumulación de días como éste en los que no se puede pensar con claridad, en los que no actuamos con tranquilidad, en los que la justa medida de las cosas desaparece, en los que estuviste más tiempo del debido oyendo las noticias sobre el fin del mundo (tenemos entradas de preferente para contemplarlo), en los que tienes que hacer llamadas sin ganas de hablar, en los que los correos electrónicos sólo pretenden venderte vacaciones, ropa de verano, libros para el verano, tiempo para el verano...

La batidora empieza a recalentarse y a oler a chamusquina. Lo mejor entonces es ponerla en remojo, al abrigo de una muy suave brisa del suroeste, al oído del constante rumor del oleaje moderado previsto y con la marea empezando a bajar dentro de unos minutos.
Lejos del ordenador y de las teclas y sin posibilidad de producir, aunque no quiera me voy a ir relajando. Aunque sea por unas horas, el descenso en la velocidad del pensamiento va a dejar que cada asunto vuelva a su sitio. Beatriz siempre me dice que hay que tener la cabeza ordenada por cajones y que sólo hay que abrirlos de uno en uno. Es un ejemplo muy gráfico de cómo debemos controlar la mente. Se abre uno primero, se cierra, abrimos otro... Si los vamos dejando abiertos va a comenzar el desorden y la ineficacia. No me cansaré de repetir que tenemos mucha más capacidad de la que pensamos, que podemos con todo y más, pero eso no significa que no podamos cansarnos o agobiarnos, somos mortales (la muerte..., casi nunca pensamos en ella pero está ahí. ¿Será todo relativo...? Buena idea para otro día).
Es muy probable que durante este mes de junio estemos todos desbordados, con prisa, con exámenes, con interferencias de última hora, con tensión acumulada después de tantos meses intensos... El día tiene veinticuatro horas para todos y hay veces en las que no se puede más. La mejor opción es provocar un corte, un parón que nos dé aliento, que nos despeje lo suficiente para poder continuar sin meter la pata o ponernos agresivos, sobre todo con nosotros mismos, incluso intransigentes. Nuestra cabeza es nuestra desde el día que la razón empieza a clarear, y básicamente lo que hacemos es rellenarla con datos, fechas, imágenes y personas. Pero su mecanismo, los resortes por los que se mueve son idénticos desde nuestra infancia, aunque nos pasemos la vida intentando entenderlos y asumirlos. A lo más que llegamos es a domesticarlos, poco más. Pues eso, como ya nos conocemos, no vamos a seguir chocando contra la misma pared. ¿Que hoy estamos espesos?... a despejarnos; ¿que estamos cansados?... a dar una vuelta; ¿que nos sentimos agobiados?... a comunicarnos. En sólo unos minutos lo que parecía oprimirnos desaparece o, al menos, deja de apretar.
Y cuando nos contemplemos desde fuera, como si fuésemos espectadores, sólo podremos esbozar una sonrisa, a veces lastimera, por descubrir que el motivo de nuestra inquietud tenía una fácil solución.
Lo dicho, me voy a la playa, que me espera.
domingo, 10 de junio de 2012
Directo a la salida
Quiero retomar la idea del viaje interior, ése que nos permite tomar las riendas de nuestra vida, de nuestra carrera, en todo momento, sobre todo en los de bajón.
Uno de los problemas más habituales y de más fácil solución, por evidente, es embarcarnos en proyectos que pueden superar nuestras posibilidades. Hablando en plata, elegir obras que, sólo por el momento, no estén a nuestro alcance. No siempre funciona el flechazo, el amor a primera vista. A veces es necesario esperar unos años a que hayamos madurado, a que la lectura mental sea casi inmediata, a que las manos se anticipen a lo que va a venir, a que la armonía no sea la suma de notas sueltas sino un baile fluido en nuestra cabeza...
La mejor manera de venirse abajo es colocarnos en un nivel al que aún no hemos llegado. Insisto, aún. Y de esto estoy convencido y nada ni nadie me va a hacer cambiar de opinión. ¿Por qué? Porque lo sé, porque lo he vivido. Durante un buen número de cursos, mi profesor se dedicó a jugar con nosotros de una manera muy peligrosa. Un símil quizás no muy preciso pero sí gráfico podría ser el del burro y la zanahoria, que nunca iba a alcanzar aunque la tuviese delante. Siempre había un inconveniente, una pega, un obstáculo, un detalle, un defecto, una digitación, un fraseo, un pedal, una camisa, unos... (ya estoy desvariando). A ver si lo digo claro sin que suene alto: nunca la obra iba a estar bien porque siempre podía estar mejor. Esta casi obviedad podría resultar cierta si no hubiese sido por un error, por un pequeño matiz: estar mejor era sinónimo de más rápido si había que correr, de más lento si era adagio, de más fuerte si era mezzoforte, de más piano (hasta PPPP) si sólo indicaba P. En resumen, el más difícil todavía. Como resultado, un desánimo continuo, una frustración perenne y una inseguridad marcada a fuego. La consecuencia: nadie se atrevía a siquiera imaginar poder dar un solo concierto o presentarse al más ínfimo concurso. Conclusión: de la carrera de pianista no salen pianistas.
¿En qué punto exacto se vuelve la situación irreversible? Cada uno tiene el suyo propio. Va a depender del aguante emocional, de las propias condiciones físicas y musicales, de la cara dura (que a veces es una bendición), de la ceguera temporal pero larga que nos hace ver a nuestro mentor como un dios, de nuestra ingenuidad, candidez, bondad e ilusión que nos convierte en crédulos entregados... ¿Sigo? ¿Hace falta que describa más situaciones comunes a miles de estudiantes?
Ya he hablado de esto antes. El profesor debe cuidarnos, orientarnos, reforzarnos, protegernos y guiarnos, que somos material extremadamente sensible. Y nuestra obligación es encontrar a la persona adecuada, no depender de unas listas o unos sorteos al azar. Es vital caminar con paso firme por el camino adecuado lo antes posible pues vamos directo a nuestro futuro. Si erramos a conciencia sólo encontraremos el camino directo a la salida.
Por esto es muy importante que nos conozcamos, que nos aceptemos y que, con los mimbres que hay, saquemos el mejor cesto posible. No hay un único destino, hay multitud de ellos y, sí, todos queremos el mismo, el mejor, pero creedme, sólo nos va a hacer felices el que esté a nuestro alcance, dejando por sentado por enésima vez que es mucho más elevado de lo que pensamos. Tenemos mucha capacidad oculta y casi siempre es cuestión de tiempo, de dejar madurar la fruta. No es cuestión de vivir comparándonos con ese compañero que de una semana para otra viene con un estudio de Chopin nuevo a tempo, toca de memoria a la media hora y encima es campeón de tenis. Nosotros, seguro, somos mejores músicos y transmitimos más emoción al tocar, somos únicos. Las prisas en música no sirven para nada salvo para el circo.
Vamos a elegir bien el repertorio, con corazón y con cabeza, y con la ayuda de nuestro querido profesor, que por fin nos atiende, nos mima y vela por nosotros, llegaremos a esa meta que, no sé todavía por qué, nunca está a la vista y parece no existir. Y la salida... para la juerga padre.
Uno de los problemas más habituales y de más fácil solución, por evidente, es embarcarnos en proyectos que pueden superar nuestras posibilidades. Hablando en plata, elegir obras que, sólo por el momento, no estén a nuestro alcance. No siempre funciona el flechazo, el amor a primera vista. A veces es necesario esperar unos años a que hayamos madurado, a que la lectura mental sea casi inmediata, a que las manos se anticipen a lo que va a venir, a que la armonía no sea la suma de notas sueltas sino un baile fluido en nuestra cabeza...
La mejor manera de venirse abajo es colocarnos en un nivel al que aún no hemos llegado. Insisto, aún. Y de esto estoy convencido y nada ni nadie me va a hacer cambiar de opinión. ¿Por qué? Porque lo sé, porque lo he vivido. Durante un buen número de cursos, mi profesor se dedicó a jugar con nosotros de una manera muy peligrosa. Un símil quizás no muy preciso pero sí gráfico podría ser el del burro y la zanahoria, que nunca iba a alcanzar aunque la tuviese delante. Siempre había un inconveniente, una pega, un obstáculo, un detalle, un defecto, una digitación, un fraseo, un pedal, una camisa, unos... (ya estoy desvariando). A ver si lo digo claro sin que suene alto: nunca la obra iba a estar bien porque siempre podía estar mejor. Esta casi obviedad podría resultar cierta si no hubiese sido por un error, por un pequeño matiz: estar mejor era sinónimo de más rápido si había que correr, de más lento si era adagio, de más fuerte si era mezzoforte, de más piano (hasta PPPP) si sólo indicaba P. En resumen, el más difícil todavía. Como resultado, un desánimo continuo, una frustración perenne y una inseguridad marcada a fuego. La consecuencia: nadie se atrevía a siquiera imaginar poder dar un solo concierto o presentarse al más ínfimo concurso. Conclusión: de la carrera de pianista no salen pianistas.
¿En qué punto exacto se vuelve la situación irreversible? Cada uno tiene el suyo propio. Va a depender del aguante emocional, de las propias condiciones físicas y musicales, de la cara dura (que a veces es una bendición), de la ceguera temporal pero larga que nos hace ver a nuestro mentor como un dios, de nuestra ingenuidad, candidez, bondad e ilusión que nos convierte en crédulos entregados... ¿Sigo? ¿Hace falta que describa más situaciones comunes a miles de estudiantes?

Por esto es muy importante que nos conozcamos, que nos aceptemos y que, con los mimbres que hay, saquemos el mejor cesto posible. No hay un único destino, hay multitud de ellos y, sí, todos queremos el mismo, el mejor, pero creedme, sólo nos va a hacer felices el que esté a nuestro alcance, dejando por sentado por enésima vez que es mucho más elevado de lo que pensamos. Tenemos mucha capacidad oculta y casi siempre es cuestión de tiempo, de dejar madurar la fruta. No es cuestión de vivir comparándonos con ese compañero que de una semana para otra viene con un estudio de Chopin nuevo a tempo, toca de memoria a la media hora y encima es campeón de tenis. Nosotros, seguro, somos mejores músicos y transmitimos más emoción al tocar, somos únicos. Las prisas en música no sirven para nada salvo para el circo.
