domingo, 12 de agosto de 2012

Concierto benéfico

Me gustaría pasar, aunque sea por encima, por este tipo de recital, muy frecuente, del que tengo una opinión clara que quiero compartir.
En cuanto empecemos a ofrecer nuestros primeros recitales se nos van a acercar amigos y desconocidos a proponernos que colaboremos con su asociación, colegio, fundación o causa, a fin de recaudar los fondos necesarios para un proyecto concreto o continuar con la investigación de determinada enfermedad.
Hasta aquí, ninguna objeción. Nuestro talante solidario y nuestra sensibilidad nos llevarán a aceptar ese concierto que, dicho sea de paso, todo el mundo, sin excepción, piensa que no nos va a costar ningún trabajo preparar. Da lo mismo. No queremos ser pedantes. Lo importante es que, cuando nos enteramos de las necesidades tan variadas que nos rodean, es imposible permanecer al margen. Así que, si podemos echar una mano, adelante.
Ocurre que, con frecuencia, quienes recurren a nosotros están en nuestro entorno, o sea, en nuestra ciudad. Por muy grande que ésta sea, debemos cuidar de no actuar constantemente, primero porque perderá valor el acto en sí al ser recurrente, y segundo, porque es posible que si queremos tocar de modo profesional a través de la entidad musical pertinente o el ayuntamiento, nos insinúen que esperemos un tiempo prudencial (un año o dos) dado que acabamos de hacerlo, aunque haya sido en otra sala y con otra organización.
Quizás esto sea un matiz de poca importancia, pero la carrera hay que cuidarla y es vital dosificar las apariciones para no ‘quemarse’.
El verdadero motivo para dedicar esta entrada a los conciertos benéficos es el siguiente: si se organiza un acto de este tipo es porque una atracción artística, un espectáculo, genera ingresos seguros a través de la venta de entradas. Este dinero es el que irá destinado a la noble causa en cuestión.
Mi humilde opinión es que cuanto mayor sea la recaudación mayor será el éxito de la gala. Algo muy simple. Pues bien, parece estar instalado en el comportamiento de los organizadores que los gastos generados deben salir de dicha taquilla. Y aquí es donde empieza mi disconformidad. Si el acto es benéfico, la colaboración es más extensa, no se reduce a nuestra presencia. Lo normal es que el teatro o la sala sean cedidos generosamente, que la imprenta no cobre por los programas y que la prensa inserte los anuncios altruistamente. Un tema espinoso puede venir con el instrumento. Si fuésemos violonchelistas no habría ningún problema al respecto pues iría con nosotros. Pero un piano tiene que servir para el concierto. Si el local cuenta con él, estupendo, si no, hay que alquilarlo (habrá que llevarlo a la sala que nos han prestado). A lo mejor la empresa quiere aportar su granito de arena y lo cede, pero si es su concierto benéfico número cien, está obligada a cobrar por sus servicios, aunque ajuste el precio. Primer gasto indispensable (a no ser que corra con él alguna firma comercial; dependerá de la habilidad de los promotores). Como digo, primer gasto…, y último.
A partir de aquí viene una sangría de la recaudación, a la que, por principio y por definición, me opongo, dejándolo muy claro desde el primer momento a las personas correspondientes. Me niego a recibir un regalo, o un ramo de flores, o cualquier cosa que haya que comprar con cargo a las entradas. Mucho menos a que cubra una cena colectiva en agradecimiento o una copita con aperitivos para los concurrentes (a cenar a casita o al bar de la esquina). Si hay desplazamiento largo y hotel, igual puede colaborar una agencia de viajes (para no ser tan intransigente, acepto que tampoco nosotros vamos a tener que poner de nuestro bolsillo). No me voy a alargar con ejemplos múltiples. Cada euro conseguido es más valioso si se dedica al beneficio buscado que a la autocomplacencia. Ésas son mis condiciones: ningún euro de la taquilla tiene que ser destinado a pagar esa infinidad de detalles que tan poco nos cuesta inventar cuando salen del bolsillo ajeno.
He dicho.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Confianza

Es inevitable seguir las Olimpiadas de Londres. Aunque no te guste el deporte, siempre hay una final con tirón, un español (o, mejor dicho, una española) dejando el pabellón lo más alto posible, o un partido del deporte que practicabas cuando joven.
Hay muchas similitudes en determinadas especialidades con el piano: horas interminables de entrenamiento/estudio, individualidad/soledad y, cómo no, el directo, la hora de la verdad. Me deja a veces una sensación de inquietud observar determinados comportamientos.
Vamos a fijarnos en primer lugar en la gimnasia, en concreto, el salto de potro femenino. Dos saltos, uno detrás de otro, en los que, tras una carrera potente, el cuerpo se eleva y gira para caer y clavarse en la colchoneta. En esta final, una de las chicas, canadiense, cayó mal y se hizo daño; aún así, intentó realizar el segundo aunque no pudo. Tanta preparación al traste en un instante. Pero lo que más llamó mi atención fue la actitud de la segunda clasificada, McKayla Maroney (USA), que perdió el oro tras ser penalizada por el culazo (perdón, pero cayó de culo) en uno de los saltos. Inconsolable. Pero era su cara de enfado (aunque fuese con ella misma), la poca deportividad que demostró a partir de ahí, los malos modos al no saludar a las otras medallistas... Me acordé de aquel concurso de piano en que una amiga no pasó a la final y lloró sin parar con una pataleta. Creo que esto se acerca más a la soberbia que al pundonor.
Quiero fijarme en segundo lugar en la relación con el entrenador: la concentración con la que salen también es inculcada y ensayada. No pueden permitirse una distracción ya que la prueba dura dos segundos. Apenas las dejan solas, les dirigen miradas tranquilizadoras y de ánimo, las consuelan ante el error y las abrazan con el triunfo. La verdad, no deja de ser un papel incómodo en cuanto que todo tu saber es exteriorizado por otra persona en la que tienes que confiar y a la que tienes que inyectar confianza.
Ya he hablado de esto nada más empezar el blog. Lo que ocurre es que, constantemente, me vienen a la cabeza los recuerdos de nuestro 'entrenamiento' como pianistas.
Y una última imagen (podría seguir con cada especialidad) es la de la natación sincronizada, medalla de plata también para las españolas. Las entrenadoras parece que se juegan algo más que la vida y esa presión la transmiten a las nadadoras que, finalizada la prueba, más que estar contentas parecía que habían ejecutado una venganza de sabor agridulce.
He visto pianistas, buenos pianistas, zapatear malhumorados mientras salían del escenario por haber errado un par de notas; he visto pianistas, buenos pianistas, llorar de rabia por observar cómo alguien tocaba mejor que ellos; he visto pianistas, buenos pianistas, venirse abajo por una mirada asesina de su profesor... ¿Sigo?
Tocar el piano no es que sea difícil, a veces me parece imposible. Ahora imaginad que tenemos que cargar con una mochila durante la carrera: ¿cuál elegiríamos, la de la confianza en uno mismo con enormes reservas de la que nos ha infundido nuestro profesor y nuestro entorno, o la de la inseguridad, igualmente personal y potenciada por el profesor, inagotable?
Si elegimos la segunda jamás lograremos nada. Por miedo y por insatisfacción. La primera nos hará felices, que no tontos, pues tan sólo sabiendo matizar y relativizar cualquiera de nuestros pequeños lapsus notaremos que somos pianistas completos al apreciar el todo, el conjunto de una vida.
Si tenemos la suerte de que nuestro profesor/entrenador/guía nos ha potenciado el optimismo y nos ha hecho fuertes, sabremos enfrentarnos a cualquier reto, que siempre será ilusionante. De lo contrario, el bloqueo mental será en poco tiempo insuperable y tan siquiera llegaremos a pisar un escenario por miedo a... ¿nada?, ¿fantasmas? De verdad, no merece la pena, tanta pena.
No estrechemos nuestro horizonte y confiemos en nuestras posibilidades, disfrutando antes, durante y después del concierto, si no parecerá que nos ha dado un berrinche inconsolable que, visto desde fuera, resulta incomprensible.
¿Habéis caído en la cuenta de que tocar el piano nunca debe ser contemplado como una competición...? 

