miércoles, 18 de julio de 2012

Ruido

La primera vez que un vecino protestó por el piano tendría yo diecisiete años. Circunstancias familiares hicieron que una mudanza provisional nos llevara a un edificio en el que la única persona que tenía otro piano fuese la que protestó por mi horario, de seis a nueve de la tarde, el margen que me dejaba el instituto.
Tres años más tarde, ya en el Colegio Mayor, con el piano instalado en el cuarto de la ropa sucia (los lunes, día de recogida, no os quiero contar la calidad de la fragancia), hubo algunas protestas, sobre todo por los domingos, en los que el desayuno de algunos se confundía con el almuerzo.
De recién casado me instalé en un apartamento de nueva construcción donde, a los pocos meses, justo encima del mío, tuve como vecina a una enfermera que hacía turno de noche. El taconeo al que me sometió, movimientos de muebles, golpes con el palo de la escoba, más las visitas a timbrazo limpio en pleno ataque de desesperación, no hicieron que nos pudiésemos poner de acuerdo porque los horarios eran absolutamente incompatibles. Afortunadamente esta situación duró apenas dos meses pues surgió una buena oportunidad y me trasladé a un piso de verdad.
A la llegada a éste todo fueron halagos ante la presencia de un pianista. ¡Qué novedad! ¡Qué lujo! ¡Qué postín! Antes de situar el piano en determinada habitación, hice un estudio con las otras viviendas para molestar lo menos posible (venía sensibilizado por la enfermera). Nadie arriba, sólo un jardín, debajo un cuarto de plancha, a un lado otro bloque con lo que se doblaba el espesor de los muros, y al otro lado el salón de mi propia casa. En dieciséis años sólo la dormilona de abajo, que era una verdadera marmota, en una de las ocasiones que subió a cenar con su marido, me reconoció el odio que me profesó de manera callada cuando la despertaba a eso de las dos de la tarde (¡!).
Soy consciente de lo horroroso que puede llegar a ser tener un piano todo el día dale que te pego. Aunque sea uno un profesional y las obras que estudie sean maravillosas (a la enfermera le tocó la Fantasía Baetica de Falla, ¡pobre!). Puedo asegurar que jamás he tocado a deshora. Como muy pronto empezaba a las nueve de la mañana con el tope de las dos. La hora de la siesta era sagrada, entre otras cosas porque, si podía, también la echaba. Según la estación del año, retomaba a las cinco o a las seis con el límite a las ocho y media/nueve. Y con breves pausas (o largas en esos días en los que el aburrimiento te hace dar largos paseos en busca de un vaso de agua, una galleta, un caramelo o cualquier tontería que llenara el tiempo que la cadena me mantenía atado al piano; hoy sé que lo mejor es cerrar la tapa y desconectar de verdad).
No acaba aquí el recorrido. Mi nueva casa de Sevilla fue expurgada entre cientos a través de decenas de agencias. De nuevo una terraza con jardín arriba y una academia de enseñanza debajo, con el piano justo encima de la entrada. Perfecto. A mi habitual paliza ahora había que añadir la del violonchelo de mi hija. ¡Un regalito de vecinos! 
Por fin vivo en un pueblo en una casa individual, en la que el piano no tiene 'nada por aquí, nada por allá'. El paraíso...
Llevo un mes aguantando los ladridos de un perro al que los vecinos de la casa de enfrente no han educado y han sacado del interior al exterior de un día para otro para que se acostumbre. Y es de los que ladra muy rápido, como histérico. Mañana, tarde y noche.
En horario de verano las obras pueden comenzar a las siete de la mañana, lo que no debería significar que el terremoto de los taladros, martillazos y hormigoneras, con las voces de los albañiles por encima, reemplacen al despertador natural que eran los pajarillos (que también pían lo suyo, no creáis).
Y qué bonitas las fiestas patronales, matronales, santorales y populares, que son anunciadas a ¡bomba! y platillo. Aún no he podido con el tarado que disfruta lanzando esos cohetes a la hora que le da la gana que, cuando estallan, hacen que el corazón te salga por la boca que, una vez que lo ha expulsado, empieza solita a lanzar improperios referidos a su santa madre y a lo buen hijo que es.

Nos pasamos la vida intentando no molestar con nuestro arte, con nuestro 'sonido', pero resulta que, en la mayoría de las ocasiones, las fiestas, las barbacoas, las motos, los quarts, los perros, los niños, las obras, los camiones, el butano, 'el tapicero ha llegado', las pandillas de zangolotinos y tantas otras actividades sonoras, hacen que nuestra conciencia cívica y nuestro respeto hacia el prójimo nos conviertan en auténticos gilipollas (con perdón).

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