Vamos a elegir bien el repertorio, con corazón y con cabeza, y con la ayuda de nuestro querido profesor, que por fin nos atiende, nos mima y vela por nosotros, llegaremos a esa meta que, no sé todavía por qué, nunca está a la vista y parece no existir. Y la salida... para la juerga padre.
miércoles, 6 de junio de 2012
Tengo que estudiar
Tres palabras que, si nos pagaran un euro cada vez que la decimos, podríamos tranquilamente tumbarnos a la bartola el resto de nuestra vida. Y no está mal usarla si es verdad, es decir, que vamos a estudiar. Pero, cuando es una excusa...
Me voy a referir a una situación concreta, un terreno común, a ver si podemos sacar alguna conclusión positiva. Audiciones, exámenes, conciertos y similares de otros instrumentistas. De eso se ocupan los profesores de acompañamiento, ¿no es cierto?, que, en la mayoría de los casos, están desbordados, o acaban de incorporarse, o vienen de otra especialidad y aún no dominan las obras. Y ahí estamos nosotros, pianistas de pro, en nuestros últimos cursos de carrera, tocando obras más que difíciles, machacando sin cesar los pasajes imposibles, con la vista arriba y abajo, de la partitura al teclado, sin tiempo ni para beber agua. Y, claro, cuando un compañero (sí, aunque no toquen el piano son compañeros) se nos planta delante en medio de un pasillo al salir de clase y con la cara del gato de Shrek nos implora que le acompañemos una o dos obras, pues se ha quedado sin pianista a última hora, nuestro primer impulso nunca es preguntarle qué obras, o dónde podríamos ensayar, o de cuánto tiempo disponemos, sino que, dando un paso atrás (reculando que se llama) y aún sin reponernos del escalofrío que nos ha recorrido la médula, esgrimimos esa pequeña frasecilla tan demoledora para nuestro interlocutor: no puedo, lo siento, tengo que estudiar.
¿No hemos quedado en que estamos tocando obras de alto nivel? ¿Qué pueden suponernos unas Sonatas clásicas o románticas, o incluso contemporáneas? Que hay que intercalarlas con el resto, obvio, pero podemos. De verdad, tenemos mucho más potencial del que pensamos. En la mayoría de los casos podríamos tocar a primera vista porque ninguna pieza va a ser más complicada que las que ya hemos hecho. Y un sí rotundo sólo puede traernos ventajas. Esto sí que es dar otro paso hacia nuestra incipiente carrera de concertistas.
Empieza una sucesión de carambolas como esas fichas de dominó que se tumban en cadena. Lo primero de todo, estamos aprendiendo una nueva obra, que no es poco. El autor puede ser conocido por nosotros o no (nos queda mucho, no lo olvidemos). El periodo musical puede que lo dominemos o que nos quede algo lejos. Vamos a aprender de primera mano cómo estudian otros instrumentistas (siempre menos que nosotros y les cunde mucho más). Les vamos a oír términos nuevos para nosotros. Vamos a entender los fraseos y algunos ataques mejor que en cualquier clase. Vamos a tener un amigo para toda la vida. Comenzamos a ampliar nuestro repertorio camerístico. Vamos a perder tensión al compartir la responsabilidad, entendiendo por fin que sí se puede. Vamos a recibir una llamada proponiéndonos un recital en tal o cual sala que el susodicho ha conseguido y el público será más amplio que nuestra familia. Vamos a ponernos en boca de otros muchos que vendrán en tropel a solicitar nuestras manos (incluso para matrimonio). Y sin darnos cuenta, por una indecisión de una décima de segundo en la que dijimos por qué no, empujamos esa ficha primera que fue abriendo posibilidades de futuro.
¿Qué pensáis, que los grandes no acompañan o hacen cámara? Todos, prácticamente todos, y eso también es música y también son conciertos. Ahí están Rubinstein, Barenboim, Richter, Pires, Argerich, Brendel, Schiff, Ashkenazy...
A veces es más fácil empezar compartiendo que solos. El caso es empezar, poco a poco y paso a paso. Y, quién sabe, igual hasta nos gusta.

¿No hemos quedado en que estamos tocando obras de alto nivel? ¿Qué pueden suponernos unas Sonatas clásicas o románticas, o incluso contemporáneas? Que hay que intercalarlas con el resto, obvio, pero podemos. De verdad, tenemos mucho más potencial del que pensamos. En la mayoría de los casos podríamos tocar a primera vista porque ninguna pieza va a ser más complicada que las que ya hemos hecho. Y un sí rotundo sólo puede traernos ventajas. Esto sí que es dar otro paso hacia nuestra incipiente carrera de concertistas.
Empieza una sucesión de carambolas como esas fichas de dominó que se tumban en cadena. Lo primero de todo, estamos aprendiendo una nueva obra, que no es poco. El autor puede ser conocido por nosotros o no (nos queda mucho, no lo olvidemos). El periodo musical puede que lo dominemos o que nos quede algo lejos. Vamos a aprender de primera mano cómo estudian otros instrumentistas (siempre menos que nosotros y les cunde mucho más). Les vamos a oír términos nuevos para nosotros. Vamos a entender los fraseos y algunos ataques mejor que en cualquier clase. Vamos a tener un amigo para toda la vida. Comenzamos a ampliar nuestro repertorio camerístico. Vamos a perder tensión al compartir la responsabilidad, entendiendo por fin que sí se puede. Vamos a recibir una llamada proponiéndonos un recital en tal o cual sala que el susodicho ha conseguido y el público será más amplio que nuestra familia. Vamos a ponernos en boca de otros muchos que vendrán en tropel a solicitar nuestras manos (incluso para matrimonio). Y sin darnos cuenta, por una indecisión de una décima de segundo en la que dijimos por qué no, empujamos esa ficha primera que fue abriendo posibilidades de futuro.
¿Qué pensáis, que los grandes no acompañan o hacen cámara? Todos, prácticamente todos, y eso también es música y también son conciertos. Ahí están Rubinstein, Barenboim, Richter, Pires, Argerich, Brendel, Schiff, Ashkenazy...
A veces es más fácil empezar compartiendo que solos. El caso es empezar, poco a poco y paso a paso. Y, quién sabe, igual hasta nos gusta.
domingo, 3 de junio de 2012
¡Pasen y vean!
Acabo de visitar el museo Calouste Gulbenkian en Lisboa, del que salí extasiado. Desde el comienzo con piezas egipcias al final con joyas de Lalique, todo está expuesto con el máximo cuidado, siendo un recorrido por la historia de la civilización. Además, el grado de conservación es excelente, pudiendo contemplar no sólo formas originales sino colores y texturas. Ahí te das cuenta de quiénes somos y de dónde venimos (a nivel artístico, se entiende).
El nombre (y el contenido) se lo da un armenio nacionalizado británico que hizo su fortuna con el petróleo. Y me gustó saber que no sólo se dedicó a comprar objetos de tanto valor como inversión sino que supo disfrutarlas a diario ya que las tenía decorando sus casas, que no eran precisamente unos adosados en una urbanización.
Esta introducción viene al caso porque no hay manera de zafarse ni por un minuto de la cuestión económica que vivimos. Y quiero hacer una pequeña reflexión acerca del sostenimiento de los conciertos. En los casi treinta años que llevo moviéndome, he visto crecer el número de conservatorios, escuelas de danza, auditorios, teatros, fundaciones, festivales, orquestas, concursos... Es decir, se ha incrementado notablemente la infraestructura necesaria para poderlos llevar a cabo. Si exceptuamos las programaciones habituales de dichos auditorios y los grandes eventos, con entradas a precios a veces nada populares, nos queda el recital de formato pequeño y mediano, o sea, los solistas y la música de cámara. Siempre he sostenido que con lo que cuesta un sólo espectáculo sinfónico (lo más básico) es posible organizar una temporada completa con un concierto a la semana, incluso más. En un día se gasta lo que daría para un año. Esto no es demagogia, son números. Y no hace nada he tenido esta misma discusión con un presidente de una asociación al que le obligaban sus patrocinadores a gastar una gran cantidad de euros en sólo cuatro conciertos de bulto teniendo que suprimir sin más la programación anual, la de los aficionados de verdad.
Hasta ayer, las cajas de ahorro tenían una Obra Socio-Cultural (ahora se ha quedado en Obra Social) que les obligaba a financiar distintas manifestaciones artísticas como exposiciones, recitales, conferencias, etc... Hace tres o cuatro años, cuando se negaba lo que venía, los músicos, de nuevo, nos enteramos antes que nadie de la situación real de la economía. Ya se sabe, la cuerda siempre se rompe por el punto más débil. De golpe y porrazo quedaron suprimidas ayudas, subvenciones, programaciones propias, circuitos, ciclos y tantos eventos que podíamos disfrutar, generalmente gratis, porque, a estos niveles, lo único que se mantenía con entrada libre era la música. Una obra de teatro, por ejemplo, siempre necesitó de la taquilla. ¿Por qué un recital no? Ahora nos vemos en una situación que es la que más triste me deja. No es cuestión de dinero, no van los tiros por ahí, que sólo he intentado hacer un breve resumen del funcionamiento de la cultura. Lo que me preocupa de verdad es que en todos estos años se ha seguido viendo la música como un entretenimiento y no como una necesidad. Aquí se intentó hacer negocio rápido, como en todos lados, sin invertir en futuro, en que los sonidos formaran parte de nuestro ser y no pudiésemos vivir sin ellos, hasta el punto de que, igual que paramos a comprar un helado cuando tenemos calor, pagásemos casi lo mismo por oír a un pianista dejarse los dedos cuando nuestra mente necesitara deleite.