domingo, 5 de agosto de 2012

Por puro placer

Hoy me he levantado con un recuerdo ya lejano en el tiempo. Al final del día, un día cualquiera, tras largas horas de estudio rodeado de partituras, a cual más difícil, me gustaba ver cómo la habitación se iba quedando, poco a poco, en penumbra. No encendía la luz y sólo quedaba un leve resplandor, si acaso, de alguna farola de la calle. Las sombras tomaban relieve y comenzaba mi hora mágica.
Ahora no había obligación, ni obras impuestas, ni rentabilidad. El estado de quietud que transmitía la oscuridad me impulsaba a dejar caer las manos sobre el piano de manera pausada, sin prisas ni virtuosismo.
De siempre he tenido un defecto (o una virtud): cuando escucho una canción o cualquier obra, del tipo que sea, sólo oigo notas. Creo que tengo el récord mundial de no saberme ni una sola letra de ninguna canción; igual el comienzo, pero enseguida llega una modulación, los graves por un lado, la melodía por otro, el recorrido por las secciones instrumentales, el ritmo... Una locura. Es como un dictado permanente con todas las voces a la vez.
Claro, que también tiene su parte buena y es que, a la primera, sin trámite alguno, lo que fuera que hubiese oído podía tocarlo directamente en el piano.
Supongo que por una cuestión de carácter, siempre me han gustado las baladas de música moderna. Hay piezas realmente bellas que da gusto tocar sin más, por puro placer. En las tardes melancólicas que me colocaba los cascos para aislarme de todo, podía emocionarme con cualquier 'segundo movimiento' para piano y orquesta, o una sinfonía del XIX (aún no tenía en disco la 2ª de Rachmaninoff). Pero también me gustaba la otra música, las otras músicas: country, jazz, pop, rock, blues, bandas sonoras y poco más, que también tengo un filtro.
Un día coloqué en mi tocadiscos un Lp de mi padre dedicado a The Beatles. Cuando escuché Yesterday en la versión de Paul Mauriat, con tanto piano solo, ahí que pegué un salto y en dos zarpazos la hice mía (me acuerdo, y por ahí debe estar, que la presenté como ejercicio para la clase de Armonía y la única pega que me puso el hueso de mi profesor fue que modulaba demasiado pronto). 
No mucho tiempo después me puse nervioso en el cine pues ya quería tocar el tema de la película El cazador (The deer hunter). ¡Qué maravilla! ¡Y qué peliculón!
Si mi hija entrara por la puerta diría ¡papá, qué bajona! Pero me gusta, no lo puedo remediar. Y como éstas, muchas otras que me permitían relajarme, disfrutar, evadirme..., todo ello tocando el piano.
Una más, lagrimilla incluida, Dear father, de Neil Diamond, en la película Juan Salvador Gaviota (Jonathan Livingston Seagull).
Si tenemos la manera, cada cual la suya, de no ver el instrumento sólo como trabajo, sino como algo placentero, los momentos que pasemos metidos en 'nuestra' música dejarán una huella imborrable que vendrá acompañada de otros recuerdos simultáneos. Que tocaba para mí pero también era un exitazo si me escuchaban mis amigos.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Pianistas enciclopedistas

Seguramente, junto a una gran admiración, siento una gran envidia. No me importa reconocerlo en absoluto. Me refiero a esos pianistas capaces de tocarlo todo, no en potencia, sino de verdad, grabaciones incluidas.
Mi máximo referente siempre ha sido Vladimir Ashkenazy. ¿Cómo se puede tener ese repertorio? Me resultaba abrumador irme encontrando con sus discos cada vez que buscaba algo que yo estuviese estudiando. Además, tenía las integrales. Querías una Sonata de Scriabin, las tenía todas. Querías un Preludio de Rachmaninoff, los tenía todos. Querías una Balada de Chopin, allí estaba. Y Shostakovich, y Schumann, y Mozart, y Beethoven, y Bach y...
Esto no es humano, es sobrehumano. Sus integrales recogen hasta esas obras desconocidas o poquísimo interpretadas, a veces de gran dificultad, como ocurre con Chopin o Schumann. No tenéis más que echar un vistazo a su página web con el catálogo discográfico.
Pero es que no deja un Concierto para piano y orquesta por grabar. Y se lía la manta a la cabeza y te lo encuentras con la música de cámara más importante también registrada. Como hace tiempo que se aburre, decidió compaginar las teclas con la batuta y ahí está, llenando el universo sonoro con sus versiones orquestales. ¿Esto cómo se hace?
Imagino que tiene que haber un previo excepcional. Mientras los mortales estamos intentando dominar los pasajes de determinada obra, machacando una y otra vez, este tipo de pianista lo hace con un par de lecturas, y ya está la obra lista en estilo, tiempo y memoria. ¡A por otra! Así desde el principio, con lo que, desde los diez años, más o menos, están construyendo el catálogo de su repertorio con vistas a un futuro predeterminado. Que estos nacen con una partitura bajo el brazo.
Están perfectamente dirigidos y su técnica les permite aprender una obra en tiempo récord. Mientras nosotros gastamos las horas en ojear partituras, quizás por el gusto de tocar, y tenemos una cantidad de obras, como solemos decir, 'leídas', pienso que ellos, con una pasada más, las incorporan a la mochila. Está claro que requiere un esfuerzo extra. Mantener una concentración extrema a diario durante, imagino, tantas horas, ni estando acostumbrado. ¿No se cansan? ¿No se aburren? ¿Les queda para una vida privada? 
Yo, al menos, necesito que una obra me guste para dedicarle tiempo y trabajo, porque sé lo que es tener que estudiar algo insoportable por obligación o por compromiso.
Cuando echas un vistazo a la lista de pianistas del tipo enciclopedista crees que no vas a encontrar más que dos o tres, pero esto es deprimente: hay un montón. Por citar sólo algunos, podemos recordar a Andras Schiff , Sviatoslav Richter, Jenö Jandó, Idil Biret, Arthur Rubinstein, Claudio Arrau, Alfred Brendel, Marc-André Hamelin..., y tantísimos más.
Pero es que la mayoría de los que conocemos no se quedan atrás. Puede que no tengan tantas integrales pero tienen en su haber lo más destacado, lo más importante de la literatura pianística, tanto de solista como con orquesta.
Y después te enteras que gente como Pollini o Rubinstein tuvieron que retirarse un par de años a estudiar para hacer repertorio porque no tenían suficiente para hacer carrera. ¡Madre mía!