Se vuelve a hablar de iniciativa privada y de mecenazgo a la vez que vuelven ideas como 'el arte por el arte'. ¿Y qué significa esta frase para mí? Muy simple: que nadie me compre, que nadie me obligue a hacer el pino además de tocar, que un cateto no me dicte el programa que he de interpretar, que un analfabeto no pueda cobrar como sueldo más de la mitad de un presupuesto cultural, que no se sigan despilfarrando cantidades enormes en un sólo acto para no ser menos que otros, que no se siga viendo a los músicos como sirvientes... ¿Ya nos hemos olvidado de Mozart o de Beethoven? ¿Tan poco nos va a costar volver a la librea y a la reverencia, o a amenizar las cenas privadas de los que nos han llevado al desastre? ¿La cultura y el saber no nos han hecho más libres?
Hasta que la sociedad no necesite la música como algo vital esto no va a cambiar. Mientras, aguantaremos esta enésima crisis como podamos, pero, por favor, no retrocedamos tanto en tan poco ni con tan poca resistencia.
El nombre (y el contenido) se lo da un armenio nacionalizado británico que hizo su fortuna con el petróleo. Y me gustó saber que no sólo se dedicó a comprar objetos de tanto valor como inversión sino que supo disfrutarlas a diario ya que las tenía decorando sus casas, que no eran precisamente unos adosados en una urbanización.
Esta introducción viene al caso porque no hay manera de zafarse ni por un minuto de la cuestión económica que vivimos. Y quiero hacer una pequeña reflexión acerca del sostenimiento de los conciertos. En los casi treinta años que llevo moviéndome, he visto crecer el número de conservatorios, escuelas de danza, auditorios, teatros, fundaciones, festivales, orquestas, concursos... Es decir, se ha incrementado notablemente la infraestructura necesaria para poderlos llevar a cabo. Si exceptuamos las programaciones habituales de dichos auditorios y los grandes eventos, con entradas a precios a veces nada populares, nos queda el recital de formato pequeño y mediano, o sea, los solistas y la música de cámara. Siempre he sostenido que con lo que cuesta un sólo espectáculo sinfónico (lo más básico) es posible organizar una temporada completa con un concierto a la semana, incluso más. En un día se gasta lo que daría para un año. Esto no es demagogia, son números. Y no hace nada he tenido esta misma discusión con un presidente de una asociación al que le obligaban sus patrocinadores a gastar una gran cantidad de euros en sólo cuatro conciertos de bulto teniendo que suprimir sin más la programación anual, la de los aficionados de verdad.

Hasta ayer, las cajas de ahorro tenían una Obra Socio-Cultural (ahora se ha quedado en Obra Social) que les obligaba a financiar distintas manifestaciones artísticas como exposiciones, recitales, conferencias, etc... Hace tres o cuatro años, cuando se negaba lo que venía, los músicos, de nuevo, nos enteramos antes que nadie de la situación real de la economía. Ya se sabe, la cuerda siempre se rompe por el punto más débil. De golpe y porrazo quedaron suprimidas ayudas, subvenciones, programaciones propias, circuitos, ciclos y tantos eventos que podíamos disfrutar, generalmente gratis, porque, a estos niveles, lo único que se mantenía con entrada libre era la música. Una obra de teatro, por ejemplo, siempre necesitó de la taquilla. ¿Por qué un recital no? Ahora nos vemos en una situación que es la que más triste me deja. No es cuestión de dinero, no van los tiros por ahí, que sólo he intentado hacer un breve resumen del funcionamiento de la cultura. Lo que me preocupa de verdad es que en todos estos años se ha seguido viendo la música como un entretenimiento y no como una necesidad. Aquí se intentó hacer negocio rápido, como en todos lados, sin invertir en futuro, en que los sonidos formaran parte de nuestro ser y no pudiésemos vivir sin ellos, hasta el punto de que, igual que paramos a comprar un helado cuando tenemos calor, pagásemos casi lo mismo por oír a un pianista dejarse los dedos cuando nuestra mente necesitara deleite.
Se vuelve a hablar de iniciativa privada y de mecenazgo a la vez que vuelven ideas como 'el arte por el arte'. ¿Y qué significa esta frase para mí? Muy simple: que nadie me compre, que nadie me obligue a hacer el pino además de tocar, que un cateto no me dicte el programa que he de interpretar, que un analfabeto no pueda cobrar como sueldo más de la mitad de un presupuesto cultural, que no se sigan despilfarrando cantidades enormes en un sólo acto para no ser menos que otros, que no se siga viendo a los músicos como sirvientes... ¿Ya nos hemos olvidado de Mozart o de Beethoven? ¿Tan poco nos va a costar volver a la librea y a la reverencia, o a amenizar las cenas privadas de los que nos han llevado al desastre? ¿La cultura y el saber no nos han hecho más libres?
Hasta que la sociedad no necesite la música como algo vital esto no va a cambiar. Mientras, aguantaremos esta enésima crisis como podamos, pero, por favor, no retrocedamos tanto en tan poco ni con tan poca resistencia.
miércoles, 30 de mayo de 2012
La oveja
Sigo dándole vueltas a la gran responsabilidad que tienen los profesores ante los alumnos. Puede que esté un poco obsesionado pero me da lo mismo. La perspectiva que da el tiempo transcurrido, los años cumplidos, la experiencia y, sobre todo, el revivir los propios recuerdos sin dejar de analizarlos, me hacen tener algunas ideas al respecto.
Ya he ido soltando en otras entradas varios pensamientos con los que se puede estar en desacuerdo, evidentemente. Pero siempre voy directo a la actitud, al comportamiento, a la entrega. Siempre, y recalco siempre, intento ver lo positivo de cada músico, de cada intérprete, quedarme con lo mejor de cada recital, y me cuesta mucho criticar, en el sentido peyorativo de la palabra, pues sé lo difícil que es llegar a estar sobre un escenario tocando un programa mínimamente aceptable. Me malhumora instantáneamente el más mínimo comentario despectivo hacia un concertista, sobre todo cuando quien lo hace no tiene lo que se llama autoridad moral. Y, por supuesto, como también hay excepciones para esto, quedan excluidos los caraduras, que alguno anda suelto por ahí.
Salir a escena requiere preparación y estudio, está claro. Lo que de verdad cuesta es atreverse a dar ese primer paso, no digo ya el que te dirige hacia el instrumento situado en el centro de la caja escénica, sino al que te lleva a querer dar tu primer concierto. Ahí está la madre del cordero (o sea, la oveja).
Al contemplar en el encuentro de Jerez las caras de tantos estudiantes cuando les pregunté quién había dado ya su primer concierto (nadie levantó la mano), sólo vi ganas de hacerlo. Es verdad que el conservatorio es profesional y aún les queda un buen trecho por recorrer, pero ¿dónde está escrito que para ofrecer un recital haya que tener tal curso acabado? ¿Cuál es el nivel mínimo aceptable? Y, a donde realmente quiero llegar, ¿quién tiene el poder de decidirlo?
Por desgracia, he sido testigo de broncas monumentales, castigos ejemplares e incluso expulsiones de clase de por vida por parte de profesores que creen tener el derecho de prohibirnos el más mínimo desarrollo personal, el más mínimo movimiento ajeno a su control. Y todo para que alguien igual de ... que él no vaya corriendo a decirle que su alumno ha dado un concierto a sus espaldas y que, además, no le ha gustado nada (¡cómo va a gustarle si es un frustrado que no consiente que nadie camine!).
Y, lo peor de todo, es que la suma de estos actos a una rutina de la negatividad en clase nos va a dar como resultado una legión de alumnos convencidos de que no sirven para nada. ¿Nos hemos parado a calcular cuántos futuros pianistas que llenan los conservatorios siguen abandonando sistemáticamente este divino oficio?
Ésta es la responsabilidad de la que hablo. El profesor, en cualquier nivel, es quien tiene en sus manos la vida de un músico incipiente, lleno de ilusión y de miedo, de ganas de saber y de lagunas, que va a recorrer un desierto confiando en las instrucciones de su mentor que le han de llevar al oasis.
Mirad sólo un poco a vuestro alrededor. Son adolescentes, llenos de vida, de energía, de futuro (sí, también de granos). Qué mejor satisfacción que haber sido el artífice de su éxito. Qué mayor honor que el ser recordado con gratitud eterna. Qué cara de felicidad al disfrutar de lo conseguido por ellos.
Es posible, esto no es un sueño. Hay muchos profesores estupendos volcados con sus alumnos. Muchos profesionales de la enseñanza que son conscientes de la alta responsabilidad que tienen a diario y con todos y cada uno de sus pupilos. Esta carrera no se puede estudiar solo, no se puede aprender de la nada. Por eso, cada vez que un nuevo nombre salta a la palestra, suele venir respaldado por el saber de otros que le precedieron.
Igual no nos fue posible tener nuestro minuto de gloria sobre el escenario pero sí podemos ayudar a que otros lo consigan. Y la manera de hacerlo no es recomendando abandonar o aconsejando la dedicación a la bicicleta (tal como suena), sino dando sentido a la misión que, en muchos casos sin esperarlo, tenemos encomendada.
Ellos siempre lo merecen, son el futuro, nuestra esperanza.
Ya he ido soltando en otras entradas varios pensamientos con los que se puede estar en desacuerdo, evidentemente. Pero siempre voy directo a la actitud, al comportamiento, a la entrega. Siempre, y recalco siempre, intento ver lo positivo de cada músico, de cada intérprete, quedarme con lo mejor de cada recital, y me cuesta mucho criticar, en el sentido peyorativo de la palabra, pues sé lo difícil que es llegar a estar sobre un escenario tocando un programa mínimamente aceptable. Me malhumora instantáneamente el más mínimo comentario despectivo hacia un concertista, sobre todo cuando quien lo hace no tiene lo que se llama autoridad moral. Y, por supuesto, como también hay excepciones para esto, quedan excluidos los caraduras, que alguno anda suelto por ahí.
Salir a escena requiere preparación y estudio, está claro. Lo que de verdad cuesta es atreverse a dar ese primer paso, no digo ya el que te dirige hacia el instrumento situado en el centro de la caja escénica, sino al que te lleva a querer dar tu primer concierto. Ahí está la madre del cordero (o sea, la oveja).
Al contemplar en el encuentro de Jerez las caras de tantos estudiantes cuando les pregunté quién había dado ya su primer concierto (nadie levantó la mano), sólo vi ganas de hacerlo. Es verdad que el conservatorio es profesional y aún les queda un buen trecho por recorrer, pero ¿dónde está escrito que para ofrecer un recital haya que tener tal curso acabado? ¿Cuál es el nivel mínimo aceptable? Y, a donde realmente quiero llegar, ¿quién tiene el poder de decidirlo?
Por desgracia, he sido testigo de broncas monumentales, castigos ejemplares e incluso expulsiones de clase de por vida por parte de profesores que creen tener el derecho de prohibirnos el más mínimo desarrollo personal, el más mínimo movimiento ajeno a su control. Y todo para que alguien igual de ... que él no vaya corriendo a decirle que su alumno ha dado un concierto a sus espaldas y que, además, no le ha gustado nada (¡cómo va a gustarle si es un frustrado que no consiente que nadie camine!).
Y, lo peor de todo, es que la suma de estos actos a una rutina de la negatividad en clase nos va a dar como resultado una legión de alumnos convencidos de que no sirven para nada. ¿Nos hemos parado a calcular cuántos futuros pianistas que llenan los conservatorios siguen abandonando sistemáticamente este divino oficio?
Ésta es la responsabilidad de la que hablo. El profesor, en cualquier nivel, es quien tiene en sus manos la vida de un músico incipiente, lleno de ilusión y de miedo, de ganas de saber y de lagunas, que va a recorrer un desierto confiando en las instrucciones de su mentor que le han de llevar al oasis.
Mirad sólo un poco a vuestro alrededor. Son adolescentes, llenos de vida, de energía, de futuro (sí, también de granos). Qué mejor satisfacción que haber sido el artífice de su éxito. Qué mayor honor que el ser recordado con gratitud eterna. Qué cara de felicidad al disfrutar de lo conseguido por ellos.
Es posible, esto no es un sueño. Hay muchos profesores estupendos volcados con sus alumnos. Muchos profesionales de la enseñanza que son conscientes de la alta responsabilidad que tienen a diario y con todos y cada uno de sus pupilos. Esta carrera no se puede estudiar solo, no se puede aprender de la nada. Por eso, cada vez que un nuevo nombre salta a la palestra, suele venir respaldado por el saber de otros que le precedieron.
Igual no nos fue posible tener nuestro minuto de gloria sobre el escenario pero sí podemos ayudar a que otros lo consigan. Y la manera de hacerlo no es recomendando abandonar o aconsejando la dedicación a la bicicleta (tal como suena), sino dando sentido a la misión que, en muchos casos sin esperarlo, tenemos encomendada.
Ellos siempre lo merecen, son el futuro, nuestra esperanza.
domingo, 27 de mayo de 2012
Menuda responsabilidad
Desde que empecé a escribir este blog no he dejado de recibir comentarios y correos en los que he podido comprobar que a todos nos ocurre prácticamente lo mismo. Tenemos las mismas experiencias, las mismas carencias, los mismos anhelos, los mismos miedos, las mismas alegrías... En algunos me preguntaban si era posible asistir a las conferencias, charlas, master class, cursos, o como se quiera llamar, que yo impartía en torno al concertismo. Pero es que yo no hacía nada de eso.
Y como las semillas, cuando caen en terreno fértil, suelen germinar (aunque vengan envasadas y transportadas por un grácil gorrioncillo), éste brote fue creciendo y creciendo hasta llegar a hacerse realidad. El pasado miércoles inauguré una nueva faceta ni siquiera imaginada meses atrás: ofrecí mi primer encuentro con estudiantes y profesores en el Conservatorio Profesional de Jerez de la Frontera.
Nervioso no se puede decir que estuviera ya que el tema no he tenido que estudiarlo sino que lo he vivido. Pero sí sentía responsabilidad, un gran peso. Llevaba un buen guión para desarrollar, no quería dejar asuntos importantes sin tocar, y, aunque parecía que tenía tiempo de sobra, las cuatro horas que pasé charlando se me fueron volando y aún tuve que resumir algunos apartados.
Tenía que hablar de tantas cosas que en catorce años de conservatorio ni siquiera se comentan. Al finalizar los estudios salimos como toros al ruedo, fuertes, valientes, imparables y salvajes, y resulta que no sabemos hacia dónde mirar. Y, al igual que un Miura o un Victorino, en cuanto vemos un pañuelito rojo allá que vamos. Y eso no puede ser. Catorce años son muchos, y más si prolongamos nuestra formación, para mirar hacia un horizonte desconocido que en la mayoría de los casos pierde el nombre por encontrarse a escasos dos metros de nuestras narices, y adiós a las ilusiones y a los sueños. ¿Por qué nos han metido tanto miedo en el cuerpo? ¿Por qué no nos han quitado, quienes podían, esa losa que nos aprisiona?
Conforme evolucionaba la tarde seguían llegando nuevos oyentes que permanecían como atados a la butaca del salón de actos. El temor de un conferenciante es aburrir a las ovejas, más si andamos entre pastores. Éramos colegas, unos con más edad y otros más jóvenes, pero colegas. Nos unía la misma pasión por la música, y no digo el piano pues la 'cosa' se abrió a todos los instrumentos. Al acabar la tarde el salón estaba hasta la bandera y yo sólo tenía ganas de contarles todo lo que sabía de primera mano, lo que se iban a encontrar al cabo de unos años, cómo tenían que mentalizarse, que prepararse, lo valiosos que eran cada uno de ellos individualmente, lo privilegiados que éramos por vivir rodeados de música, la oportunidad que todos merecían siempre sin importar su nivel, en quién debían confiar y de qué debían huir, cómo llamar a una puerta para que se abriera...
Para mí fue un tarde intensa. No era el edificio en el que empecé a estudiar, pues aquel no reunía las mínimas condiciones exigidas hoy para un centro público, pero era Jerez y detrás estaba el retrato de Joaquín Villatoro, casi mi primer profesor y quien me dirigió por primera vez a mis trece años el KV466 de Mozart. Delante, miembros del excelente claustro de profesores que habían sido compañeros y que siguen siendo muy buenos amigos, que sonreían ante los comentarios de anécdotas comunes. Y los estudiantes. Es cierto que de ellos es el futuro, pero es más cierto que debemos despejárselo, ponérselo fácil, ayudarles con nuestra experiencia, evitarles nuestras caídas... y animarles, decirles que se puede. Se trata de su vida, de toda su vida, no de la nuestra, y muchos de nosotros tenemos el poder de decantársela hacia la realización o hacia la frustración. ¡Menuda responsabilidad!
Y, además, como dice Víctor Manuel, "aquí cabemos todos o no cabe ni Dios".

Nervioso no se puede decir que estuviera ya que el tema no he tenido que estudiarlo sino que lo he vivido. Pero sí sentía responsabilidad, un gran peso. Llevaba un buen guión para desarrollar, no quería dejar asuntos importantes sin tocar, y, aunque parecía que tenía tiempo de sobra, las cuatro horas que pasé charlando se me fueron volando y aún tuve que resumir algunos apartados.
Tenía que hablar de tantas cosas que en catorce años de conservatorio ni siquiera se comentan. Al finalizar los estudios salimos como toros al ruedo, fuertes, valientes, imparables y salvajes, y resulta que no sabemos hacia dónde mirar. Y, al igual que un Miura o un Victorino, en cuanto vemos un pañuelito rojo allá que vamos. Y eso no puede ser. Catorce años son muchos, y más si prolongamos nuestra formación, para mirar hacia un horizonte desconocido que en la mayoría de los casos pierde el nombre por encontrarse a escasos dos metros de nuestras narices, y adiós a las ilusiones y a los sueños. ¿Por qué nos han metido tanto miedo en el cuerpo? ¿Por qué no nos han quitado, quienes podían, esa losa que nos aprisiona?
Conforme evolucionaba la tarde seguían llegando nuevos oyentes que permanecían como atados a la butaca del salón de actos. El temor de un conferenciante es aburrir a las ovejas, más si andamos entre pastores. Éramos colegas, unos con más edad y otros más jóvenes, pero colegas. Nos unía la misma pasión por la música, y no digo el piano pues la 'cosa' se abrió a todos los instrumentos. Al acabar la tarde el salón estaba hasta la bandera y yo sólo tenía ganas de contarles todo lo que sabía de primera mano, lo que se iban a encontrar al cabo de unos años, cómo tenían que mentalizarse, que prepararse, lo valiosos que eran cada uno de ellos individualmente, lo privilegiados que éramos por vivir rodeados de música, la oportunidad que todos merecían siempre sin importar su nivel, en quién debían confiar y de qué debían huir, cómo llamar a una puerta para que se abriera...
Para mí fue un tarde intensa. No era el edificio en el que empecé a estudiar, pues aquel no reunía las mínimas condiciones exigidas hoy para un centro público, pero era Jerez y detrás estaba el retrato de Joaquín Villatoro, casi mi primer profesor y quien me dirigió por primera vez a mis trece años el KV466 de Mozart. Delante, miembros del excelente claustro de profesores que habían sido compañeros y que siguen siendo muy buenos amigos, que sonreían ante los comentarios de anécdotas comunes. Y los estudiantes. Es cierto que de ellos es el futuro, pero es más cierto que debemos despejárselo, ponérselo fácil, ayudarles con nuestra experiencia, evitarles nuestras caídas... y animarles, decirles que se puede. Se trata de su vida, de toda su vida, no de la nuestra, y muchos de nosotros tenemos el poder de decantársela hacia la realización o hacia la frustración. ¡Menuda responsabilidad!
Y, además, como dice Víctor Manuel, "aquí cabemos todos o no cabe ni Dios".
miércoles, 23 de mayo de 2012
Adelante
El viaje a ninguna parte es una de esas películas que siempre que la veo me deja un sabor amargo. Camuflada como comedia subyace la realidad, cruda y desnuda, de lo que no hace tanto era la vida de los actores ambulantes, los llamados 'cómicos', que iban de pueblo en pueblo representando su función en cualquier local medio aceptable y cobrando casi la voluntad de los curiosos que se acercaban a entretenerse un poco.
Es una de esas muestras de absoluta inteligencia de uno de los grandes, Fernando Fernán Gómez. En España estamos tan acostumbrados a tener que reírnos de la desgracia que pudiera parecer que nos guste. Pero me da a mí que no, que la procesión va por dentro.