Sólo me queda un consuelo. Entre tanto disco, esbozo una sonrisa, pequeña, como de satisfacción, cuando encuentro una obra tocada de manera superficial, como montada deprisa y falta de sustancia. Eso me da ánimos para seguir por el camino de otros pianistas que reconocen abiertamente haber optado por un repertorio más corto (o menos extenso) pero mejor trabajado (después miras lo que para ellos es corto y se te tensan hasta las pestañas).

domingo, 29 de julio de 2012

Rafael Orozco y la 'Fantasía' de Schumann

Aunque ya dediqué una entrada a Rafael Orozco, tengo un motivo para volver a hacerlo: he encontrado su grabación de la Fantasía opus 17 de Schumann en Youtube y no he podido resistir la tentación de compartirla. De paso, os recomiendo el canal (Pianotreasures) en el que la he encontrado, que está dedicado a grabaciones (sólo el audio) más o menos antiguas (depende de la edad del oyente, y yo tengo la memoria todavía joven). Hay más de Orozco para disfrutar, como los Preludios de Chopin o la Sonata opus 5 de Brahms.
Sé que al final todo es cuestión de gustos y resulta imposible señalar una interpretación como única. Pero este hombre logra en la Fantasía algo a lo que muy pocos pianistas llegan: recrear la intención del compositor con una claridad, con un realismo, con una intensidad que no permiten quedar indiferente. Atrapa desde el arranque inicial y sentimos todas las emociones que la obra encierra y que, repito, Orozco muestra y perfila, llenándola de detalles minúsculos perfectamente perceptibles. Cada voz, cada matiz, todo está en su sitio, todo se oye, pero cargado de intención.
Conozco muchas versiones de esta obra magistral y no recuerdo haber escuchado ninguna parecida. Y es que el secreto creo que no está en las notas, que es donde, por desgracia, se quedan muchos, y más a la hora de hacer una grabación, no vayamos a rozar. Esta obra no puede tocarse con contención, más bien lo contrario, hay que darlo todo. Y él lo hace. El propio Schumann deja bien claras las indicaciones, que si fue capaz de componer algo así de grande era porque sabía lo que hacía.
De todas las explicaciones que se dan acerca de la intención (que si quiso continuar al último Beethoven, que si más que a Beethoven era a Schubert, que si Liszt de por medio...), me gusta quedarme con la historia de amor, con Clara. ¿Hay algo más propio del Romanticismo que el periodo tortuoso que tuvieron que vivir? ¿Se puede escribir una 'carta' de amor más perfecta que ésta? Me gusta pensar, me hace bien sentir ciertas similitudes con esta relación y evocarlas a través de la Fantasía para sublimarlas. Todo sana tras el tercer movimiento escuchado sin prisas (desde 19'43''), sin distracciones externas, concentrado. Todo sufrimiento se olvida, se calma, gracias a las manos y al corazón de Rafael Orozco. ¿Tendría él también otras similitudes? (el último acorde se diluye durante casi treinta segundos).
La primera vez que oí hablar de este monumento pianístico fue a mi amigo Pepe García Campoy (ahora es Jose, que ya se ha hecho mayor), en Sevilla. ¡Qué envidia me dio siempre! Podía tocar lo que fuera, lo conocía todo, tenía una opinión para cada obra y para cada versión..., y aún no tenía veinte años y ya adoraba esta obra.
(Vuelvo a escribir, que me he quedado absorto unos minutos recordando).
También quiero dejaros el enlace a un artículo que escribió otro buen amigo y pianista, Juan Miguel Moreno Calderón (otra cabeza llena de música), que tan bien conoce la Fantasía, en recuerdo de Orozco. Nos da idea de cuánto podría haber hecho de seguir vivo.

Parece inevitable, con tantos ejemplos en la historia, unir genialidad con muerte, tragedia con juventud. Los mejores siempre son los que nos dejan, aunque para su recuerdo nos quede su obra. Los demás seguiremos viviendo, en esta lucha que nos ha tocado.  
   

miércoles, 25 de julio de 2012

El sueño de una noche de verano

Hace unos días me contó mi hija que había tenido un sueño extraño, algo así como una pesadilla: tenía que tocar en público con su violonchelo y, en vez de cuatro, sólo tenía dos cuerdas; lo recordaba como algo angustioso.
No pude menos que sonreír al recordar sueños similares que he tenido en el pasado y de los que, seguro, no estoy libre. Me colocaban en situaciones ineludibles y difíciles de resolver. Por ejemplo, tenía que interpretar una obra a primera vista 'sin partitura'; o sonaba el teléfono para que fuera a sustituir inmediatamente a un pianista en un concierto para piano y orquesta que no había estudiado; o llegaba el día de mi recital sin haber puesto una mano sobre el teclado y no sólo no recordaba el programa sino que, encima, los dedos eran como holoturias; o comenzaba mi interpretación y las teclas se iban cayendo y quedando hundidas; o las cuerdas eran como las de un tendedero sin ropa... En resumen, tenía que enfrentarme a unos retos para los que no estaba preparado.
¿Y cuándo me sucede esto? Habitualmente cuando decido tomarme un respiro, unas vacaciones. Cuando me alejo del piano el tiempo necesario para desconectar. Curiosamente, mi hija me contó que había tenido su sueño tras volver de un viaje a Italia.
Sólo encuentro una explicación y es que tenemos tan metida la obligación de estudiar continuamente que salta un automático interior que nos recuerda que no estamos actuando como es debido. Pensé que eran neuras mías, pero igual es algo más habitual de lo que pienso.
Lo peor es que te despiertas sobresaltado con una sensación de realismo absoluto. Y no estás solo, sino que te observan tus antiguos compañeros o tu profesor, juzgándote severamente. Se disparan los resortes de ansiedad y, en medio de la noche, con un silencio absoluto, aún semiinconsciente, tu cabeza intenta discernir si se trata de realidad o ficción, si cuando te despiertes tienes que cumplir con ese compromiso o podrás seguir tumbado a la bartola como en verdad te mereces.
El día que decidimos dedicarnos a la música no medimos de qué manera ésta va a invadir cualquier otra actividad e incluso cualquier inactividad. ¿Por qué tiene que ser tan absorbente? ¿Por qué exige de nosotros hasta el descanso? Cuando nos preguntan cuántas horas estudiamos deberíamos responder que veinticuatro al día, ya que constantemente tenemos en la cabeza melodías, pasajes, digitaciones, ritmos, obras nuevas y obras antiguas. Y en principio no debería estar mal si no llegara a torturarnos por no poder desconectar. ¿Dónde está el interruptor? Es que, hasta viendo una película la mente vuelve a su rutina pues siempre hay un par de notas de la banda sonora que nos llevarán a otra idea similar y de ahí a tamborilear con los dedos la obra que encaja con el diseño rítmico o melódico.
Las primeras veces que me ocurrió desayuné rápidamente y me senté ante el piano a mover los dedos, que afortunadamente no eran de plastilina, ni mucho menos. Con el tiempo logré reírme dentro del mismo sueño y hasta regodearme dominando la situación.
Es posible que nunca logremos apagar del todo nuestro cerebro pero, al menos, tenemos que intentar dejarlo en suspensión. Es necesario parar y descansar, y si nos asaltan las pesadillas, ni caso.

domingo, 22 de julio de 2012

Recuerdos

Cuando era niño y asistía a algún concierto de piano, los concertistas me parecían siempre mayores, muy mayores. La idea que fui forjando era que para tocar el piano había que ser casi un anciano. De hecho, casi todos tenían el pelo blanco.
Me quedó grabada una escena que califiqué de romántica. Venía a actuar a la Academia de San Dionisio, en Jerez, Leopoldo Querol, a mediados de los setenta. No recuerdo el programa pero seguro que lo tengo guardado (si no tengo el síndrome de Diógenes se le parece mucho). Pero no fue eso lo que me llamó la atención.