¿Y qué hago hablando de teatro y de actores si somos músicos? Muy simple. Si tenéis un rato, ved la película, y en vez de actores poned músicos, lo mismo da.
Me resulta complicado simplificar un tema que puede resumir el espíritu de una vida. Dedicarse a esto debe tener algo de vocación (más bien bastante) pues no siempre la corriente del río lleva agua en abundancia. Además, hay que saber sortear los remolinos, las rocas, los desniveles y los tramos planos.
Pues, le pese a quien le pese, con todas las trabas del mundo, dirigidos por gente insensible a la actividad artística, en un momento en que deberíamos ser imprescindibles para ayudar a digerir la tensión diaria, con una profesión siempre en duda de si realmente lo es y teniendo que aguantar los comentarios del ministro de turno sobre el precio de la cultura, como si esto no viniera de largo, sólo me queda recurrir a la historia reciente para comprobar que siempre fue así, que la cultura sigue siendo un acto generoso de muchas personas que han dedicado su esfuerzo, su cabeza y su tiempo a realizar su sueño, vivir del arte, ya sea música, pintura, teatro, literatura o cualquier parcela de las que, como comenté hace bien poco, al ser presentados nos miren con incredulidad, esbocen una sonrisa, ladeen la cara y, sin cortarse un pelo, suelten por esa boquita ¿y qué más?
Sigamos disfrutando del privilegio de pasar por este mundo en torno a la música, con un placer tan grande, tan intangible y tan privado que sólo nos pertenece a nosotros mismos y nunca nos lo podrán arrebatar.
Es una de esas muestras de absoluta inteligencia de uno de los grandes, Fernando Fernán Gómez. En España estamos tan acostumbrados a tener que reírnos de la desgracia que pudiera parecer que nos guste. Pero me da a mí que no, que la procesión va por dentro.
¿Y qué hago hablando de teatro y de actores si somos músicos? Muy simple. Si tenéis un rato, ved la película, y en vez de actores poned músicos, lo mismo da.
Me resulta complicado simplificar un tema que puede resumir el espíritu de una vida. Dedicarse a esto debe tener algo de vocación (más bien bastante) pues no siempre la corriente del río lleva agua en abundancia. Además, hay que saber sortear los remolinos, las rocas, los desniveles y los tramos planos.
Pues, le pese a quien le pese, con todas las trabas del mundo, dirigidos por gente insensible a la actividad artística, en un momento en que deberíamos ser imprescindibles para ayudar a digerir la tensión diaria, con una profesión siempre en duda de si realmente lo es y teniendo que aguantar los comentarios del ministro de turno sobre el precio de la cultura, como si esto no viniera de largo, sólo me queda recurrir a la historia reciente para comprobar que siempre fue así, que la cultura sigue siendo un acto generoso de muchas personas que han dedicado su esfuerzo, su cabeza y su tiempo a realizar su sueño, vivir del arte, ya sea música, pintura, teatro, literatura o cualquier parcela de las que, como comenté hace bien poco, al ser presentados nos miren con incredulidad, esbocen una sonrisa, ladeen la cara y, sin cortarse un pelo, suelten por esa boquita ¿y qué más?
Sigamos disfrutando del privilegio de pasar por este mundo en torno a la música, con un placer tan grande, tan intangible y tan privado que sólo nos pertenece a nosotros mismos y nunca nos lo podrán arrebatar.
domingo, 20 de mayo de 2012
Pequeñas cosas
Tenía que hacer un pequeño trabajo de bricolaje, así que busqué algo que poner como música de fondo, algo que no me distrajera del todo, pues soy de los que se le van los cinco sentidos por la oreja. Rebuscando en las carpetas del ordenador, que siempre quedan cosas por oír, abrí la de María Tipo. Allí tenía una colección de cinco discos dedicados a Bach, recopilados por la Emi, incluyendo transcripciones de Busoni, las Goldberg, las seis Partitas y los Pequeños Preludios junto a otras piezas, que fue el que finalmente elegí. El sonido de la sierra se mezclaba con el del piano. Era muy agradable. Sonaba la Fantasía cromática y fuga en re menor. Pequeños parones para escuchar mejor y vuelta al trabajo.
Entonces empezaron a llegarme unos sonidos distintos. Obras tocadas desde siempre, oídas a multitud de alumnos principiantes en otras tantas audiciones, que parecían nuevas. Aceleré un poco el ritmo para intentar terminar la chapuza pero tuve que sentarme y subir el volumen tras darle al retroceso del reproductor. Me levanté de nuevo a coger la partitura, igual eran otras piezas similares. No, eran las mismas, pero vistas con una altura de miras que, más que Pequeños, eran Grandes Preludios. Cada uno con su individualidad, con voces emergentes, ritmos claros y precisos, y una recreación sonora hasta hoy desconocida por mí ante estas 'sencillas obritas'.
Es increíble lo que nos queda por aprender. Nos pasamos años enteros intentando abarcar un repertorio importante, seleccionando entre lo mejor pues no podemos con todo, y resulta que tenemos delante y nos pasan desapercibidas obras de menor entidad pero no de menor calidad. Quizás no supimos estudiarlas adecuadamente o no supieron enseñárnoslas (del verbo mostrar) en toda su magnitud, que, no lo olvidemos, hablamos de ese tal Bach que, además de veinte hijos, dejó un buen legado para la posteridad.
Vamos, manos a la obra. Dedicad un momento a redescubrir esta colección y no os arrepentiréis.
Y, claro, ya puestos, seguiremos con las Goldberg y... ¿las Sonatas de Scarlatti? Pero esta mujer es alucinante, toca como quiere. He empezado a buscar información sobre ella y sólo he encontrado una pequeña reseña en la Wikipedia. No mucho más. Pocos vídeos, pocas imágenes... Y esto me ha llevado a acordarme del comentario de un viejo amigo que decía que en música lo que impera es el marketing. No siempre me lo ha parecido, pero cada vez estoy más convencido de que lleva razón. ¿Realmente son los mejores los que suenan sin parar por todos lados? A María Tipo la conocía, por supuesto, pero apenas la había oído pues no tenía sus discos y sólo un acto sencillo me la ha puesto delante. Cada vez es más frecuente que los jóvenes intérpretes emergentes puedan dar una imagen que vender, ya no basta con tocar bien o tener una personalidad distinta. Las portadas de los discos parecen de revistas de moda, que no digo que esté mal, pero me parece sospechoso que sólo despunten los que tengan un cierto atractivo añadido. Parece que lo que interesa es vender y hay que hacerlo por la vista, rapidito, sin importar si el contenido va a satisfacer nuestras expectativas.
El poder de elección lo seguimos teniendo nosotros. No nos dejemos engañar por tal o cual casa discográfica, por el respaldo del mejor concurso archiconocido polaco o ruso, por una carita cándida que esconde una expresión de ambición... Hay mucho ruido en torno al negocio y mucho en juego. El mercado quiere vender, da igual que sean discos, libros o salchichones y bebidas energéticas, ¿qué más da? En consecuencia, las versiones que nos van a llegar no tienen por qué servirnos de referencia pues igual desvirtuamos ciertos conceptos. Ya me referí a esto cuando comenté las colecciones de piezas de Brahms, de las que no es fácil encontrar algo más que las notas o un sonidito empalagoso.
Tomemos el control, que nos han formado para eso, y juzguemos con la mejor baza que tenemos, la partitura. Ahí está todo. Si leemos correctamente lo que está escrito, seguro que nos acercamos al original. Después vendrán, si queremos, la recreación, la imaginación y las pequeñas desviaciones del camino que permitirán que las obras sigan vivas y no mueran de aburrimiento.

Es increíble lo que nos queda por aprender. Nos pasamos años enteros intentando abarcar un repertorio importante, seleccionando entre lo mejor pues no podemos con todo, y resulta que tenemos delante y nos pasan desapercibidas obras de menor entidad pero no de menor calidad. Quizás no supimos estudiarlas adecuadamente o no supieron enseñárnoslas (del verbo mostrar) en toda su magnitud, que, no lo olvidemos, hablamos de ese tal Bach que, además de veinte hijos, dejó un buen legado para la posteridad.
Vamos, manos a la obra. Dedicad un momento a redescubrir esta colección y no os arrepentiréis.
Y, claro, ya puestos, seguiremos con las Goldberg y... ¿las Sonatas de Scarlatti? Pero esta mujer es alucinante, toca como quiere. He empezado a buscar información sobre ella y sólo he encontrado una pequeña reseña en la Wikipedia. No mucho más. Pocos vídeos, pocas imágenes... Y esto me ha llevado a acordarme del comentario de un viejo amigo que decía que en música lo que impera es el marketing. No siempre me lo ha parecido, pero cada vez estoy más convencido de que lleva razón. ¿Realmente son los mejores los que suenan sin parar por todos lados? A María Tipo la conocía, por supuesto, pero apenas la había oído pues no tenía sus discos y sólo un acto sencillo me la ha puesto delante. Cada vez es más frecuente que los jóvenes intérpretes emergentes puedan dar una imagen que vender, ya no basta con tocar bien o tener una personalidad distinta. Las portadas de los discos parecen de revistas de moda, que no digo que esté mal, pero me parece sospechoso que sólo despunten los que tengan un cierto atractivo añadido. Parece que lo que interesa es vender y hay que hacerlo por la vista, rapidito, sin importar si el contenido va a satisfacer nuestras expectativas.
El poder de elección lo seguimos teniendo nosotros. No nos dejemos engañar por tal o cual casa discográfica, por el respaldo del mejor concurso archiconocido polaco o ruso, por una carita cándida que esconde una expresión de ambición... Hay mucho ruido en torno al negocio y mucho en juego. El mercado quiere vender, da igual que sean discos, libros o salchichones y bebidas energéticas, ¿qué más da? En consecuencia, las versiones que nos van a llegar no tienen por qué servirnos de referencia pues igual desvirtuamos ciertos conceptos. Ya me referí a esto cuando comenté las colecciones de piezas de Brahms, de las que no es fácil encontrar algo más que las notas o un sonidito empalagoso.
Tomemos el control, que nos han formado para eso, y juzguemos con la mejor baza que tenemos, la partitura. Ahí está todo. Si leemos correctamente lo que está escrito, seguro que nos acercamos al original. Después vendrán, si queremos, la recreación, la imaginación y las pequeñas desviaciones del camino que permitirán que las obras sigan vivas y no mueran de aburrimiento.
miércoles, 16 de mayo de 2012
Tras los pasos de... Lorca
Ayer pasé un día estupendo en Baeza, Jaén. Resulta que se conmemora el centenario de la llegada de Antonio Machado en 1912 como catedrático de francés y aproveché para revisitar los sitios machadianos. Ya los conocía, pues he tocado en varias ocasiones tanto para el ayuntamiento como para el conservatorio, pero nunca me canso. Además llevo a la mejor guía a mi lado, a Beatriz. Es una apasionada fetichista literaria y me lo ha inculcado. Aunque es evidente que no es imprescindible, conocer de primera mano dónde y cómo vivió el poeta ayuda a entender múltiples factores de su personalidad y de su obra. Los paseos por los que pensaba y observaba, la pensión en la que se hospedó, el piso en el que se instaló con su madre, el aula donde impartió clases y los casinos a los que asistía, en uno de los cuales tuvo un casual encuentro con el joven estudiante de la Universidad de Granada, Federico García Lorca.
Ni que decir tiene que he visitado también todos los sitios lorquianos, algo que para nosotros es hasta más importante por su relación con la música. Fue un buen pianista, tanto que sólo las circunstancias hicieron que se decantara por la literatura. Su viejo profesor, Antonio Segura, de quien se decía que era discípulo de Verdi, intentaba convencer al padre de Federico de la conveniencia de continuar sus estudios en París, en 1916. Sólo la muerte del maestro y la férrea negativa de don Federico García Rodríguez le hicieron renunciar a la carrera pianística.
Pero la formación académica recibida era buena y, aunque es verdad que no llegó a ejercer como concertista, cada vez que tenía ocasión se sentaba al piano bien para amenizar una velada bien para ilustrar una conferencia. Han quedado muchos testimonios de su manera de tocar y de improvisar, incluso de su interpretación de la Appassionata de Beethoven en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Pero si ha quedado algo único ha sido su grabación de las Canciones Españolas Antiguas, armonizadas por él mismo.
La versión para voz y piano hace tiempo que la toco y siempre es un éxito pues al público no hay nada que le guste más que reconocer lo que está oyendo. Pero yo fui un poquito más allá y el año pasado me atreví a realizar una transcripción para violonchelo y piano, para así poder tocarlas con mi hija pues creo que no existe otra de la colección completa, aunque sí algunas canciones sueltas. El resultado está siendo estupendo.
El haber visitado su casa natal en Fuente Vaqueros, la no menos importante casa familiar en Valderrubio (donde a la sombra de una parra he compartido chorizo y vino con Pepe 'el amor', persona a cargo de la casa que nos contó muchas verdades acerca de Federico y los suyos), la residencia veraniega en la Huerta de San Vicente, la casa de los Rosales donde lo detuvieron, el barranco de Víznar donde lo fusilaron y la posible fosa común en la que está enterrado (tantas dudas al respecto y tantas trabas) seguramente no me harán tocar mejor, pero es probable que me hagan recrear con una visión más completa lo que el propio Federico pudo sentir.
Respirar el aire que respiró, ver las 'montañas azules', pisar las losas por las que anduvo, admirar sus enseres (originales y recreados) incluidos los pianos en los que tocaba, pasear por los campos que fueron de su familia... No se puede explicar, es mejor vivirlo.
Si queréis conocer un poco más a García Lorca lo tenéis muy fácil con esta colección de Canciones que podemos tocar a piano solo pues casi todo el tiempo está doblando la melodía. Ya se encargó él de seleccionar lo mejor de entre todos los Cancioneros que conocía de memoria, que no eran pocos. No se llega a ser tan grande de cualquier manera.
Ni que decir tiene que he visitado también todos los sitios lorquianos, algo que para nosotros es hasta más importante por su relación con la música. Fue un buen pianista, tanto que sólo las circunstancias hicieron que se decantara por la literatura. Su viejo profesor, Antonio Segura, de quien se decía que era discípulo de Verdi, intentaba convencer al padre de Federico de la conveniencia de continuar sus estudios en París, en 1916. Sólo la muerte del maestro y la férrea negativa de don Federico García Rodríguez le hicieron renunciar a la carrera pianística.
Pero la formación académica recibida era buena y, aunque es verdad que no llegó a ejercer como concertista, cada vez que tenía ocasión se sentaba al piano bien para amenizar una velada bien para ilustrar una conferencia. Han quedado muchos testimonios de su manera de tocar y de improvisar, incluso de su interpretación de la Appassionata de Beethoven en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Pero si ha quedado algo único ha sido su grabación de las Canciones Españolas Antiguas, armonizadas por él mismo.
La versión para voz y piano hace tiempo que la toco y siempre es un éxito pues al público no hay nada que le guste más que reconocer lo que está oyendo. Pero yo fui un poquito más allá y el año pasado me atreví a realizar una transcripción para violonchelo y piano, para así poder tocarlas con mi hija pues creo que no existe otra de la colección completa, aunque sí algunas canciones sueltas. El resultado está siendo estupendo.
El haber visitado su casa natal en Fuente Vaqueros, la no menos importante casa familiar en Valderrubio (donde a la sombra de una parra he compartido chorizo y vino con Pepe 'el amor', persona a cargo de la casa que nos contó muchas verdades acerca de Federico y los suyos), la residencia veraniega en la Huerta de San Vicente, la casa de los Rosales donde lo detuvieron, el barranco de Víznar donde lo fusilaron y la posible fosa común en la que está enterrado (tantas dudas al respecto y tantas trabas) seguramente no me harán tocar mejor, pero es probable que me hagan recrear con una visión más completa lo que el propio Federico pudo sentir.
Respirar el aire que respiró, ver las 'montañas azules', pisar las losas por las que anduvo, admirar sus enseres (originales y recreados) incluidos los pianos en los que tocaba, pasear por los campos que fueron de su familia... No se puede explicar, es mejor vivirlo.
Si queréis conocer un poco más a García Lorca lo tenéis muy fácil con esta colección de Canciones que podemos tocar a piano solo pues casi todo el tiempo está doblando la melodía. Ya se encargó él de seleccionar lo mejor de entre todos los Cancioneros que conocía de memoria, que no eran pocos. No se llega a ser tan grande de cualquier manera.
domingo, 13 de mayo de 2012
Mephisto Vals
La primera versión que escuché fue la de Lazar Berman y me cautivó. Urgentemente me hice con la partitura y empecé a..., ¿a qué?: a sudar, a sufrir, a agobiarme, a pensar que no podría... Hasta que los pasajes empezaron a fluir. No voy a mentir ni a echarme flores, me costó mucho trabajo y muchas horas. Realmente había un problema técnico previo que resolver. Qué digo, un montón de problemas, los tiene todos, pero se puede con ellos. Es más, diría que cualquiera puede, es cuestión de empeño. Y estoy seguro de lo que digo por una sencilla razón: Liszt escribía para el piano y sabía hacerlo. Es una obra absolutamente pianística y, una vez que nos hacemos con ella, es para siempre.
Quizás la mayor dificultad radique en cómo se van sucediendo y enlazando pasajes distintos que, al principio, nos hacen estar temerosos por lo que ha de venir. Creo que me explico con sólo mencionar el pasaje de los saltos. Pero insisto, sólo al principio, porque la seguridad de esta obra va creciendo cuanto más se toca. Y la preocupación por las notas va decreciendo igualmente. Esto es importante ya que no se puede tocar el Mephisto preocupado. Hay que meterse dentro, dejarse llevar y recrear toda la teatralidad de su argumento. Con poco que busquéis encontraréis versiones para todos los gustos pues no hay dos iguales: ésta de Daniil Trifonov (que, por cierto, vaya carrera que lleva el chaval), igual sirve para ilustrar lo que pretendo decir. Y otra, a la que nunca había prestado atención y me ha dejado boquiabierto, es a la de Alfred Brendel, magnífico lisztiano antes de sentar cátedra con sus Mozart, Schubert y Beethoven (y todo lo que le venga en gana).
Volviendo a mi más modesta trayectoria, el Mephisto fue mi mejor tarjeta de presentación. Cada vez que tenía un concierto para un público nuevo, una ciudad nueva, no dudaba en incluirlo. Y en los concursos también. Cuando quería asegurarme el pase a la siguiente fase, allá iba mi talismán (la pena es que no podía tocarla en todas las fases). Hasta para la grabación de programas de televisión, cuando había costumbre de reservar algún espacio para la música clásica aunque fuera a horarios criminales.
Esta obra supone todo un reto. Es verdad que hay quien la aborda como si de una sucesión de cuestiones mecánicas se tratara, como si cada nota tuviese que estar en su sitio y el mérito fuese empezar y acabar sin apenas despeinarse. Yo no lo veo así sino justo lo contrario. No hay que exagerar los gestos, obviamente, pero, si queremos que el público nos vitoree y nos saque a hombros después de dar la vuelta al ruedo, vamos a tener que concentrarnos, respirar bien hondo y abrir la puerta del infierno (en realidad la de la taberna que describe Lenau en su Fausto) para llegar tras el baile al desenfreno y a la lujuria.
Acabo de recordar que en una ocasión me prohibieron tocarlo pues el concierto iba a ser en una iglesia y el párroco se negó a que Satán entrase en 'sagrado' (y está cayendo una granizada monumental con tormenta incluida; es lo que tienen las invocaciones al maligno). (...Y otro cura me prohibió Orgía de Turina, por aquello de la carne).
miércoles, 9 de mayo de 2012
Pianista... ¿y qué más?