La distribución de la sala era sencilla: puerta central con entrada directa a un espacio alargado rectangular y al fondo el piano sobre una pequeña tarima. Unas columnas podían impedirte la visibilidad si no buscabas un buen sitio, y detrás del todo un panel central con estandarte y dos puertas, una a cada lado, con acceso a la biblioteca y a los servicios (aún parece que la estoy recorriendo, pues no sólo actué allí en numerosas ocasiones, sino que dediqué largas jornadas a estudiar en el Yamaha C6 de los de antes, con ese sonido tan maravilloso, tan aterciopelado).
Poco antes del comienzo apareció por detrás (venía de la calle) el pianista, quien venía acompañado por mi profesor, don Joaquín Villatoro, y una señora mayor con abrigo de piel. Se dirigieron a la biblioteca que era el lugar destinado como camerino y sala de espera. Al rato salió don Joaquín, dirigió unas palabras al respetable y se apagaron las luces de la sala...
Durante el descanso nos dedicamos a comentar sin movernos del sitio y al terminar el programa, con bises incluidos, me llamó mi profesor para presentarme al concertista. Que si este niño promete, que si es buen estudiante, que si tiene cualidades, que si tiene unas manos enormes, que si acaba de tocar con la orquesta... (cuando mi cara se pone colorada, como a punto de estallar, siempre me acuerdo de los camaleones y esa leyenda urbana, pero falsa, que circula sobre que si los pones en el capó de un coche rojo explotan!!!). Cuando me echan más de un piropo seguido aún reacciono como un camaleón. A lo que iba, tengo grabada a fuego la frase que me dirigió: "esto es muy sacrificado y hay que estudiar todos los días, ¿te das cuenta?, todos los días, que si no los dedos no funcionan como deben y no se toca bien, así que, a estudiar mucho". (Más o menos, pues al grabar la frase a fuego ha quedado algo borrosa, que aún no se usaba el láser).
Y la escena que no pude olvidar nunca, esa sí, fue la salida de su señora cuando ya nos íbamos. Había permanecido todo el tiempo en la biblioteca.
Beatriz a menudo permanece también en el camerino, prefiere la tranquilidad, me escucha mejor. Y yo sé que está allí y es la primera cara que veo en el descanso y al terminar, el primer beso y el primer abrazo. Sus consejos son vitales (no abuses del pedal, puedes tocar relajado que se oye de sobra, ojo con el tiempo...) y su aprobación mi mayor triunfo: es la persona que más veces me ha oído y visto actuar, además de soportar las horas de estudio, así que sabe tan bien como yo cuál debe ser el resultado. Nadie mejor.
Otras veces tantea al público en la sala y me transmite los comentarios, los musicales y los terrenales, que también son un buen baremo para medir si lo que uno hace está llegando.
Está muy bien tener una persona querida tan cerca. Desaparecen la soledad, la inseguridad y el temor, y aparecen el bálsamo, la garantía y las respuestas. Como debe ser.

miércoles, 18 de julio de 2012

Ruido

La primera vez que un vecino protestó por el piano tendría yo diecisiete años. Circunstancias familiares hicieron que una mudanza provisional nos llevara a un edificio en el que la única persona que tenía otro piano fuese la que protestó por mi horario, de seis a nueve de la tarde, el margen que me dejaba el instituto.
Tres años más tarde, ya en el Colegio Mayor, con el piano instalado en el cuarto de la ropa sucia (los lunes, día de recogida, no os quiero contar la calidad de la fragancia), hubo algunas protestas, sobre todo por los domingos, en los que el desayuno de algunos se confundía con el almuerzo.
De recién casado me instalé en un apartamento de nueva construcción donde, a los pocos meses, justo encima del mío, tuve como vecina a una enfermera que hacía turno de noche. El taconeo al que me sometió, movimientos de muebles, golpes con el palo de la escoba, más las visitas a timbrazo limpio en pleno ataque de desesperación, no hicieron que nos pudiésemos poner de acuerdo porque los horarios eran absolutamente incompatibles. Afortunadamente esta situación duró apenas dos meses pues surgió una buena oportunidad y me trasladé a un piso de verdad.
A la llegada a éste todo fueron halagos ante la presencia de un pianista. ¡Qué novedad! ¡Qué lujo! ¡Qué postín! Antes de situar el piano en determinada habitación, hice un estudio con las otras viviendas para molestar lo menos posible (venía sensibilizado por la enfermera). Nadie arriba, sólo un jardín, debajo un cuarto de plancha, a un lado otro bloque con lo que se doblaba el espesor de los muros, y al otro lado el salón de mi propia casa. En dieciséis años sólo la dormilona de abajo, que era una verdadera marmota, en una de las ocasiones que subió a cenar con su marido, me reconoció el odio que me profesó de manera callada cuando la despertaba a eso de las dos de la tarde (¡!).
Soy consciente de lo horroroso que puede llegar a ser tener un piano todo el día dale que te pego. Aunque sea uno un profesional y las obras que estudie sean maravillosas (a la enfermera le tocó la Fantasía Baetica de Falla, ¡pobre!). Puedo asegurar que jamás he tocado a deshora. Como muy pronto empezaba a las nueve de la mañana con el tope de las dos. La hora de la siesta era sagrada, entre otras cosas porque, si podía, también la echaba. Según la estación del año, retomaba a las cinco o a las seis con el límite a las ocho y media/nueve. Y con breves pausas (o largas en esos días en los que el aburrimiento te hace dar largos paseos en busca de un vaso de agua, una galleta, un caramelo o cualquier tontería que llenara el tiempo que la cadena me mantenía atado al piano; hoy sé que lo mejor es cerrar la tapa y desconectar de verdad).
No acaba aquí el recorrido. Mi nueva casa de Sevilla fue expurgada entre cientos a través de decenas de agencias. De nuevo una terraza con jardín arriba y una academia de enseñanza debajo, con el piano justo encima de la entrada. Perfecto. A mi habitual paliza ahora había que añadir la del violonchelo de mi hija. ¡Un regalito de vecinos! 
Por fin vivo en un pueblo en una casa individual, en la que el piano no tiene 'nada por aquí, nada por allá'. El paraíso...
Llevo un mes aguantando los ladridos de un perro al que los vecinos de la casa de enfrente no han educado y han sacado del interior al exterior de un día para otro para que se acostumbre. Y es de los que ladra muy rápido, como histérico. Mañana, tarde y noche.
En horario de verano las obras pueden comenzar a las siete de la mañana, lo que no debería significar que el terremoto de los taladros, martillazos y hormigoneras, con las voces de los albañiles por encima, reemplacen al despertador natural que eran los pajarillos (que también pían lo suyo, no creáis).
Y qué bonitas las fiestas patronales, matronales, santorales y populares, que son anunciadas a ¡bomba! y platillo. Aún no he podido con el tarado que disfruta lanzando esos cohetes a la hora que le da la gana que, cuando estallan, hacen que el corazón te salga por la boca que, una vez que lo ha expulsado, empieza solita a lanzar improperios referidos a su santa madre y a lo buen hijo que es.