Desde pequeño, cualquiera que pasaba por delante, aunque fuera desde la acera de enfrente, se atrevía sin el más mínimo sonrojo a hacerme la dichosa preguntita: ¿y qué más? Mi respuesta siempre era la misma: ¿te parece poco? Esta carrera de música siempre ha estado considerada como poca cosa, tanto a efectos oficiales como a efectos prácticos. De hecho, ahí seguimos con las dudas acerca de si somos universitarios de pleno derecho, asimilados o perjudicados. Parece que, como nos gusta, es algo así como un hobby, una diversión, un entretenimiento para las horas de ocio.
Casi todos mis compañeros de carrera estaban matriculados en la universidad: Historia, Historia del Arte, Filologías varias, Magisterio, Biología, Farmacia, Derecho, Medicina... Para mí sólo había dos explicaciones, una de las cuales me enervaba.
La primera era de índole personal. El propio músico decidía continuar en otra vía de estudio por si acaso sus dotes personales no eran suficientes para convertirlo en un destacado intérprete. O bien sus aspiraciones de saber y capacidades lo llevaban a compatibilizar ambas líneas sin detrimento de ninguna. De todas formas, los conocimientos no sólo se adquieren académicamente, los libros están ahí al alcance de todos para lo que solemos llamar 'culturita general'.
La segunda solía venir impuesta vía paterna: "déjate de tonterías y estudia algo serio que te labre un porvenir; con la música no se puede vivir ni mantener una familia". Aproximadamente. Y lo peor del caso era cuando el afectado se lo creía. El apocamiento se cernía sobre sus hombros e iba disminuyendo su esfuerzo en el teclado. Poco a poco los libros, los parciales, las prácticas y las mismas clases iban rellenando el valioso tiempo de la juventud, cuando somos auténticas esponjas, e iban desequilibrando la paridad de las dos carreras. O bien, llegados a los cursos importantes en el instrumento, se decidía por apartarlos hasta dar el último empujón a ese otro que nos concedería el título de licenciado que podríamos restregar en la cara del progenitor y colgar de por vida, acaso vuelto de espaldas.
Por desgracia, he visto demasiados casos en los que las facultades musicales mermaron por culpa de 'la otra', magníficos pianistas que en el momento clave abrieron un paréntesis que nunca pudieron cerrar. Yo dudé hasta el final. Pero siempre tuve claro que sólo haría una carrera para hacerla bien, dedicado en cuerpo y alma, sin distracciones ni impedimentos. También sé que si las horas que he pasado ante el piano las hubiera puesto al servicio de la Ciencia (sí, era y soy de ciencias) estaría cerca de conseguir el Premio Nobel o el Príncipe de Asturias, o ya lo habría conseguido.
Por eso, cuando constantemente era preguntado por mi actividad (¿y tú, a qué te dedicas?) y contestaba que estudiaba piano o que era pianista, automáticamente, en el cien por cien de los casos, la siguiente frase era interrogativa: ¿y qué más? Me sentía patético y ridículo tratando de explicar que el piano era muy difícil, que era una carrera muy larga, que el grado superior era como la universidad... Daba igual. En la expresión de la cara veía una especie de incredulidad, o quizás decepción, como si ocultara la verdad y estuviera contando una trola. Jamás he oído que hicieran esa pregunta a cualquier profesional, incluyendo oficios no cualificados.
En una ocasión fui invitado a una barbacoa con un grupo variopinto de amigos relacionados con la universidad y la política. Asistió un peso pesado de la provincia de Cádiz y me presentaron. Su mujer, sindicalista y maestra, estuvo a punto de pedirme un acta notarial que certificara que me dedicaba a tocar el piano. No se lo creía, le parecía una broma. Aunque mis amigos dieron fe, cada vez que nos cruzábamos negaba con la cabeza como si le hubiese dicho que era Jesucristo resucitado.
Acabo de borrar el último párrafo. No quiero moralizar ni juzgar a nadie. Que cada uno haga lo que quiera. Pero sí dejar claro que ser pianista o músico es algo grande, y si otros no quieren o no pueden verlo, que les den.
Casi todos mis compañeros de carrera estaban matriculados en la universidad: Historia, Historia del Arte, Filologías varias, Magisterio, Biología, Farmacia, Derecho, Medicina... Para mí sólo había dos explicaciones, una de las cuales me enervaba.
La primera era de índole personal. El propio músico decidía continuar en otra vía de estudio por si acaso sus dotes personales no eran suficientes para convertirlo en un destacado intérprete. O bien sus aspiraciones de saber y capacidades lo llevaban a compatibilizar ambas líneas sin detrimento de ninguna. De todas formas, los conocimientos no sólo se adquieren académicamente, los libros están ahí al alcance de todos para lo que solemos llamar 'culturita general'.
La segunda solía venir impuesta vía paterna: "déjate de tonterías y estudia algo serio que te labre un porvenir; con la música no se puede vivir ni mantener una familia". Aproximadamente. Y lo peor del caso era cuando el afectado se lo creía. El apocamiento se cernía sobre sus hombros e iba disminuyendo su esfuerzo en el teclado. Poco a poco los libros, los parciales, las prácticas y las mismas clases iban rellenando el valioso tiempo de la juventud, cuando somos auténticas esponjas, e iban desequilibrando la paridad de las dos carreras. O bien, llegados a los cursos importantes en el instrumento, se decidía por apartarlos hasta dar el último empujón a ese otro que nos concedería el título de licenciado que podríamos restregar en la cara del progenitor y colgar de por vida, acaso vuelto de espaldas.
Por desgracia, he visto demasiados casos en los que las facultades musicales mermaron por culpa de 'la otra', magníficos pianistas que en el momento clave abrieron un paréntesis que nunca pudieron cerrar. Yo dudé hasta el final. Pero siempre tuve claro que sólo haría una carrera para hacerla bien, dedicado en cuerpo y alma, sin distracciones ni impedimentos. También sé que si las horas que he pasado ante el piano las hubiera puesto al servicio de la Ciencia (sí, era y soy de ciencias) estaría cerca de conseguir el Premio Nobel o el Príncipe de Asturias, o ya lo habría conseguido.
Por eso, cuando constantemente era preguntado por mi actividad (¿y tú, a qué te dedicas?) y contestaba que estudiaba piano o que era pianista, automáticamente, en el cien por cien de los casos, la siguiente frase era interrogativa: ¿y qué más? Me sentía patético y ridículo tratando de explicar que el piano era muy difícil, que era una carrera muy larga, que el grado superior era como la universidad... Daba igual. En la expresión de la cara veía una especie de incredulidad, o quizás decepción, como si ocultara la verdad y estuviera contando una trola. Jamás he oído que hicieran esa pregunta a cualquier profesional, incluyendo oficios no cualificados.
En una ocasión fui invitado a una barbacoa con un grupo variopinto de amigos relacionados con la universidad y la política. Asistió un peso pesado de la provincia de Cádiz y me presentaron. Su mujer, sindicalista y maestra, estuvo a punto de pedirme un acta notarial que certificara que me dedicaba a tocar el piano. No se lo creía, le parecía una broma. Aunque mis amigos dieron fe, cada vez que nos cruzábamos negaba con la cabeza como si le hubiese dicho que era Jesucristo resucitado.
Acabo de borrar el último párrafo. No quiero moralizar ni juzgar a nadie. Que cada uno haga lo que quiera. Pero sí dejar claro que ser pianista o músico es algo grande, y si otros no quieren o no pueden verlo, que les den.
domingo, 6 de mayo de 2012
Brahms
Mañana es 7 de mayo, día en que nació Brahms..., y yo también. Siempre me ha gustado pensar que algo nos une, aunque sólo sea esta fecha. Me resulta casi imposible describir las sensaciones que este hombre me provoca. En mi estudio tengo un magnífico retrato, que mi hija me regaló tras una gira por Alemania con la ROSS, que no me quita ojo cada vez que estoy sentado al piano. Y me gusta. Me reconforta.
La primera partitura que cayó en mis manos fue el Opus 118 cuando tenía catorce años. Tuve que estudiar los números 1 y 2 y, francamente, no me enteré de nada. Acababa de llegar a Sevilla y fue un impacto difícil de digerir. Estas piezas requerían una manera de tocar, de presionar, de ligar a las que no estaba acostumbrado. Pero, como todo, a fuerza de insistir, fueron cayendo las restantes hasta completar la colección. Y, ya puestos, por qué no seguir con el Opus 119. Estas dos obras me han dado mucho juego en toda mi carrera, tanto en concierto como en los concursos, completas o en selecciones. Quizás fue un comienzo directo, sin preparación alguna, pero no he podido dejar de alegrarme hasta hoy. Las piezas del 116 y del 117 forman parte de mi repertorio privado, suelo tocarlas para mí.
Creo que es un claro ejemplo de cómo podemos llegar a conocer a la persona a través de su obra. Éste es su legado último en el que concentra todo su saber.
Y también creo que no todas las versiones que circulan por ahí le hacen justicia. No voy a dar nombres, aunque no soporto que se toquen de cualquier manera, como si con dar las notas fuese bastante. Prefiero citar una versión que me encanta y que no es de las más difundidas, la de Elisabeth Leonskaja. Tienen un magnífico equilibrio entre vigor y lirismo. Aquí un ejemplo.
¡Venga, manos a la obra (nunca mejor dicho)! Es cuestión de empezar por la primera, o por la última, lo mismo da, pero hay que tocarlas, disfrutarlas. Y si no tenéis suficiente, podéis continuar con las opus 76 y 79.
Me doy cuenta que voy desde el final hacia el principio. Será porque así me ocurrió. O porque, en realidad, con Brahms da un poco igual, todo está escrito exquisitamente y siempre es él mismo, siempre es reconocible. Si no, ¿qué me decís de las Baladas op. 10, o de las Variaciones, en especial las de Haendel? Realmente es para enamorarse de este tío (ojito con los comentarios, ¿eh?).
Pero quiero llegar al final con la opus 5, la SONATA (sí, ya sé que es la tercera, pero ni comparación). Tenía veinte años... ¿Cómo se puede escribir una cosa así con esa edad? Justo hace un par de días le comentaba a Beatriz que me hubiera encantado estar en 1853 en casa de los Schumann. Eso tuvo que ser para no parar de llorar. También tengo mis problemas para encontrar una versión que me guste, es una obra tan compleja. El placer de tocarla no tiene medida. Lo reúne todo, fuerza, intimidad, equilibrio, control, libertad... Incluso el lema de su amigo Joachim: 'Libre, pero solo' (en alemán 'Frei, aber einsam', representado por las notas del último movimiento FA, LA, MI).