Nos pasamos la vida intentando no molestar con nuestro arte, con nuestro 'sonido', pero resulta que, en la mayoría de las ocasiones, las fiestas, las barbacoas, las motos, los quarts, los perros, los niños, las obras, los camiones, el butano, 'el tapicero ha llegado', las pandillas de zangolotinos y tantas otras actividades sonoras, hacen que nuestra conciencia cívica y nuestro respeto hacia el prójimo nos conviertan en auténticos gilipollas (con perdón).

domingo, 15 de julio de 2012

Hablando de la crisis

Si lleváis cierto tiempo dedicados a la música, a los conciertos, no estaréis asustados por la que tenemos encima. A ver, tampoco es para saltar de alegría, locos de contento. Si somos pianistas somos inteligentes, y es el momento de usar la inteligencia para razonar, discernir y decidir.
Lo primero y fundamental es recordar lo que somos: pianistas. ¿Alguien está pensando en abandonar? ¿Quién nos lo va a decir? Nosotros somos dueños absolutos de nuestra vida y la dedicamos a lo que hemos elegido tras muchos años de soberano esfuerzo. Que la economía no es lo único que ocurre en el mundo, que hay cosas peores que no vemos, o no queremos ver, y, aun con el estómago revuelto y llenos de impotencia por no poder solucionar tantas injusticias y desigualdades, tenemos que seguir dedicados a nuestra profesión, pero igual que un taxista, un albañil, un frutero, un funcionario, un médico o un profesor. Siempre queda la sensación de que podemos abandonar este 'hobby' para dedicarnos a un trabajo de verdad.
Lo segundo es reaccionar. Me temo que, por más que nos están vendiendo la moto, la única manera de hacerlo es a nuestro nivel, es decir, en nuestro círculo más cercano. Se nos llena la boca con discursos gloriosos, llamadas a las barricadas, soluciones drásticas y propuestas descabelladas que se van a quedar en ilusión colectiva efímera. Entendedme bien, soy el primero en explotar cada vez que oigo la cadena de propósitos y despropósitos diarios a la que nos están obligando. Pero eso es un desfogue, una liberación de tensión. En el día a día sólo podemos trabajar para que no nos desmonten nuestra vida por un bien intangible. Por tanto, una buena reacción es no claudicar a sus pretensiones.
A continuación, no olvidar que tenemos en nuestras manos el poder de aislarnos. Cuando el tiempo va a pasar tan lento gracias a tantas medidas (por nuestro bien) y nos va a sobrar porque no vamos a poder hacer prácticamente nada, nosotros tenemos que seguir recurriendo al piano. En las ocasiones que he estado de bajón, o furioso, o nervioso (o contento), los primeros minutos ante el teclado han sido difíciles, pero en cuanto la cabeza se ha ido metiendo en la obra, en cuanto la música ha ido haciendo efecto, he podido, al menos por unas horas, capear el temporal. Y, a la primera ocasión, a transmitir nuestro arte, a compartirlo para que todos se puedan beneficiar del efecto positivo de la música. Una de las mejores cosas que tiene un concierto es provocar en el público un estado de bienestar, hacerle olvidar la lucha cotidiana, las miserias humanas.
La vida nunca es fácil y si no es esto será lo otro. Nuestra lucha será más productiva a pequeña escala, más constructiva. Muchos pequeños islotes donde refugiarnos y encontrar algo de paz pueden llegar a convertirse en la tierra firme que tanto anhelamos.
A diario demostramos que, dedicándonos al piano, somos fuertes, así que no cedamos, como no lo hemos hecho en ocasiones anteriores. No es el fin del mundo. Es una situación que no hemos provocado y de la que no somos responsables. Hagamos un fuerte pequeño, seguro, y poco a poco, unamos nuestras murallas a las del vecino, el amigo, el familiar, el desconocido, para que, entonces sí, la suma de todos los pequeños bastiones dé como resultado que ningún sistema haya podido con nosotros, con nuestras ilusiones, con nuestra vida.

Recordad algo muy importante: ¡sólo se vive una vez!

miércoles, 11 de julio de 2012

Sonata

¿Somos conscientes de la gran cantidad de obras que tocamos englobadas bajo este genérico título? Sonata. Cualquier cosa. Al principio nos dedicamos a esa pila de Estudios enfocados a curtir los dedos de todas las maneras posibles y a las pequeñas obras por las que todos hemos pasado. Pero un buen día, inesperadamente, el profesor nos regala un encargo mayor, una obra de varios movimientos, una Sonata (también sirve Sonatina).
No voy a hablar de análisis, ni a enumerar los autores que las han compuesto, ni siquiera a decantarme por ésta o aquella. Me gustaría señalar simplemente lo práctico que resulta usarlas para confeccionar un buen programa de concierto.
El porcentaje de recitales que comienzan con una Sonata es elevadísimo. Sólo con mencionar a Mozart y Beethoven tendremos la cifra más alta. Podrían añadirse Haydn y, menos, Schubert, quizás por su duración, que sobrepasa lo razonable para las prisas con las que vivimos y que hablo de abrir un recital al que incorporarle algo más que complete la primera parte (no voy a ser yo quien ponga la más mínima pega a esas joyas nunca suficientemente valoradas; por cierto, vaya tela la versión de Wilhelm Kempff, ya no se oyen pianos ni pianistas así; una referencia absoluta, sin duda).
Empezar con un autor u otro va a depender en gran medida de nuestras preferencias, pulidas a lo largo de los años. Yo reconozco que me decanto por Beethoven. Encuentro muchas más afinidades musicales, musculares y temperamentales que en otros. Da igual que sea de las primeras que de las últimas. Todas tienen algo que las diferencia y las hace únicas. Difícil quedarse con una sola Sonata o con un solo intérprete. Aunque últimamente no entiendo muy bien de qué va, durante mucho tiempo disfruté la perfección y el equilibrio del conjunto que Barenboim grabó para la Deutsche Grammophon. Ya sé que hay muchas versiones y que en los foros sólo se puede hablar de Schnabel, pero pienso que aquí hay que descubrirse.
Con Mozart tengo mis reservas. Con el tiempo he descubierto que se deben a cómo se han interpretado durante muchos años, en especial en los que me tocó su estudio. El sonido como de 'cajita de música' me resultaba insoportable y cada vez que alguien me venía diciendo que si mi versión, que si mi interpretación, que si mi pulsación..., me daban ganas de apuntillarle la lengua a la mesa (¿se callaría así?). No soporto esa manera etérea de entender a Mozart pues sólo se da en el piano solo, no en el violín, el clarinete o en la orquesta, por ejemplo, ni siquiera en los Conciertos. Afortunadamente creo que ha sido una moda pasajera que remite dejando de nuevo al descubierto al auténtico Mozart, lleno de vigor (aquí una muestra para discutir y, de paso, recordar lo de la partitura y la memoria del gran Sviatoslav Richter). No sé bien si queda aún mucho camino para encontrar a Mozart o sería mejor desandar esas grabaciones minimalistas que tan poco favor le hacen.
Pues bien, dado que la duración de estas Sonatas viene a ser de unos veinte minutos, dos o tres arriba o abajo, nos da margen suficiente para acompañarlas con otra pieza de estilo posterior (preferentemente), más o menos contrastante. ¿Hay algo más bonito que un Beethoven y un Chopin para satisfacer a todos los públicos? Una de esas Baladas, su buena Polonesa-Fantasía... nada de mijitas, ¿eh? Una de esas buenas obras que nos hacen sentirnos orgullosos de tocar el piano (esto ya son chaladuras mías, lo que tiene no echarse la siesta).
Mientras escribo tengo a Alicia de Larrocha tocando a Schubert y esta mujer no deja de sorprenderme, todo lo toca bien. Impresionante.
Otro día seguiré con más Sonatas pues en realidad quería escribir de las de Chopin y Pollini, pero veo que me he excedido en la introducción.

domingo, 8 de julio de 2012

Vacaciones (2ª parte)

Acabo de releer la primera parte de las Vacaciones y los recuerdos siguen muy vivos en mi cabeza, y eso que han pasado treinta y cinco años. Es verdad que no hay nada mejor que reírse de uno mismo para sobrellevar determinadas situaciones.
Como en verano es imposible no venirse abajo después de una buena comida, y en mi casa siempre se ha comido muy bien, las tardes se acortaban por la inevitable siesta o estado comatoso. La actividad consciente se recuperaba poco a poco tras insertar entre pecho y espalda un espectacular bocadillo, que estaba uno en la edad de crecer.
Y, por fin, la pandilla al completo, las auténticas vacaciones. Sólo un breve intervalo para la cena (mientras hacía la digestión de la media barra de pan con chorizo) y a pasarlo bien. ¡Qué buena edad! Nos reíamos por todo y de todo, tanto que acabábamos con dolor de riñones y de mandíbula, sin exagerar. Y algo que siempre odié: hasta casi las once no se podía decir que fuera de noche ya que el sol se ponía tardísimo con lo del cambio horario. Y la playa con el cielo estrellado tiene magia... Pero eso no lo voy a contar aquí, que estamos hablando de música, ¿o no? (eso sí, la etiqueta de panoli la dejaba para el día siguiente).
Bueno, lo que intento explicar con este brevísimo resumen biográfico es que podemos plantearnos los tres meses (me sigue pareciendo excesivo para cuando necesitamos un guía) con cabeza. Es probable que la mayoría de los estudiantes adapten estas fechas al orden familiar sin posibilidad de opinar. Y habrá otros que desaparezcan mochila a la espalda hasta casi el otoño. Sigo convencido del término medio que es el que debemos organizar para sacarle el máximo provecho en todos los sentidos.
El último día de clase salíamos todos los compañeros con el nuevo programa bajo el brazo, consistente en varias obras casi desconocidas, y muchos Estudios variados. Como el final de curso suele ser agobiante, es lícito permitirse unos días de absoluta vagancia, aunque la emoción de un nuevo repertorio puede llevarnos a una lectura impaciente. Aquí hago un pequeño inciso: considero fundamental negociar el repertorio con el profesor; muchas veces se guían por manías o aburrimiento hacia lo trillado, pero a nosotros nos gusta lo que nos gusta y vamos a echarle más ganas si lo que hay que estudiar nos ilusiona (¿para cuándo los Preludios de Chopin, aquí por Rafael Orozco a los 22 años?).
Pues bien, insisto en que tenemos tres meses por delante que debemos controlar. Hoy sé que los dedos no se olvidan de cómo hay que tocar, pase el tiempo que pase, simplemente es un entrenamiento muscular. Es decir, podemos permitirnos un buen paréntesis dedicado a la otra vida, pero igual que un estudiante de Medicina o de Mecánica, que siempre nos creemos distintos y para nada. Un viajito, una casa rural, la playa, un trabajo esporádico, lectura a destajo, música variada, catalogar los discos (¡!), los amigos, el cine, los helados, la cervecería, deporte... También ahora sé que el tiempo de ocio hay que organizarlo para que cumpla su función.
Y un buen día, sin que tengamos que ir como los mártires hacia los leones, oiremos la llamada. Ese día nos apetecerá volver a tocar. Tenemos obras nuevas sobre el piano, incluso las del curso pasado, que han reposado y ahora suenan como debían. Y comenzarán a pasar las horas sin darnos cuenta y recuperaremos la velocidad de crucero en apenas dos días y nos gustará ser pianistas, sentirnos únicos (¿me vais a decir que en la pandilla hay tres pianistas más?), y notaremos que del verano pasado a éste hemos crecido musicalmente, que estamos más cerca de nuestro ideal, que podemos con todo lo que nos echen y que... ¡qué tarde es! A bajar la tapa y a la calle, que hemos quedado, que una cosa es estudiar en verano y otra que se nos pase sin darnos cuenta, que eso sólo le ocurre a los panolis.

miércoles, 4 de julio de 2012

Vacaciones (1ª parte)

A día de hoy, aún no sé si alegrarme o arrepentirme de cómo gestioné mis vacaciones de verano cuando era estudiante. Por un lado, pienso que si no hubiese reforzado el estudio durante los cerca de cuatro meses de que disponía sin pisar el conservatorio (una burrada) no me habría podido dedicar al concertismo. Pero por otro, tengo serias dudas acerca de si lo habría conseguido igualmente habiendo vivido más intensamente alejado de las teclas.
Como en todo, imagino que el término medio hubiese sido el adecuado. Quizás, sin ser demasiado consciente, fue al que llegué. Y quizás ése fuese el fallo, no ser consciente, no controlar la situación al cien por cien, sino dejar que la rutina de estudio siguiese marcando el discurrir de los días. (En este momento hay que darle al Play a este enlace para ambientar el relato).