Hace un año, de nuevo mi hija me hizo otro regalo alusivo, en este caso un libro con una selección de Cartas, a cargo de Hans Gál, publicado por Nortesur. Os lo recomiendo para conocer al hombre, su personalidad, su humor, su ritmo de trabajo, su bondad, la buena vida que se pegó y también su soledad a pesar de la cantidad de amigos que tuvo.
Y para terminar, el regalo que este año me ha hecho mi hija ha sido la entrada para el concierto del jueves pasado de la ROSS con un monográfico Brahms, que incluía la Obertura para un Festival Académico, un estupendo Concierto de violín y la Segunda Sinfonía. Un empacho de los que no importa.

Creo que es un claro ejemplo de cómo podemos llegar a conocer a la persona a través de su obra. Éste es su legado último en el que concentra todo su saber.
Y también creo que no todas las versiones que circulan por ahí le hacen justicia. No voy a dar nombres, aunque no soporto que se toquen de cualquier manera, como si con dar las notas fuese bastante. Prefiero citar una versión que me encanta y que no es de las más difundidas, la de Elisabeth Leonskaja. Tienen un magnífico equilibrio entre vigor y lirismo. Aquí un ejemplo.
¡Venga, manos a la obra (nunca mejor dicho)! Es cuestión de empezar por la primera, o por la última, lo mismo da, pero hay que tocarlas, disfrutarlas. Y si no tenéis suficiente, podéis continuar con las opus 76 y 79.
Me doy cuenta que voy desde el final hacia el principio. Será porque así me ocurrió. O porque, en realidad, con Brahms da un poco igual, todo está escrito exquisitamente y siempre es él mismo, siempre es reconocible. Si no, ¿qué me decís de las Baladas op. 10, o de las Variaciones, en especial las de Haendel? Realmente es para enamorarse de este tío (ojito con los comentarios, ¿eh?).
Pero quiero llegar al final con la opus 5, la SONATA (sí, ya sé que es la tercera, pero ni comparación). Tenía veinte años... ¿Cómo se puede escribir una cosa así con esa edad? Justo hace un par de días le comentaba a Beatriz que me hubiera encantado estar en 1853 en casa de los Schumann. Eso tuvo que ser para no parar de llorar. También tengo mis problemas para encontrar una versión que me guste, es una obra tan compleja. El placer de tocarla no tiene medida. Lo reúne todo, fuerza, intimidad, equilibrio, control, libertad... Incluso el lema de su amigo Joachim: 'Libre, pero solo' (en alemán 'Frei, aber einsam', representado por las notas del último movimiento FA, LA, MI).
Hace un año, de nuevo mi hija me hizo otro regalo alusivo, en este caso un libro con una selección de Cartas, a cargo de Hans Gál, publicado por Nortesur. Os lo recomiendo para conocer al hombre, su personalidad, su humor, su ritmo de trabajo, su bondad, la buena vida que se pegó y también su soledad a pesar de la cantidad de amigos que tuvo.
Y para terminar, el regalo que este año me ha hecho mi hija ha sido la entrada para el concierto del jueves pasado de la ROSS con un monográfico Brahms, que incluía la Obertura para un Festival Académico, un estupendo Concierto de violín y la Segunda Sinfonía. Un empacho de los que no importa.
miércoles, 2 de mayo de 2012
Resistir
Mientras estaba redactando la última entrada y recordaba el Concierto en Re menor de Bach, encontré esta versión de Andrei Gavrilov. Y la sola contemplación del vídeo me transportó a otra época. No me refiero a los peinados o a las gafas, que también, sino a que, sólo dos años más tarde de esta grabación me faltó muy poco para haberme marchado a estudiar a Moscú con Dmitri Bashkirov. Hubieran sido seis años de sacerdocio musical y siempre me he preguntado cómo hubiese cambiado mi vida de haberlo hecho, aunque salí ganando al quedarme. Pero ésa es otra historia.
El caso es que seguí pasando de un vídeo a otro y encontré uno muy curioso con un mano a mano de Suites de Haendel entre Richter y el propio Gavrilov. ¿Os imagináis tocando con el gran Sviatoslav Richter pasándoos las páginas? Nooo, ¿verdad que no? Tocar delante de él, con sus ojos siguiendo la partitura y con esa cara tan seria... ¡Qué susto! Esta gente es de otra galaxia.
Me llamó la atención, pues no lo sabía (lo podéis leer en los comentarios del Concierto de Bach), que Gavrilov estaba bajo arresto domiciliario y que sufrió tres intentos de asesinato por parte del KGB. Hasta que no intervino Gorbachov no se libró del asedio. En una ocasión (8 de mayo de 1984) asistí en el Teatro Lope de Vega de Sevilla al Tercero de Rachmaninoff interpretado por Nikolai Demidenko (magnífico discípulo de Bashkirov) y la Orquesta Filarmónica de Moscú. ¡Qué barbaridad! En el descanso, impelido por la indómita Beatriz, nos colamos en el camerino a saludarlo. La entrevista fue amablemente conseguida por la organizadora de la Universidad de Sevilla y permitida por el comisario político al mando de la expedición, que en ningún momento nos quitó ojo. De hecho, el propio Demidenko nos hacía pequeños gestos sobre la conveniencia de determinadas preguntas. Fue amabilísimo y socarrón: pensad en la inteligencia de estos superdotados ante la fuerza bruta del antiguo régimen soviético.
Todo esto y mucho más se me ha colado estos días en la batidora. Y como a la hora de mezclar soy único, pues no paro hasta que salgo expulsado por la fuerza centrífuga, añadí los ingredientes de la actual situación económica. Y vislumbré un futuro similar al de la película El Concierto. Pero no un futuro pesimista, que parece lo fácil, sino un futuro en el que la música siempre estará por encima de la política, de la economía, de la miseria humana, de la envidia y de tantos obstáculos e inconvenientes como en realidad lo ha estado siempre. ¿O conocéis alguna historia de hadas con final feliz? Casi todas las biografías de autores e intérpretes están llenas de episodios dramáticos cuando no trágicos. Pero la música lo podía todo, quizás por aquella frase de El Arte por el Arte, que parece desterrada.
Siempre admiré esa especie de romanticismo que llena cualquier actividad que se ama. Es probable que ya no recordemos cuánto nos gustaba la música porque, claro, a estas alturas de la película quién nos va a engañar con milongas. Pero, ¿estamos seguros? La música está ahí, desde hace siglos, y va a seguir estando a pesar del Ministerio de Cultura o las dichosas Consejerías. Daos una vuelta por esas pequeñas asociaciones y sociedades que a duras penas logran organizar unos conciertos al año por el mero placer de disfrutar de un rato de evasión. Hay mucha gente a la que le gusta esto, que no tira la toalla, que piensa que la manera de aguantar es resistir porque quien resiste gana, así que, considerémonos triunfadores. La dignidad, las ganas, la ilusión, nuestra vida en definitiva, no puede estar en manos de los mercados ni de Angela Merkel. (Me voy a reír de mí mismo un poco: volved a leer este último párrafo con la música de Nimrod, de Elgar, así, con la lagrimilla temblorosa a lo Heidi).

Me llamó la atención, pues no lo sabía (lo podéis leer en los comentarios del Concierto de Bach), que Gavrilov estaba bajo arresto domiciliario y que sufrió tres intentos de asesinato por parte del KGB. Hasta que no intervino Gorbachov no se libró del asedio. En una ocasión (8 de mayo de 1984) asistí en el Teatro Lope de Vega de Sevilla al Tercero de Rachmaninoff interpretado por Nikolai Demidenko (magnífico discípulo de Bashkirov) y la Orquesta Filarmónica de Moscú. ¡Qué barbaridad! En el descanso, impelido por la indómita Beatriz, nos colamos en el camerino a saludarlo. La entrevista fue amablemente conseguida por la organizadora de la Universidad de Sevilla y permitida por el comisario político al mando de la expedición, que en ningún momento nos quitó ojo. De hecho, el propio Demidenko nos hacía pequeños gestos sobre la conveniencia de determinadas preguntas. Fue amabilísimo y socarrón: pensad en la inteligencia de estos superdotados ante la fuerza bruta del antiguo régimen soviético.
Todo esto y mucho más se me ha colado estos días en la batidora. Y como a la hora de mezclar soy único, pues no paro hasta que salgo expulsado por la fuerza centrífuga, añadí los ingredientes de la actual situación económica. Y vislumbré un futuro similar al de la película El Concierto. Pero no un futuro pesimista, que parece lo fácil, sino un futuro en el que la música siempre estará por encima de la política, de la economía, de la miseria humana, de la envidia y de tantos obstáculos e inconvenientes como en realidad lo ha estado siempre. ¿O conocéis alguna historia de hadas con final feliz? Casi todas las biografías de autores e intérpretes están llenas de episodios dramáticos cuando no trágicos. Pero la música lo podía todo, quizás por aquella frase de El Arte por el Arte, que parece desterrada.
Siempre admiré esa especie de romanticismo que llena cualquier actividad que se ama. Es probable que ya no recordemos cuánto nos gustaba la música porque, claro, a estas alturas de la película quién nos va a engañar con milongas. Pero, ¿estamos seguros? La música está ahí, desde hace siglos, y va a seguir estando a pesar del Ministerio de Cultura o las dichosas Consejerías. Daos una vuelta por esas pequeñas asociaciones y sociedades que a duras penas logran organizar unos conciertos al año por el mero placer de disfrutar de un rato de evasión. Hay mucha gente a la que le gusta esto, que no tira la toalla, que piensa que la manera de aguantar es resistir porque quien resiste gana, así que, considerémonos triunfadores. La dignidad, las ganas, la ilusión, nuestra vida en definitiva, no puede estar en manos de los mercados ni de Angela Merkel. (Me voy a reír de mí mismo un poco: volved a leer este último párrafo con la música de Nimrod, de Elgar, así, con la lagrimilla temblorosa a lo Heidi).
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