Por aquel entonces, mi familia se trasladaba a una playa cercana para pasar, al menos, los dos meses centrales, julio y agosto. Aparte de los baños, lo mejor que tenía era la pandilla de todos los años. No es lo mismo los amigos del colegio, del instituto o del conservatorio que los de la playa, venidos de distintas ciudades y con ganas sólo de disfrutar. Además, sólo nos veíamos, redondeando, un mes al año, pues no todos venían para tanto. Esto significaba que había que aprovechar bien el tiempo, ya sabéis, el vocablo 'amigos'  está usado como genérico pero, como todos sabemos, incluye a los amigos y a las amigas, y con esa edad sólo hay un único tema en la cabeza, una sola idea fija (y no es el piano).
Mi hija suele usar un término para explicar situaciones que no le convencen y a las que se ve abocada: panoli. Así me sentí yo, un auténtico panoli, y cada vez que lo recuerdo, más. Como he dicho, me quedé en el término medio, lo que significaba que dediqué medio día a estudiar y medio día a veranear, o sea, que me quedé sin la mitad de las vacaciones. Para un humano normal como yo, medio día no son doce horas sino ocho, entendiendo que no computan las de descanso. He de precisar que los horarios actuales son bastante más amplios que los de entonces, aburridamente civilizados.
Pues bien, un alumno brillante como yo, sin un suspenso del instituto, a pesar de faltar un día para ir a Sevilla al conservatorio y dedicar todas las tardes al piano, y lo mismo con respecto a la música, decidió, sin presión externa, motu proprio (se escribe así según la RAE), convertirse en panoli del año y levantarse a diario a las 06,15 horas para desplazarse a Jerez, donde estaba el piano, y poder dedicar la mañana al sagrado deber para con los dioses (Mozart, Beethoven y toda esa calaña). ¿Habéis leído bien? ¡Las seis y cuarto de la mañana..., EN VERANO! Eso implicaba que la juerga nocturna, a pesar de las costumbres panolis de la época que nos tocó vivir, tenía toque de queda. Me levantaba como un zombi, llegaba a mi casa como un trapo y, como era tan temprano (ni siquiera las ocho) que no podía empezar a estudiar, me volvía a tumbar, perdiendo el conocimiento hasta que el ruido callejero me volvía en mí. Bostezando, aburrido, solo, arrepentido y... panoli, los minutos transcurrían a cámara lenta y sólo mi alto sentido del deber (el de un panoli) me mantenían firme en el taburete giratorio que me sostenía, cual si de un Cid Campeador después de muerto se tratara.
La ida la hacía con mi padre en coche, que entraba a trabajar a esa hora, y la vuelta solía ser en autobús o 'a dedo', en autostop, que aún se podía. Llegaba de nuevo a la playa justo para darme un baño antes de comer y ver cómo mi pandilla se disgregaba rumbo a la manduca. ¡Un verdadero panoli! 

TO BE CONTINUED...

domingo, 1 de julio de 2012

Un poco de humor

A lo largo de tantos años se van aprendiendo cosas que está bien compartir por si pueden serles útiles a alguien. Supongo que ésa es la base de la enseñanza, contar lo que te ha pasado, lo que sabes, y, una vez analizado y comprendido, transmitirlo a quien te ha sido confiado con toda ilusión.
Desde este blog sólo pretendo eso, escribir lo que, desde la perspectiva de la edad, se va viendo de otra manera, quizás más ligera, menos transcendente.
Hoy me gustaría hablar de la seriedad y del humor ante un concierto. La seriedad parece ser un elemento imprescindible. En líneas generales vendría a ser la constatación del resultado de meses de esfuerzo y, claro, si nos lo tomamos a broma, puede que el público también lo haga, menospreciando nuestro trabajo. Hay que ser serio, llegar a la sala con un porte altivo para quien te recibe, hablar con seriedad a los empleados del teatro para que te respeten, encerrarse en el camerino sin recibir visitas para que no te molesten, recorrer concentrado el camino del escenario hasta el piano, saludar con reverencia no fingida sin sonreír, sentarnos con recogimiento religioso y, cuando el silencio se haya apoderado del aire, comenzar lentamente a colocar las manos en posición para exponer, lo más seriamente posible, nuestra versión del repertorio elegido, tan serio.
¡A ver quién tiene lo que hay que tener de atreverse a respirar!
¡Qué tensión, por Dios! ¿Quién se ha muerto? ¿Estamos en un velatorio? ¿Será porque siempre vamos vestidos como de luto? Y si alguien osa llegar tarde, rasgando con sus puntiagudas ondas acústicas nuestra recién creada atmósfera, no tenemos nada mejor que hacer que seguirlo con mirada fija, llena de odio y desprecio, hasta que se siente, para avergonzarlo. ¡De buen rollito!
Así no se puede tocar. Mejor dicho, sí se puede, pero no es sano, no compensa, no satisface. ¿No sería mejor relajar un poco la situación? Reculemos (con perdón): para quien nos recibe, la mejor de las sonrisas; a los empleados del teatro nos dirigiremos siempre con educación y pidiendo su ayuda 'por favor'; en el camerino, exceptuando ese breve instante en que te encuentras en paños menores o como tu madre te trajo al mundo (que también se ha dado el caso), una visita amiga siempre te va a relajar y hacer que el tiempo de espera sea más leve (igual sería mejor sin exceptuar ese breve instante citado y relajarnos a lo Frank Sinatra); hacia el piano caminaremos con normalidad y, si nuestra lógica preocupación inicial nos lo permite, esbozando una sonrisa agradable; de la concentración previa no nos libra nadie, pero sin excesivo teatro, que no vamos a operar a corazón abierto; y si alguien llega tarde, mejor que pase ahora y no una vez que estemos tocando (ha venido a oírnos y nos alegra). Ahora sí, ahora podemos tocar ¡de buen rollito!
En las innumerables ocasiones que he salido a tocar habiendo tenido una pequeña tertulia previa o habiéndome reído con dolor de mandíbulas, seguro que por los nervios, en definitiva, cuando he podido relajar la tensión previa, ha sido mucho mejor para que la música fluyera. Recuerdo una anécdota del conservatorio cuando iba a tocar en el auditorio la Sonata K. 381 de Mozart a cuatro manos con mi amigo Juan Luis. Tras recorrer el largo escenario y saludar, nos sentamos al unísono y acercamos las banquetas. Nos dimos cuenta que, de alguna manera, estaban cambiadas y necesitábamos regularlas en altura. En perfecta coreografía, alzamos el trasero lo justo para aliviar el peso y poder girar sin esfuerzo las ruedas del asiento. Las carcajadas provenientes desde la sala nos desconcertaron pues no sabíamos a qué se debían. Nos miramos de arriba a abajo en busca del motivo hasta que caímos en la cuenta de la magnífica foto que habíamos brindado antes de empezar. No tuvimos más remedio que empezar a reírnos, de buena gana. Cuando pudimos serenarnos los nervios habían desaparecido, sólo quedaba Mozart y era como si estuviésemos en casa acompañados de un buen grupo de amigos.

Por último, un buen ejemplo de lo que es reírse de uno mismo, con Dudley Moore. ¡Y tiene más!

martes, 26 de junio de 2012

Así será mi vida

Aún no me lo creo del todo, pero aquí va la entrada número 50 y, como se suele decir, acabo de empezar. Ya sé, por los comentarios y correos recibidos, que hay mucho de qué hablar, que todos andamos un poco perdidos desde el momento en que decidimos levantar la vista del teclado y mirar hacia el horizonte infinito, que casi nadie nos va a prevenir de los obstáculos ni nos va a dar la mano, ni siquiera nos va a acompañar en la travesía. Cuanto antes asumamos que estamos solos y tomemos las riendas, mucho mejor (¿recordáis el viaje interior?).
De las decisiones que tomamos cuando somos jóvenes depende el resto de nuestra vida. Suena algo drástico pero no voy a poner paños calientes, no sirven de nada. Lo bueno es que decidimos, gracias a esa juventud, con convicción, con idealismo, con ilusión, con el corazón y con toda la energía de la que somos capaces, es decir, con sinceridad hacia nosotros mismos, sin engañarnos o sin dejarnos influenciar por intereses más prácticos.
Corren tiempos difíciles, pero para la cultura siempre lo fueron. Ya nos han dejado claro que un euro destinado a la creación o a la interpretación es un euro malgastado. ¿Vamos a dejar que unos seres sin moral, a los que la especie humana les importa menos que la calidad de la piel de su butaca, que nos tratan como números rojos de unas cuentas imposibles que ellos mismos han malversado y manipulado, nos digan cómo tenemos que vivir lo que, que se sepa hasta ahora, es la única vida que tenemos? (Ya estoy viendo la cara de mi hermano pequeño).
Hace unos días he visto la película This must be the place, con un impresionante Sean Penn. A la mitad, aproximadamente, hay una escena en un bar donde una frase suelta dicha por la camarera es objeto de una reconversión por esta vieja estrella del rock. La cara que se me puso es la misma que se le queda a ella cuando la piensa. He subido un pequeño video a Youtube para que no perdáis detalle. En qué momento nos damos cuenta de que hemos pasado de decir, o pensar, 'mi vida será así' a la susodicha 'así es la vida'. ¿Nos damos cuenta de lo que encierran estas cuatro palabras?
Nos pasamos todo el tiempo consciente desperdiciando energía, luchando batallas inútiles, recorriendo caminos sin salida, siguiendo cantos de sirena y creyendo a charlatanes iluminados, en vez de oír nuestra voz interior, decidir por nosotros mismos, pelear por nuestros claros objetivos y recorrer la senda que nunca se ha de volver a pisar.
Desde este pequeño estrado quiero gritar muy alto algo que sólo una persona me hizo ver, quien más y mejor me ha querido: nadie, repito, nadie puede decidir por nosotros qué vamos a hacer con nuestra vida; somos dueños absolutos de ella y, como tales, tenemos el poder de dedicarla a lo que verdaderamente queramos; nada debe hacernos tener miedo, que es lo único que nos inculcan con la educación; nada ni nadie es más fuerte que nuestra voluntad, y el día que desfallezcamos, miraremos ese comienzo y recordaremos por qué lo hicimos y por qué tenemos que seguir aunque el camino se vuelva pedregoso y desértico.
De vez en cuando Beatriz me regala frases de libros que lee y que le hacen pensar en mí. Os dejo ésta de Almudena Grandes que me parece única: La alegría hace fuerte. No existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar, cuando la meta, al fin, es la alegría.

Si queremos tocar el piano, toquemos. Si queremos dar conciertos, luchemos. Si queremos hacer de la música nuestra vida y soñamos despiertos pensando 'así será mi vida', no le demos el poder a nadie para que un día, sin saber ni cómo, con gesto cansado y vencidos, lleguemos a decir 'así es la vida'.

domingo, 24 de junio de 2012

Estudiar de memoria

Hace un par de días he recibido un comentario relativo a la memoria que me ha hecho recordar una situación que viví y que tuve que resolver yo mismo.
A la hora de preparar los recitales es obvio que decidimos qué programa vamos a tocar. Una vez elegidas las obras, ya sean nuevas o recogidas de años anteriores, tras el consabido esfuerzo de estudio y pasándolas por el túnel de lavado y pulimentado, solemos repetirlas un número ilimitado de veces hasta que logramos memorizar las miles de notas, acordes, pedales, matices, tiempos, digitaciones... Hasta aquí creo que describo una rutina común a nuestra especie.
El hecho en cuestión me empezó a ocurrir en el transcurso de la temporada, es decir, con el programa bien agarrado y la memoria segura. Día tras día, el estudio preparatorio a los recitales consistía grosso modo en la repetición minuciosa de determinados pasajes y en la interpretación de las obras, de arriba a abajo, cual si del propio recital se tratase, metiéndome en situación. Era la manera de comprobar si la memoria seguía funcionando y de ir evolucionando en la interiorización musical. Digamos que no me permitía machacar mecánicamente para ejercitar los dedos sino que buscaba mejorar la faceta artística.
Un buen día empecé a notar una cierta fatiga mental acompañada de una leve inseguridad. Poco a poco iba sintiendo que dejaba de controlar el conjunto y que se iban cayendo poco a poco una nota aquí y otra allí. Cuando una digitación dudaba y no venía correctamente, por ejemplo, tenía que retomar el pasaje completo para poder continuar. Otras veces una nota en los graves era tocada a una octava distinta. Otras confundía la armonía que llevaba a la repetición de la exposición con la que abría el desarrollo. Incluso llegué a comenzar una obra con la tonalidad alterada en un semitono (las menos veces; por cierto, hay una anécdota de Brahms al respecto con la Sonata Appassionata cuyo primer tiempo tocó en Fa sostenido sin despeinarse).
Eran pequeñeces, pero era como si las obras se fuesen llenando de pequeñas trampas. Al acabar la jornada de estudio salía intranquilo, incluso desasosegado, y no veía el momento de volver a tocar de nuevo para comprobar si seguía todo en su sitio. Como me podía ocurrir indistintamente con un obrón que con una pamplina, empecé a analizar y a estar atento a las claras señales de que algo no iba bien. Afortunadamente nunca me ocurrió en los conciertos, sólo era en casa. Pensé que igual el grado de concentración era inferior, pero ya he dicho que me gusta estudiar metiéndome en situación, imaginándome en la sala a la que voy a ir y recreando la sonoridad que sé que me voy a encontrar.
La luz se encendió un día. Había dado con la tecla (no es un chiste, que conste). Era tan sencillo que no me lo podía creer. Resultó que, como todo estaba listo y lo último era la memorización, la lograba tocando de memoria: lógico. Si lees no hay memoria: ¡error! Cuando noté como si a cada nueva interpretación fuese desgastando la obra, perdiendo notas poco a poco, a jirones, como si ésa pudiese haber sido la última vez que me saliera correctamente, entendí que el problema estaba precisamente ahí, en la manera de mantener la memoria, o sea, de memoria. Caí en la cuenta de que mi cabeza necesitaba refrescar los recuerdos visuales para mantener frescos todos los elementos ya citados. Simplificando, tenía que volver a estudiar regularmente con la partitura delante. Fue mano de santo. Volvieron las imágenes a mi mente con facilidad, volví a relajar la tensión, volví a confiar en mis capacidades, entendí que la obra no se iba a desintegrar por tocarla.

Una cosa es que la música sea un arte inmaterial y otra cosa es que no pueda quedar fijado de una vez para otra. Desde entonces me gusta estudiar, además, con la partitura en la mano, sin tocar, leyendo y descubriendo nuevos detalles que, sentado al piano, pueden pasar inadvertidos por estar preocupado con los dedos. ¡Con lo cómoda que es mi butaca!